La hiperespecialización que inició en el siglo XX tuvo como consecuencia la separación y organización de las ideas en diferentes áreas, imponiendo así una brecha entre las ciencias y las humanidades. Sin embargo, la realidad del ser humano es compleja y por lo tanto requiere de una perspectiva que integre diferentes conocimientos para hacer frente a las problemáticas actuales. Les preguntamos a cuatro autores, cuya escritura e intereses dan muestra de esta intersección entre ciencias y humanidades: Gabriela Frías Villegas, Jorge Comensal, Ximena A. González Grandón y Carlos Chimal, sobre qué ha significado para ellos migrar hacia una forma de ser y trabajar de manera interdisciplinaria.
¿Cómo nació tu interés tanto por la ciencia como por la filosofía?
Mis imaginaciones suelen iniciar desde un quiasmo entre las evidencias y lo impredecible, contener aquello que escapa de la cotidianidad, que puede comprenderse desde el pensar y sus métodos, pero que también necesita del sustrato del vivir, sentir y encarnar lo divergente, lo inefable. Cuando me cuestiono respecto a mi decisión de transgredir la frontera entre las ciencias y las humanidades, muchas imágenes llegan a mi mente y experimento ese sentir curioso en mi entraña, que ha sido sin duda un motor en mi ruta híbrida. Recuerdo ese parto fortuito de una adolescente que llegó al dispensario en el que mi madre atendía pacientes cada quince días. Recuerdo su voz diciendo “tengo un dolor de barriga”, y la mía de una niña de once años al preguntar su nombre. Y también recuerdo cuestionarme primero respecto a lo más acuciante: la fisiología viva de los cuerpos sangrantes y llenos de humores, pero también respecto a las condiciones de precariedad con las que esa joven enfrentaría su realidad en un futuro próximo. Estas y otras situaciones, como la cotidianidad de habitar laboratorios con matraces y cajas de Petri, o de respirar atmósferas de sobremesa cargadas de capitales culturales y críticas al sistema, o ser parte de ferias de humanidades atiborradas de discusiones existenciales respecto a cómo vivir mejor en sociedades industrializadas encaminadas al descolonialismo, fueron desarrollando ese sentimiento de indagación del territorio liminal, de ese no lugar en gestación donde se trenzan hilos filosóficos, artísticos y científicos.
Hubo personajes imprescindibles en este devenir, como Violeta Parra, Ursula K. Le Guin, Matilde Montoya, Lynn Margulis o Francisco Varela, que fueron forjando mi voluntad hacia la generación de un conocimiento, una práctica del saber encarnado y simbiótico, donde la erótica y la cooperación dan la pauta. Encontré primero en la medicina una manera de darle la vuelta a la separación entre las ciencias y las humanidades, en cuya partición se pierden valiosas oportunidades de intercambio. Colaboré en un proyecto acompañando promotores de salud en lo que antes se nombraba “La Realidad”, allá por Los Altos de Chiapas, durante varios meses. Teníamos asambleas semanales entre todos los involucrados, voluntarios, enfermeras, estudiantes de medicina, antropólogos, veladores, ciudadanos curiosos, para diseñar mejor el rumbo de los talleres y de modelos de prevención. Ahí me percaté de que solo en espacios de reflexión compartida, donde se desdibujan las fronteras disciplinarias y emergen laboratorios de narrativas diversas, podemos acercarnos a una genuina comprensión de la experiencia. Entendí que la complejidad de la salud va más allá de los manuales de diagnóstico y tratamiento heredados de la ciencia médica hegemónica, que las formas de padecer una enfermedad, esa vivencia dolorosa tan corporal, personal y social al mismo tiempo, necesitan una comprensión de las cosmovisiones y de la fenomenología.
Encontré en la filosofía una vía para acercarme a esas incertidumbres de mi alrededor, y cuando la relacioné íntimamente con la ciencia, con el arte y con un hambre de saber más primitiva y contradictoria que la que propone la práctica discursiva, se detonaron nuevas comunidades de aprendizaje.
