Las posibilidades de lo monstruoso

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Las pasadas nominaciones al Óscar fueron una revelación: no solo un mexicano, de nuevo, se llevó una retahíla de nominaciones, sino que lo hizo con una película de horror (o, al menos, estrechamente emparentada con él): The shape of water, la improbable historia de amor interespecie entre una mujer muda y una criatura anfibia que brilla en la oscuridad. Las nominaciones de The shape of water –que nos permiten imaginar un mundo en el que las películas protagonizadas por monstruos se llevan premios prestigiosos– no están solas: junto a ellas se encuentran las hasta hace poco inverosímiles nominaciones a Mejor director, Mejor película, Mejor actor y Mejor guion original de Get out, el debut como director de Jordan Peele –una película de horror racial que tiene como eje la usurpación de cuerpos– y, por si fuera poco, la nominación a Mejor guion adaptado de Logan, de James Mangold: la primera vez que una película de superhéroes es nominada para un premio de guion en los Óscares, un reconocimiento que ni siquiera lograron conseguir obras tan bien recibidas como las dos entregas del Batman de Tim Burton, las primeras dos del Batman de Nolan o el Spider-Man de Sam Raimi.

En conjunto, estas tres películas y sus correspondientes nominaciones demuestran cómo subgéneros antes relegados como entretenimiento de segunda clase están alcanzando, finalmente, cierto prestigio, al menos dentro de la Academia estadounidense. Lo más interesante de todo no es solo que hayan logrado reconocimiento, sino la manera en que lo han obtenido.

Primero, lo obvio: estas películas muestran hasta la médula una gran factura. En el caso de The shape of water, la cinematografía y el siempre apabullante diseño de producción de los filmes de Guillermo del Toro dejan muy claro que esta es una película hecha con esmero y buena mano, aun cuando sus metáforas y analogías pequen de cierta redundancia, de cierta obviedad; en el caso de Get out, su fresquísimo guion y estimulantes desplantes oníricos permiten ver una notable preocupación y trabajo para hacer de esta una película distinta; en Logan, la cinematografía y la narrativa del dead man walking nos demuestran que se quiso filmar una película deliberadamente bella que bebe directamente del western –un subgénero, por cierto, que también logró, en su momento, ingresar a las filas del cine de prestigio–. Pero no es esto, ni de lejos, lo único que hace que estas cintas estén ganando premios.

No: otro de los elementos necesarios para este reconocimiento ha sido el discurso. Si hay algo que hermana a estas tres películas, además de su pertenencia a géneros de supuesta segunda clase, de supuesto entretenimiento bobo, es su abierta voluntad de posicionarse políticamente. Get out es un alegato antirracista que se estrenó en los albores de una presidencia estadounidense respaldada por la parte más agreste del supremacismo blanco;

((Su productora, Blumhouse, aprendió bien el truco: la última entrega de The purge: Election year presentó a un candidato alineado con el extremismo religioso, el nativismo y el racismo; la siguiente, The purge: The island, que relatará la primera noche en la que se llevó a cabo la purga, ha sido anunciada con un póster que solo muestra una flamante gorra roja con letras blancas, al más puro estilo de la campaña trumpiana.
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 Logan muestra a un superhéroe que ayuda a varios mutantes criados en México a cruzar de manera ilegal, desde la Unión Americana, la frontera con Canadá; The shape of water tiene como protagonistas a una mujer muda, un hombre gay y una empleada de limpieza afroamericana, todos unidos para salvar a una criatura que el gobierno estadounidense se empeña en decir que no es humana. Aprovechando la tradicional libertad de los géneros secundarios –plagados históricamente de violencia extrema, sexualización, tramas inusuales o inverosímiles–, estas películas introducen discursos políticos potentes, ligeramente disruptivos, en cintas que por lo regular le pasarían de noche a la crítica más exquisita –y a los miembros más conservadores de la Academia.

No es casual, entonces, su elección en la más reciente temporada de premios: en medio de un convulso clima político en Estados Unidos –donde el actual presidente, acusado de acoso sexual y violación por al menos diecinueve mujeres, llama “países de mierda” a las naciones del tercer mundo, intenta despojar el apelativo dreamers de la población migrante y omite desmarcarse de los neonazis, supremacistas blancos y troles misóginos que respaldaron su elección–, el cine, como muchos otros productos culturales, tuvo que mirarse al espejo. El resultado de esa introspección es una especie de momentum donde pareciera que es hora de que cierto entretenimiento, popular y masivo, tome una postura política, lo que abre el camino a que estas películas alcancen un prestigio que antes les estaba vedado y, al mismo tiempo, a que más y más creadores se animen a concebir productos que no tengan miedo al discurso político.

Al final, la presidencia trumpiana ha desatado una resistencia artística en varios frentes que, hasta hace poco, parecía imposible o innecesaria. El resultado no solo son buenas películas –esas han existido siempre– sino la recuperación de una conciencia social que, para pesar de la crítica y la apreciación más conservadoras, esas que desdeñan lo político como parte de la producción artística, se abre un necesario paso entre los espectadores, que ahora volvemos a creer que también el cine popular es una posible trinchera contra el temible avance de algunas de las peores ideologías que la humanidad ha producido. ~

 

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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