Hace noventa años, el 1 de noviembre de 1935, nació Edward Said en Jerusalén. Lo hizo en una familia árabe cristiana. Sus padres, burgueses palestinos, le dieron una educación elitista y occidental, tanto en Jerusalén y El Cairo, donde pasó su infancia y adolescencia y fue educado en las últimas instituciones educativas del colonialismo británico en la región, como en Estados Unidos, donde acudió a colegios privados y a la Ivy League. Said siempre fue un desarraigado (era muy occidental para los palestinos, muy americanizado para los egipcios, muy árabe para los estadounidenses), pero su desarraigo siempre tuvo algo de privilegio.
Fue un caballero de la Ivy League obsesionado con los buenos trajes, los buenos zapatos, los buenos relojes que, sin embargo, defendía la intifada. Un burgués desplazado y cosmopolita que a menudo daba a entender que era un refugiado palestino más. Un tipo inicialmente fascinado por la French theory que, sin embargo, criticaba la “jerga incomprensible” del posmodernismo de autores como Jacques Derrida, al que consideraba un “dandy que se dedicaba a hacer el tonto”. Un intelectual europeo (a pesar de vivir siempre en Nueva York), educado en la alta cultura occidental, que, sin embargo, es sobre todo recordado por sus escritos contra el colonialismo y el imperialismo cultural de Occidente. Algunos de sus críticos han señalado que Orientalismo, inaugurador de los estudios poscoloniales, una especie de tótem para estudiantes de cultural studies y posiblemente uno de los principales responsables del “giro cultural” de la izquierda (como dijo Richard Rorty, “la derecha conquistó el poder y la izquierda conquistó los departamentos de literatura”), es una crítica al eurocentrismo que peca precisamente de un excesivo eurocentrismo: como ha escrito Pankaj Mishra, Said no había leído a los pensadores no occidentales que ya habían escrito sobre eso antes que él.
Said fue el gran intelectual palestino, el gran defensor de sus derechos, quizá la voz más competente y formada de la causa en toda su historia (hoy los palestinos no solo no tienen un Yasser Arafat, sino que tampoco tienen un Edward Said), pero no siempre gozó de la aprobación total de los intelectuales árabes y palestinos. Criticó muy duramente a Arafat, al que asesoró durante años y al que posteriormente acusó de corrupto y de capitular ante Israel en los Acuerdos de Oslo. En sus artículos dirigidos a los intelectuales árabes hay argumentos sorprendentes. En uno titulado “Israel-Palestina: una tercera vía”, publicado en 1998, critica a quienes quieren volver a una era de oro del islam, rechaza la idea de boicotear los productos de Israel (porque en el país viven además un millón de palestinos y también israelíes contrarios a la ocupación), denuncia el antisemitismo de muchos líderes árabes (“¿Por qué esperamos que el mundo crea en nuestros sufrimientos como árabes si no somos capaces de reconocer los sufrimientos de los demás, ni siquiera los de nuestros opresores?”) y propone un camino intermedio entre los Acuerdos de Oslo y la política retrógrada del rechazo maximalista: es una vía que “debe partir de la idea de ciudadanía, no de nacionalismo, ya que la noción de separación y de nacionalismo teocrático unilateral triunfalista, ya sea judío o musulmán, no aborda las realidades que tenemos ante nosotros. Por lo tanto, un concepto de ciudadanía en el que todos los individuos tengan los mismos derechos, basado no en la raza o la religión, sino en la igualdad de justicia para cada persona garantizada por una constitución, debe sustituir todas nuestras nociones anticuadas sobre cómo Palestina será limpiada de los enemigos de los demás. La limpieza étnica es limpieza étnica, ya sea realizada por serbios, sionistas o Hamás”. Quizá es una postura muy ingenua, pero está muy alejada de la idea que se tenía de él, que fue a menudo retratado como un intransigente absolutista. Muchos de quienes hoy portan banderas palestinas con la cara de Said no estarían de acuerdo con sus palabras.
En su biografía Lugares de pensamiento. La vida de Edward Said (Debate, 2025), escrita por su antiguo alumno Timothy Brennan, el autor muestra los intentos de Said por convencer a palestinos y árabes en general de que su causa no era una lucha colonial al uso: los palestinos eran “víctimas de víctimas”, es decir, la víctima de otras víctimas, los judíos. Si esa tesis era extraña en el activismo palestino de hace treinta años, lo es hoy más aún. En 2025, el activismo occidental trata Palestina como si fuera la Argelia francesa o la India británica, donde tarde o temprano los ocupantes volverán a sus países de origen. Pero ¿a qué país pueden volver hoy los israelíes? Si Israel es una colonia, es una colonia sin metrópoli. Una de las realidades más obvias y, a la vez, más incomprensibles (en buena medida es una incomprensión forzada o simulada) para buena parte del activismo antisionista es el hecho de que los israelíes no van a marcharse a ningún lado. Este activismo señala injusticias claras (¿por qué un judío de cualquier lugar del mundo puede hacer la aliyá y obtener la nacionalidad israelí, pero un palestino heredero de los expulsados en 1948 no puede volver a su país?), pero su única solución para enmendarlas es cometer otras injusticias.
