Las diez palabras

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Esta gente cree que una secuencia de palabras que pronuncian de vez en cuando sostiene el mundo.

Me metĆ­ en esto para hacer amigas. Mi timidez me privĆ³ de vida social. La soledad me empujĆ³ a mil locuras: me apuntĆ© en un coro pero no me salĆ­a la voz; busquĆ© amistades en las redes y jamĆ”s supe acudir a las citas de la vida exterior.

Al fin esta organizaciĆ³n de simpĆ”ticos chiflados me dio la posibilidad de una vida normal. A cambio solo tuve que fingir que compartĆ­a sus desvarĆ­os, que consisten en eso que he dicho antes: creen que ciertas palabras bien escogidas y pronunciadas en el momento oportuno mantienen el mundo en marcha.

Ahora no me parece tan absurdo como cuando comencĆ© a frecuentar sus inocentes reuniones, pero basta con decirlo en voz alta a alguien no iniciado para ver que es un pasatiempo, quizĆ” una fĆ³rmula para compartir, tal como yo he disfrutado con ellos, una ingenua felicidad. La vida tiene un sentido extra.

Algo de mi escepticismo debieron de notar porque nunca me han ascendido de Ayudante al siguiente grado, que es Servidor, AcĆ³lito o Auxiliar (ni siquiera el orden me he aprendido). Por los aƱos que llevo ya tendrĆ­a que ser por lo menos Mensajero o lo siguiente, que no recuerdo quĆ© es. Pero creo que han llegado a apreciarme por el roce y porque a pesar de mi desinterĆ©s saben que harĆ­a cualquier cosa por ellos. Les agradezco que no me hayan ascendido porque mi tibieza me habrĆ­a impedido cumplir con los altos manejos que imponen a los encumbrados. Hago lo que me dicen, pequeƱos encargos, tareas subordinadas y soy feliz en los rutinarios conciliĆ”bulos donde la tarea mĆ”s difĆ­cil es escuchar y lavarse las manos (en esto fueron pioneros). Tampoco ignoran que si tuviera que matar por ellos y sus pueriles prĆ”cticas, lo harĆ­a sin dudar.

Mis limitaciones sociales (que en definitiva son intelectuales) se compensan (bueno, no se compensan) con una cierta capacidad para intuir, aunque de forma muy vaga, cosas del futuro. Tan imprecisas son siempre estas seudopremoniciones que nunca les he dado crĆ©dito, ni me han servido para nada. Las verifico a toro pasado con gran sorpresa, como si cada vez fuera la primera. Pero siempre he sabido ā€“y temidoā€“ que algĆŗn dĆ­a esta singular comunidad de las palabras que sostienen el mundo reclamarĆ­a mis servicios. Y ese dĆ­a, fatalmente, ha llegado.

La epidemia ha descabezado la organizaciĆ³n: algunas personas han fallecido; otras, ni siquiera sabemos dĆ³nde estĆ”n; la jerarquĆ­a suplente no debe de poder salir a la calleā€¦ Todo lo complica la aversiĆ³n a usar mĆ©todos que excedan el recitado personal de las nuevas palabras y la memorizaciĆ³n colectiva de las fĆ³rmulas anteriores, que ya no sirven para nada, pero deben ser recordadas para no repetirlas por error: como el juego viene de lejos mantener vivo el repertorio requiere densa logĆ­stica y rapsodas auxiliares.

El repaso de las frases ya usadas ā€“que siguen siendo venerables, puesto que el mundo no cesĆ³ cuando fueron pronunciadasā€“ se lleva a cabo en reuniones en espacios pĆŗblicos, y luego los emisarios o mensajeros las repiten en tediosas rondas que a ojos de los profanos parecenā€¦ no me imagino lo que deben de parecer. Este trĆ”mite de las jaculatorias ha de ser redundante para que ninguna se pierda. Al parecer (pero esto lo sĆ© de oĆ­das) la remota doctrina predica que si las palabras fueran escritas causarĆ­an el mismo efecto que si dejaran de pronunciarse: el mundo colapsarĆ­a.

Por ello la organizaciĆ³n, que no tiene nombre, reniega de los medios de comunicaciĆ³n y reproducciĆ³n: en su dĆ­a abominaron del papiro, la teja, el telĆ©grafo; repudian el correo postal, el electrĆ³nico, el telĆ©fonoā€¦ internet es el diablo. Con el tiempo, cuando saliĆ³ aquel Edward Snowden, comprendĆ­ que no eran descabelladas estas precauciones.

Siempre he pensado que mis amigos sobrevaloran el efecto de sus prĆ”cticas y que a ningĆŗn organismo de vigilancia o control le llegarĆ­an a interesar las creencias y los inofensivos rituales de unos ciudadanos que se esmeran en cumplir con las leyes y costumbres, precisamente para no destacar ni llamar la atenciĆ³n. Los hay que asisten al fĆŗtbol, a conciertos, Ć”reas comerciales o iglesias solo para no despertar sospechas. Para mĆ­ han sido siempre mi familia, con ellos me he sentido acogido y arropado; no comparto ni entiendo nada pero ā€“quizĆ” por eso mismoā€“ si me necesitan cumplirĆ© lo que me encomienden.

Al principio, cuando decĆ­an que todo era una gripe o un virus relativamente normal, la organizaciĆ³n seguĆ­a su rutina de siglos: con algunas precauciones los adeptos se encontraban en los lugares que seƱalaba la agenda circular y las palabras que ā€“segĆŗn creenā€“ sujetan y protegen la rutinaria marcha del mundo eran pronunciadas, en fecha y sitio, conforme a esa rueda del destino que algunos escogidos llevan tatuada en el pecho. Pero a medida que el virus o lo que sea ha ido desvelando sus asombrosas aptitudes las jerarquĆ­as, como digo, han ido sucumbiendo o bien son incapaces de cumplir los plazos del sencillo ritual.

AsĆ­ que, llegada mi hora, me enfrento a la decisiĆ³n que toda persona, aunque sea sin darse cuenta, ha de tomar alguna vez en su vida. Estaba en casa tranquilamente, gozando por vez primera de la inefable dicha de no tener que pisar la calle ni hablar con nadie, y un emisario ha tocado mi timbre y me ha dicho una frase que yo, pobre de mĆ­, tendrĆ© que completar conforme a una plantilla y conjugar en voz alta, en cierto chaflĆ”n, a la hora seƱalada.

El pƔnico a salir a las ocho de la tarde y recitar las diez palabras paraliza mis piernas. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la pƔgina gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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