No entienden que no entienden
No es del todo inapropiado decir que algunos liberales se niegan a reconocer la realidad política que inauguró el populismo. Se dice de ellos en las redes sociales que perdieron estrepitosamente en las urnas y no se dan cuenta. Miran el país desde un palco, sin atreverse a explorar el nuevo escenario (¡México ya cambió!). El gobierno actual cumplió más de cien días y ellos todavía no empiezan la autocrítica. Aún recitan un liberalismo en diez pasos for dummies. ¿Tendrán razón? Quizá ellos y otros críticos del lopezobradorismo nos apresuramos a romper filas y haríamos bien en sospechar –al menos en cierta dosis– de la rapidez con la que despachamos algunos conceptos que el presente nos acerca para repensar el mundo.
La crisis de los expertos y las ONG es un excelente ejemplo. En los cinco años que se llevó mi formación como politóloga, el asunto jamás se discutió. Casi diez años después, creo que perdimos demasiado tiempo celebrando la transición a la democracia… electoral. Tampoco tengo noticia de que el tema formara parte –hasta hace muy poco– de la discusión pública. Dimos por sentada la existencia de la sociedad civil organizada sin preguntarnos qué ocurría dentro de ella. ¿Algunas ONG son más iguales que otras? ¿Les afecta el reparto injusto que caracteriza al país? ¿A qué presiones las someten sus donantes? ¿Qué leyes las regulan?
No son preguntas necias –no lo habrían sido entonces y no lo son ahora–, pero mentiría si dijera que las formulé gracias a mi educación liberal. No fue así. Si llegué a ellas fue porque exploré una tradición intelectual distinta: el feminismo. El año pasado, por ejemplo, un libro recogió una conversación entre Nancy Fraser y la filósofa Rahel Jaeggi (Capitalism. A conversation in critical theory). En las últimas páginas –casi al final de ese diálogo ágil, exigente, profundo–, Fraser menciona su preocupación por la forma en que se organiza el feminismo: las ONG. Para sus lectores no es una sorpresa que lo haga. Saben que Fraser lleva décadas apuntando contra varias feministas por suspender la crítica contra el capitalismo.
((Para Nancy Fraser, el botón de muestra del “neoliberalismo progresista” es el libro –un éxito en ventas– Lean in: Women, work, and the will to lead, de Sheryl Sandberg, directora operativa de Facebook. Por mi parte, quisiera agregar Women who work, de Ivanka Trump. Fraser se refiere, en general, al feminismo que ha promovido el ascenso de las mujeres más ricas –en el mundo empresarial, por ejemplo– sin percatarse de otras desigualdades como la clase, etnia, nacionalidad y un larguísimo etcétera.
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El reconocimiento de la identidad no basta (lo ha escrito incontables veces), la redistribución material es ineludible, inaplazable. El neoliberalismo progresista, como le llama, nos da lo primero y nos roba lo segundo.
Tampoco hace falta leer a Fraser para enterarse del asunto. Apenas se necesita hojear la historia feminista que en México ha escrito Gabriela Cano para advertir que antes se organizaban frentes (como el Frente Único Pro Derechos de la Mujer en los treinta) y que ahora hablamos de las ONG, que antes a ciertas mujeres les decíamos líderes y hoy las llamamos “activistas”. El vocabulario no es despreciable: las palabras suelen ser un indicio de que el mundo cambió. Más aún: solemos contar el pasado feminista desde la historia de las ideas y los objetivos políticos (el voto, el acceso a la educación, la sexualidad, la interseccionalidad) pero quizá el boom de la nueva forma de organización –eso que supone “constituirse en ONG”– sea un buen criterio para marcar el inicio de la “tercera ola” –o de otra etapa, si es que uno prefiere, con razón, apartarse de la cronología de las olas feministas.
((A este respecto recomiendo el libro No permanent waves. Recasting histories of U.S. feminism, editado por Nancy Hewitt (Rutgers University Press, 2010). Para saber algo del tema en México, conviene leer “El feminismo y sus olas”, de Gabriela Cano (Letras Libres, núm. 239, noviembre de 2018, pp. 17-21). Hice dos pequeñísimas contribuciones con “Romper las olas de la historia feminista” y “La segunda ola no fue blanca” en el sitio web de Letras Libres: bit.ly/2Pd0gLh, bit.ly/2 Dep2WG.
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La verdad es que ni siquiera hay que abrir un libro: con asistir una sola vez a una asamblea –en algún estado del norte del país, dentro de los caracoles zapatistas o en un restaurante-bar en el centro de la Ciudad de México–, se detecta la confrontación entre “oenegeras” y académicas, por un lado, y populares e independientes, por el otro.
No. Hace falta menos aún. Basta con escrolear Twitter para notarlo, con poner atención a que hay cuentas institucionales y mujeres que escriben sobre colectivas –en femenino y plural–. Todo esto para decir que la sociedad civil organizada sí es un ámbito donde creció una disputa, aunque muchos no hayan podido identificarlo.