Ahí está una de las grandes paradojas de Said. La brocha gorda que aplicó en Orientalismo (en resumen, que cualquier representación occidental de Oriente escondía una dominación colonial), acabó siendo utilizada para describir el conflicto palestino-israelí, a pesar de sus intentos por introducir matices. Palestina sería un nuevo Vietnam, una nueva Sudáfrica, aunque no tuviera nada que ver. Los intérpretes de Said se quedaron con una tesis: todo conflicto mundial que merezca la pena atender tiene como único causante al hombre blanco (Ian Buruma y Avishai Margalit lo analizaron muy bien en Occidentalismo). Con esa lógica reduccionista, perezosa y narcisista, el activismo palestino contribuyó a un proceso que ni los personajes de las novelas de Philip Roth más neuróticos y preocupados por el asimilacionismo podrían haber imaginado: el judío, el gran Otro del siglo XX, acabó convertido en blanco.
En otros aspectos del conflicto palestino-israelí, Said resultó sobre todo un visionario. Antes de los Acuerdos de Oslo (en 1993 y 1995) entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), defendía una solución de dos Estados; tras la firma de los acuerdos, se movió a una posición extrañísima entonces, y hoy todavía no muy común: un Estado único (quien quizá mejor esboza hoy esta idea es el israelí Omri Boehm, que propone en su libro Haifa Republic una “federación binacional” en los territorios de Israel y Palestina). La posición de Said tenía fundamento. Mucho antes que nadie, se dio cuenta de que los Acuerdos de Oslo, que consideró el “Versalles palestino”, invalidarían en la práctica la posibilidad de un Estado palestino, especialmente por la división en Cisjordania (repartida entre la Autoridad Palestina, subyugada a Israel, e Israel) y, sobre todo, por la expansión de asentamientos ilegales, que desde entonces no han hecho más que crecer, y que forman parte de facto de Israel. Defender una vuelta a las fronteras de 1967 y una solución de dos Estados, posición por defecto del conflicto desde hace décadas para el establishment occidental, es hoy un mantra perezoso y puramente retórico, inconsciente de la realidad sobre el terreno. Palestina no puede existir como Estado independiente porque no existe el territorio donde poder existir. Said ya pensaba así hace treinta años.
A finales de septiembre de 1995, el gobierno de Israel y la OLP firmaron el segundo tramo de los Acuerdos de Oslo. En él, se establecía sobre el papel la división en tres áreas de Cisjordania que acabaría desembocando en el mar de checkpoints, segregación, muros y vallas que definen el apartheid de los territorios ocupados. El artículo 31 de Oslo II dice: “Ninguna de las partes iniciará ni tomará ninguna medida que altere el estatuto de Cisjordania y la Franja de Gaza mientras no se conozca el resultado de las negociaciones sobre el estatuto definitivo.” Entre 1992 y 1996, los años del “proceso de paz”, la población colona ilegal de Cisjordania aumentó un 48%. En 2025, viven en Jerusalén Este y Cisjordania unos 700.000 colonos.
Un par de meses después de la firma de Oslo II, el 4 de noviembre, un ultranacionalista israelí asesinó al primer ministro Isaac Rabin por su papel en el proceso de paz: para los judíos israelíes más fundamentalistas, el territorio de Judea y Samaria es innegociable. Para otros, la estrategia de Oslo es la más efectiva: es más eficaz la ocupación lenta, la política de los “hechos sobre el terreno”, el control militar con la excusa de la seguridad, el goteo de asentamientos, que la anexión soberana. Es la plantilla que parece que va a aplicarse en Gaza, una especie de Oslo III, como le explicaba el periodista israelí Amit Segal a Ezra Klein en su pódcast en The New York Times, con Emiratos o Arabia Saudí ejerciendo el papel de “enlace” con Israel que ejerce la Autoridad Palestina en Cisjordania.
Tras una década con leucemia, Edward Said murió a finales de septiembre de 2003, veinte años antes del inicio de la fase más sangrienta del conflicto palestino-israelí en toda su historia. Said no vivió el horror del 7 de octubre ni sus terribles consecuencias. Pero supo ver, antes que nadie, cómo se construyeron lentamente los cimientos de lo que acabaría desembocando en esa tragedia. ~