Pero no fue sino hasta llegar al doctorado de la mano de José Luis Díaz y Arantza Etxeberria, después de recorrer profundas reflexiones orquestadas por la filosofía de la ciencia, que me percaté de que el espacio transdisciplinario que estaba tratando de gestar, que ese paisaje particular requería de tomarme más en serio mi propia agencia. Al cuerpo que siente, que se mueve y que se expresa, y a sus procesos de subjetivación. Los problemas que empezaron a asombrarme estaban más relacionados con las posibilidades de cuerpos de piel que perciben ondas sonoras sin importar su sordera y componen música con el tacto. O con la generación de planes de estudio para el performance de esos cuerpos-territorio que resisten los embates del patriarcado.
Aliviada, hallé en las ciencias cognitivas en diálogo con las artes vivas un punto para seguir enlazando mis preocupaciones transdisciplinarias, a través de comprender las bases biológico-culturales de la experiencia, de procesos de mentes corporeizadas de personas que imaginan, que crean coreografías y que sueñan en contextos con graves problemáticas de género, de educación, de enormes brechas en reparto de recursos y que habitan ecosistemas con graves daños ecológicos.
¿Cómo se relacionan las preocupaciones sociales, como el rezago educativo y el cambio climático, con las preocupaciones científicas?
La razón por la que me gusta habitar esos espacios limítrofes, “contaminados”, es precisamente por la posibilidad de incidencia social en la resolución de problemas concretos que tienen. No creo en una ciencia, ni en un arte, ni mucho menos en un horizonte interpretativo humanístico, que no sean congruentes con su tiempo y que no tengan la posibilidad de resonar con lo que está ocurriendo. Me parece que la razón misma del quehacer del saber implica su uso útil para el beneficio de un mayor número de comunidades. Y que en Latinoamérica, esto es todavía más auscultable, la investigación, muchas veces financiada por el erario público, debe regresar de maneras aplicables a la ciudadanía. Por ello, considero que las prácticas del saber más necesarias son aquellas con un aire transdisciplinario, cooperativo y con espíritu de complementariedad para la resolución de problemas concretos, complejos y situados.
Yo me formé con la crítica al reduccionismo en la epistemología, donde la tendencia de los giros contemporáneos de pensamiento estaba propiciando severos cuestionamientos al cientificismo. Todos estos cuestionamientos invitaban a aplicar el conocimiento, así como a superar falsas oposiciones disciplinarias o dicotomías añejas. Así surge la transdisciplina de inspiración morineana donde podemos relacionar las preocupaciones sociales con las científicas de manera compleja, por ello se ha vuelto una consigna en este sentido, algunos la miran como una resistencia a la opresión del reduccionismo científico, y otros, como Pablo Riveros, la definen por la inclusión de partes no académicas en el proceso de producción de conocimientos. Es una noción prometedora porque aborda, comprende y busca soluciones a las situaciones materiales tan contundentes que vivimos.
Considero que ir en esta dirección, aportando metodologías con una cierta rigurosidad y sistematicidad pero con la flexibilidad de incorporar condiciones emergentes, relacionales, inciertas, posibles o imposibles, promueve nuevas formas de acercarse a la realidad, de empatizar con ella y de generar métodos de investigación que ayuden a resolver lo urgente: el rezago educativo y abandono escolar por embarazo de niñas y adolescentes; el consumismo frenético de recursos y la paralela destrucción del medio ambiente; o la falta de promoción de una cultura ética de cuidado mutuo, más allá del antropocentrismo y las pandemias.