El feminismo en la época neoliberal
Hoy Sonia E. Álvarez es parte de la Facultad de Ciencia Política de la Universidad de Massachusetts, donde estudia los movimientos sociales de América Latina y, en especial, los feminismos en su perspectiva comparada y trasnacional. Pero antes, entre 1993 y 1996, trabajó en la Fundación Ford. Fue program officer, es decir, se dedicaba a evaluar qué proyectos y organizaciones merecían financiamiento. “[De pronto] me encontré en medio del flujo trasnacional de ideas y recursos.” Esa combinación tan inusual entre conocimiento teórico, trabajo académico, experiencia de campo y participación en las protestas feministas hacen de Sonia E. Álvarez una de las voces privilegiadas en la discusión acerca de las ONG.
Cuando Álvarez decidió escribir sus inquietudes –tres años después de salir de la fundación– concluyó que sí, existe un problema.
((Sonia E. Álvarez, “Advocating feminism: The Latin American feminist ngo ‘boom’”, International Feminist Journal of Politics, vol. 1, núm. 2, pp. 181-209.
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Sería un despropósito que una estudiosa de los movimientos y su organización no se percatara de las virtudes y los defectos de las ONG. Aunque toma la precaución de indicar que hubo organizaciones feministas profesionales en los setenta y los ochenta –y la de añadir que cada país tiene sus peculiaridades–, Álvarez explica que la proliferación de las ONG coincidió tanto con las transiciones a la democracia electoral como con los “ajustes neoliberales” en América Latina –se refiere a las políticas de austeridad, los recortes al gasto social, la disciplina fiscal, la privatización de las paraestatales, la “liberalización” de los mercados–. Era de esperarse que el nuevo contexto cambiara la forma en que se organizó el feminismo: “fue la respuesta estratégica” de una parte del movimiento. A grandes rasgos, las ONG no solo están compuestas de mujeres sino de especialistas, que tienen un horario de trabajo y reciben un sueldo; se financian por medio de donantes públicos y privados, extranjeros y nacionales, y en buena medida sus objetivos son pragmáticos: quieren incidir en políticas públicas, leyes y jurisprudencia. Son diferencias relevantes de cara a las colectivas,
((Álvarez contrapone a las ONG con “el movimiento de mujeres”. En el caso de México, me parece útil hablar de las colectivas como forma alternativa de organización.
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donde participan mujeres (feministas o no) como voluntarias cuando tienen tiempo de hacerlo (porque consiguen robarle unas horas a la oficina y a la familia), tienen menos recursos (piden prestado un salón para reunirse o ellas mismas donan parte de sus ingresos) y “sus objetivos son menos precisos”: movilizar a las mujeres, concientizarlas y abolir la relación de poder que los hombres ejercen sobre las mujeres (i. e., derrocar el patriarcado).
Ese parece ser el panorama del feminismo, al menos a primera vista. Hay que matizar. Porque Sonia E. Álvarez no tiene paciencia para las conclusiones tajantes, el pensamiento en blanco y negro o las afirmaciones descaradas. “Las ONG no son las criadas del capitalismo. Tienen, por el contrario, un carácter híbrido.” No se contentan con mitigar, entre las mujeres pauperizadas, los efectos más nocivos del liberalismo económico –o neoliberalismo, según la ideología del lector–. No se ocupan de meras labores asistencialistas, tampoco son las administradoras despolitizadas de los programas de alivio a la pobreza. Son parte del movimiento feminista –en voz de Álvarez, “tienen un componente identitario”–: su intención es transformar radicalmente a la sociedad.
Es todo menos tímida la meta de cambiar el mundo laboral para que la crianza y el cuidado del hogar se repartan de forma igualitaria entre hombres y mujeres. No son dóciles ante el capitalismo las ONG que exigen seguridad social para las mujeres que están fuera del issste y el imss, ni conformistas las que exponen que las amas de casa (de clase media y alta) contratan empleadas domésticas en condiciones de explotación. No es menor el objetivo de cerrar la disparidad salarial. Resulta transgresor el esfuerzo de quienes apoyan a las mujeres indígenas para que tengan los derechos de la tierra que trabajan. También lo es el trabajo de quienes advierten las injusticias del sistema penal y cambian la jurisprudencia de modo que reconozca la vida y las necesidades de las mujeres.
((La discusión sobre la gestación subrogada es más álgida. El artículo “No abolir el debate”, de Isabel Fulda, ofrece una de las exposiciones más informadas que hasta la fecha he leído (Letras Libres, núm. 244, abril de 2019, pp. 66-67).
