Casi desde que el cine es cine, el medio ha servido para la difusión de propaganda de toda ralea. Desde las rudimentarias loas fílmicas de Thomas Alva Edison a la guerra hispano-americana hasta la intervención estadounidense en Irak, las técnicas del cine propagandístico se han perfeccionado y hasta convertido en negocio: en casi cualquier momento del año, la cartelera ofrece thrillers y películas de acción de alto presupuesto parcialmente financiados por el ejército de Estados Unidos y utilizados como herramientas de reclutamiento, como Independence Day: Resurgence (2016) o la saga de Transformers (2007 –el fin de los tiempos, probablemente).
((Al respecto, vale la pena leer Militainment, Inc. de Roger Stahl y ver el videoensayo “Military recruitment and Hollywood”, de Pop Culture Detective, en YouTube.
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La propaganda bélica hollywoodense es tan perniciosa como imaginativa –y, a juzgar por su recaudación, también es un negocio de miles de millones–, pero no es la única nación que ha desarrollado un sofisticado aparato proselitista: en la última década y de forma sostenida, el gobierno de China también ha invertido en ello.
Hace un par de años, la injerencia china en el blockbuster se limitaba a la regulación y a la inversión estatal en películas extranjeras.
((La primera vez que escuché del tema fue hace dos años, en la ponencia “Persiguiendo el renminbi: Cómo la apertura económica de China está cambiando al blockbuster estadounidense”, de Alberto Villaescusa Rico, crítico de Radio Fórmula Tijuana
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A través del monopólico China Film Group Corporation, el brazo cinematográfico del gobierno, la propaganda de aquel país redobló esfuerzos por cambiar su bien ganada imagen de Estado represor.
Dos estrategias primaban desde entonces. En la primera, el Estado chino escoge solo unas treinta películas extranjeras al año para exhibir en sus salas. Su mercado –el más grande del mundo tras Estados Unidos, capaz de generar casi nueve mil millones de dólares en 2018– es codiciado por los blockbusters internacionales, que se ven en la necesidad de modificar detalles en pos de sortear a los censores. En la cinta bélica Red dawn (2012), a las banderas, uniformes y maquinaria bélica de los villanos se les borró la insignia china y se les colocó la norcoreana mediante un caro proceso de retoque digital que le costó más de un millón de dólares a la productora, todo para ganarse el favor del gobierno chino y entrar a su mercado. Un caso más cuestionable es el de Doctor Strange (2016), en el que un personaje originalmente tibetano fue reescrito para que una actriz blanca pudiera encarnarlo. El cambio se hizo, según el guionista C. Robert Cargill, a fin de no generar rispideces con el gobierno, que ocupa el Tíbet desde hace medio siglo y busca apagar cualquier idea que sugiera simpatías con esa región.
Este lavado de imagen mediante coerción sutil es complementado por otra estrategia: la coproducción directa del gobierno, que tiene resultados aún más evidentes, toda vez que condiciona a la película a tener locaciones en China, a no mostrar villanos de esa nacionalidad y a tener al menos 30% de actores chinos en el reparto. Por supuesto, la ventaja es también grande: al estar coproducida por el Estado, la película se considera producción de ese país y no necesita luchar para ser incluida entre las selectas treinta y tantas de origen extranjero. El ejemplo más notorio de este esquema es The Great Wall (2016), protagonizada por Matt Damon, una película de fantasía histórica que es tan solo un pretexto para reescribir y exaltar las virtudes de la antigua China.
Este año, ese gobierno consolidó exitosamente una tercera estrategia en su conquista del mercado internacional. Lo hizo produciendo el primer blockbuster de ciencia ficción en su historia, con cincuenta millones de dólares de presupuesto que incluyeron un costoso diseño de producción por Weta Workshop, la compañía que creó las criaturas, armas, escenarios y vestuarios de Lord of the rings (2001-2003). El resultado fue una película que recaudó casi setecientos millones de dólares, taquilla tan impresionante que Netflix misma adquirió los derechos para estrenarla: The wandering Earth.
La cinta resultó un acontecimiento notable en la industria cinematográfica del país. Producida por China Film Group, The wandering Earth cuenta una historia en el futuro cercano donde la Tierra se aleja mediante gigantescos motores del Sol, que se encuentra a punto de volverse una enana roja. Lejos del astro, el planeta se congela, obligando a los pobladores a vivir en colonias subterráneas mientras el orbe surca el espacio hacia un nuevo sistema solar. Al pasar por Júpiter, su atracción gravitacional provoca sismos que destruyen los motores y ponen en peligro el viaje: será solo la cooperación internacional la que logre poner en marcha de nuevo al globo terráqueo. La mayoría de las naciones –con cierto énfasis nada azaroso en Rusia– colabora, salvo por una ausencia notable: Estados Unidos.
No es difícil deducir que tras la premisa se encuentra una crítica casi frontal a las acciones de Estados Unidos, que bajo el gobierno de Donald Trump se ha encargado en los últimos tres años de demoler los avances en materia de cooperación internacional para combatir el cambio climático. Así, The wandering Earth es una extraña propaganda: una que se antoja necesaria. Mientras Hollywood parece más preocupado por estrenar los remakes de El libro de la selva (2016), Dumbo (2019) o la próxima El rey león (2019), donde se nos muestra una naturaleza idílica que en la realidad se encuentra agonizante, China parece haber encontrado una veta de blockbuster de conciencia climática que lo mismo le sirve como herramienta para difundir su noción de superioridad que para hacer conciencia acerca de un desastre inminente.
La injerencia china en el blockbuster genera reacciones ambivalentes. Por un lado, siempre es preocupante que un Estado postotalitario amplíe los alcances de su proselitismo ideológico; por el otro, es claro que su injerencia podría redundar en un cine más diverso, más rico y, sí, más político. Es probable que, en el futuro, el panorama del blockbuster internacional solo acentúe estas tendencias: en pocos años podremos ver a las dos potencias librar gigantescas pugnas ideológicas en esa siempre disputada arena del cine popular. No es poco lo que está en juego. La última vez que un enfrentamiento de estas características sucedió, durante la Guerra Fría, Estados Unidos emergió como una potencia global capaz de imponer su narrativa –la conquista del oeste, la guerra como una fuerza de la naturaleza, el individualismo más exaltado– y moldear buena parte de la cultura occidental de los siglos XX y XXI a su imagen y semejanza. ~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.