Asimismo, esta heterogeneidad nos orienta hacia la ineludible reflexión acerca de las posibilidades de preservarnos y seguir viviendo de maneras más éticas. Pone énfasis en aprender a cultivar la subjetividad y la intersubjetividad. Repara en el engaño histórico de planes educativos donde el lugar preponderante lo tiene la objetividad y el progreso. A finales del siglo pasado, Jacques Delors, en una suerte de diálogo con las propuestas freireanas, prescribió en cuatro pilares de la educación el deber ser de la trayectoria educativa de los próximos años. Me quedo con el “aprender a ser” y el “aprender a convivir”, como señuelos necesarios para planes de estudio que consideren la interculturalidad, la subjetividad como conocimiento y salud corporal –con mayor autoconciencia corporal para conocer el propio placer, para enfrentar la violencia escolar, así como alimentarse mejor para disminuir diabetes y obesidad infantil, por ejemplo–; o la explícita promoción de la habilidad imaginativa de mundos posibles como competencia fundamental de cada escuela mexicana.
Antes que una oposición entre la ciencia y las humanidades, algunos autores hablan de un tercer tipo de conocimiento que abreva tanto del conocimiento científico como de la imaginación, las ciencias sociales y el arte. ¿Qué opinas?
Desde esa figuración que planteó Snow en 1959 en la que personas procedentes de variopintos campos establecen nuevas relaciones, que superan la inconmensurabilidad y encarnan una tercera cultura inteligible y colaborativa, se han materializado algunos elementos. Cuando la transdisciplina invita explícitamente a actores no académicos a dialogar, adoptando la forma de un “laboratorio de agencias vivas”, se está democratizando el conocimiento dando lugar a ese pluralismo epistémico que defendía León Olivé, donde las epistemologías de frontera y los múltiples puntos de contacto entre metodologías interactúan con el espacio político y público de comunidades humanas y no humanas.
La crisis ambiental y civilizatoria que estamos enfrentando requiere de estos nuevos ámbitos de acción con otras maneras de corresponsabilidad. Cuando en conjunto con Jesús Ramírez, Octavio Moctezuma, Eugenio Tisselli y Miriam Torres decidimos armar un diplomado en neurociencias, arte y cultura en la Universidad Nacional Autónoma de México, nos interesaba forjar ese tercer espacio transdisciplinario, un territorio especulativo que lidiara con la incertidumbre y que pudiera aterrizarse en teorías, objetos, imaginarios o nuevas éticas colaborativas.
En estos espacios emergentes podemos criticar el reduccionismo científico, pero también existir convencidos de la utilidad de la ciencia. La cuestión es no dejar de promover un pensamiento crítico y migrar hacia una forma de ser y estar transdisciplinaria. De la objetividad, me quedo con el desarrollo de la habilidad de la problematización y la sistematización, tan necesarias para innovar y crear. Y de la práctica artística, me quedo con el desarrollo de la habilidad subjetiva e imaginativa, con su arrebato a descolocarnos, a escapar de lo cotidiano para figurar mundos posibles donde el foco de atención se dirija a cambiar la perspectiva y poder reconocer otras sensibilidades y subjetividades.
Queremos que nuestras vidas tengan sentido, y quizá solo jugando nos percatamos de las posibilidades disruptivas y nos damos derecho a materializar aquello que transgrede las leyes. Así nació nuestro Colectivo TACO (Transdisciplina, Arte y Cognición), para propiciar espacios de confluencia que promuevan la discusión transdisciplinaria en cuanto a la experiencia sensible y estética de diversos cuerpos sintientes y actuantes. Es gracias a este tipo de investigaciones, que generan estas “terceras culturas”, que me parece posible imaginar nuevas narrativas y formas de cohabitar más justas y con mayor bienestar. ~
(Santiago de Chile, 1981) es médicacirujana y doctora en
filosofía de las ciencias cognitivas, por la UNAM. Actualmente
es investigadora en el departamento de Educación de la Universidad
Iberoamericana Ciudad de México y es parte del Colectivo TACo (Transdisciplina, Arte y Cognición), un laboratorio de prácticas
transdisciplinarias