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¿Cuál, entonces, es el problema? Desde 1999 Álvarez identificó algunos aspectos de la relación entre los donantes, los Estados y las ONG que ponen en riesgo el compromiso político de las últimas. 1) Los Estados contratan a las ONG como expertas en género, no como mujeres que son parte de un movimiento de transformación radical. Tener al Estado como cliente supone que este pueda acotar el trabajo de las organizaciones. (Me imagino que lidian con el peor de los interlocutores: uno muy sensible a la crítica y excesivamente poderoso, y que intentan mantener el equilibrio entre señalar las graves omisiones del Estado sin que sus representantes se levanten de la mesa.) 2) Al Estado le gustan los atajos: relacionarse con las ONG le sirve para adoptar un semblante democrático, aunque la participación ciudadana rebasa por mucho la acción de escuchar la asesoría, la evaluación y los informes de las especialistas. 3) Los donantes prefieren financiar a las ONG profesionales, con incidencia en las políticas públicas y resultados concretos; así, el lado técnico de la perspectiva de género obtiene más fondos, en detrimento de las movilizaciones e “intervenciones político-culturales” del feminismo, que también son indispensables cuando uno se propone algo tan ambicioso como cambiar a la sociedad.
Dejando a Álvarez de lado, me parece que hay una desigualdad fundamental entre las ONG y las colectivas: el activismo significa para la mayoría de las mujeres una tercera jornada. La primera se va en ganar dinero en el mercado (formal o informal) de trabajo; la segunda, en atender la casa y los niños (e incluso a los abuelos); solamente las horas libres –si queda alguna– pueden invertirse en la participación política, en el trabajo activista. A nadie debería sorprenderle que las colectivas sean más informales y los movimientos efímeros. Tampoco debería sorprender que las jóvenes recurramos tanto a las redes sociales: es un medio inmediato que permite sacudir las cosas, mientras el jefe está concentrado en lo suyo y los compañeros de oficina se hacen de la vista gorda. ¿Quién tiene tiempo para el activismo profesional y quién para el espontáneo? es otra pregunta que debe hacerse para hablar de la sociedad civil.
Yo (también) tengo otros datos
Momento: ¿esto significa que el populismo tiene razón? No por completo. Es innegable la desigualdad en el campo de las ONG , entre las grandes y las chicas, dentro y fuera del feminismo. Hace apenas unos meses, Laura García Coudurier, directora de Fondo Semillas, escribió una crítica sobre el financiamiento público> que conviene citar en extenso:
Varias llevamos años –¡desde la misma sociedad civil!– criticando la opacidad en la entrega de estos recursos […] En la gran mayoría de los casos este financiamiento se entrega sin convocatorias públicas y abiertas, generando traspasos de dinero por asignación directa. […] En los poquísimos casos en los que sí hay convocatorias públicas, estas son para acceder a financiamientos muy pequeños y cuentan con criterios tan restringidos que provocan crisis en las organizaciones por no poder pagar los costos reales de sus operaciones. El verdadero problema, como siempre, es la falta de regulación de los grandes dineros y la sobrerregulación de los financiamientos pequeños. […] Hoy, por ley, las organizaciones que no son protegidas por las redes de corrupción con el gobierno solo pueden gastar hasta cinco por ciento de su presupuesto en gastos administrativos. Me encantaría ver a cualquier empresa, cualquiera, usando ese porcentaje tan increíblemente bajo para sus operaciones.
((Laura García Coudurier, “¿Quién es pueblo? Sociedad civil y libertades”, Milenio, 27 de febrero de 2019.
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No, no se le puede conceder la razón a Andrés Manuel López Obrador en el debate sobre la sociedad civil organizada. Cada una de sus declaraciones –desde la campaña hasta las conferencias mañaneras– me deja la misma impresión: arroja un cubetazo de agua helada, que otros desarrollan y elevan (con datos, enfoques teóricos, perspectivas críticas) a una discusión profunda y valiosa. Esto último es mérito de los ciudadanos, no del presidente, que parece más interesado en descalificar a las ONG que en atender las distinciones y la complejidad de este tema –y de tantos otros–. AMLO nos entrega contenidos demasiado parciales –quizá convenientemente incompletos–, diagnósticos y soluciones extremistas.
Pero empecé este ensayo llamando la atención de algunos liberales, porque hay quien defiende a la sociedad civil organizada casi de la misma manera en que López Obrador la ataca: sin reparar en la diferencia entre las multimillonarias y las que no lo son, entre las que se puede sospechar de corrupción y las que cumplen con la burocracia. Si quieren recuperar (o ganarse) a los jóvenes de izquierda, van a tener que dar acuse de recibo: nada se pierde si conceden que hasta ahora cierto liberalismo omitió varias discusiones y descartó preocupaciones relevantes. Mientras eso sucede, entre el discurso populista de AMLO–que agrupa a las ONG bajo el epíteto “fifí”– y aquellos liberales que se resisten a admitir las críticas razonables de la izquierda, hay una porción importante de la población, en especial de jóvenes, que se siente en medio de un páramo. Y es que ambos polos tienen algo en común: les falta feminismo. Quizá llegamos tarde a la discusión del neoliberalismo y la sociedad civil, ojalá no seamos igual de impuntuales para apoyar a las feministas en los tiempos del populismo. ~
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.