Fernando Larraz y Diego Santos Sánchez (eds.)
Poéticas y cánones literarios bajo el franquismo
Madrid, Editorial Iberoamericana Vervuert, 2021, 328 pp.
Una literatura sana es aquella que puede presumir o, por lo menos, tener la seguridad de que cuenta con una variedad de géneros, registros, temáticas y estilos que forman un terreno rico que posibilita el nacimiento, crecimiento y convivencia de productos que sean alimenticios, sin resultar nocivos, para el número más amplio posible de personas, y no me refiero solo a individuos lectores. Es decir, que una literatura sana hace más rica la sociedad en la que se genera y, por ende, todo lo demás.
La salud de nuestro entorno literario es un tema que genera un debate amplio y continuo en muchos y variados foros. Por eso, es interesante que desde un lugar que se podría considerar como más académico –y que, sin embargo, debería trascender ese límite, como aquí sucede– se plantee la reflexión, si no de las causas que determinan la vitalidad de nuestra literatura, sí sobre los motivos de algunos de nuestros males todavía activos. El volumen colectivo Poéticas y cánones literarios bajo el franquismo, editado por Fernando Larraz y Diego Santos Sánchez aparece como un sugerente espacio para apuntar algunas carencias más o menos subsanables de las que todavía hoy adolece nuestro sector editorial.
Siempre es complicado establecer de qué manera se transmiten las herencias, sobre todo porque siempre existe la posibilidad de renunciar a ellas. Pero lo cierto es que no dejan de proliferar los estudios –desde la historiografía hasta el psicoanálisis– sobre la transmisión de las consecuencias de traumas políticos entre las generaciones. Con la memoria hemos topado. La hipótesis fundamental que subyace en la docena de trabajos que conforma el volumen es que cuarenta años de dictadura consiguieron coaccionar, forzar y determinar la literatura española “a través del control de las conciencias de autores, industrias literarias, lectores y crítica”. Tomando un concepto del estudioso y crítico Santos Sanz Villanueva, se parte de la idea de que aquella situación era una “anomalía”, que es como debería seguir siendo estudiada y que esa condición debe seguir alertándonos. El problema que señalan algunos de estos autores es que, en muchos casos, se obvió que lo que sucedía no era normal, y que, con el tiempo, tal anomalía se ha ido asimilando como algo efectivamente normal.
A muchos lectores que supuestamente ya no han crecido en un país anómalo les sigue pareciendo normal que los autores que se vieron obligados a desarrollar su trayectoria literaria en el exilio sigan siendo prácticamente desconocidos, excepto honrosas excepciones. Excepciones “honrosas” ¿para quién o porque lo estipuló quién? Para contestar a algunas preguntas como estas se pretende aportar argumentos en este libro.
Si bien es cierto que el posibilismo, una cierta resistencia interior o la propia evolución histórica e internacional hicieron que no se consolidara –o no para siempre– el modelo de literatura que pretendía imponer el “Nuevo Estado”, también lo es que el férreo control de la censura –al influjo de esta institución sobre el teatro dedica un valioso estudio Berta Muñoz Cáliz–, el incansable trabajo del en un tiempo todopoderoso Dámaso Alonso –protagonista en los trabajos de Valeria de Marco y Max Hidalgo Nácher–, o la “operación realismo” de Carlos Barral –a este respecto, se hacen aportaciones interesantes por parte de Juan José Lanz y María Teresa Navarrete–, siguen fundamentando muchos de los tópicos y conceptos que se dan por inamovibles en el sector literario actual, ya sea en el estudio académico o en una superficie menos analista. En cuarenta años de dictadura sucedieron muchas cosas y se dieron muchas corrientes, movimientos y tendencias diferentes, por lo que sería injusto ver toda esa agitación bajo el membrete de literatura del franquismo. Sí fue literatura en el franquismo, y algunos combatieron con los recursos que encontraron e inventaron. Es por ello que los editores del volumen reivindican el membrete de “literatura bajo el franquismo”. Así, pues, en un momento en que son frecuentes los discursos que cuestionan la Transición o en que en la dialéctica política se recuperan adjetivos propios de las trincheras de la Guerra Civil, es lógico que todavía podamos preguntarnos hasta qué punto y en qué medida parte de nuestra literatura sigue “bajo” la dictadura. Si somos herederos de las consecuencias de un trauma histórico, seguimos bajo el influjo de la circunstancia anómala que provocó tal trauma.
No se trata de especular con futuribles ni con distopías, pero tal vez sí es un ejercicio útil y enriquecedor plantearse si todavía es posible contar con estudios más o menos eruditos que al hacer historiografía no ignoren una parte tan importante de la literatura española como la que se desarrolló en el exilio; o con una crítica que supere el estilismo trascendental que Dámaso Alonso impuso y con el que cinceló la entrada de, por ejemplo, el estructuralismo en España; o si es factible intentar sacar alguna idea en claro de por qué los intentos más vanguardistas, minoritarios o rompedores como los de Juan Benet o Mariano Antolín Rato –en este sentido, la indagación de Domingo Ródenas de Moya es muy esclarecedora– en los setenta no llegaron a mejores puertos; o si podemos diseccionar a qué intereses respondía el ruido provocado por el boom latinoamericano y qué gusto de y por la literatura hispanoamericana dejaron en un país que se intentaba sacudir las costras restantes de la autarquía.
Con frecuencia, el realismo social se ha expuesto o estudiado como la expresión que permitió la apertura de fisuras por las que colar los gritos de protesta. Este libro también detalla, con un exhaustivo análisis de numerosos autores y autoras, cómo se iban abriendo esas grietas, desde los propagandísticos relatos de viajes –en el estudio de Geneviève Champeau– casi siempre subvencionados por el Instituto de Cultura Hispánica, evolucionando con la narrativa de viajes de Camilo José Cela y Josep Pla, que colocaba “al individuo por encima de la colectividad”, hasta llegar a la renovación del realismo de Juan Goytisolo.
En la introducción de este interesante y estimulante volumen, los autores aseguran que Goytisolo en Señas de identidad y Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás coinciden en la sensación de habitar “un país lleno de cómplices involuntarios del sistema, de colaboradores necesarios para mantenerlo y reproducirlo aun cuando su voluntad es rebelarse contra él”. Herederos de ese país, con un sector editorial activo y ufano, en el que no faltan polémicas ni aspectos a debatir, no estaría mal detenerse a pensar si en el salto a la modernidad que en algún momento dimos –o de ello nos han intentado convencer– todavía algún lastre más o menos invisible nos robó la posibilidad de llegar todavía más alto o más lejos en la integración de nuevas posibilidades. ~