México y España mantienen una relación centenaria que, a lo largo del tiempo, ha mostrado una diversidad de facetas. Son muchas las diferencias entre las dos naciones y muchos los aspectos que las emparentan, entre ellos, por supuesto, el idioma. En el ámbito literario, compartimos las obras canónicas de la literatura hispánica; tanto Cervantes y Quevedo como Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana se erigen como pilares de esta tradición, cimentada, igualmente, sobre el mismo sistema de creencias, el católico.
Los primeros religiosos que llegaron a nuestras tierras evitaron divulgar entre los indígenas las obras de ficción, para que no fueran confundidas con la palabra sagrada de los Evangelios. Pasado este momento de la historia, ambas literaturas se desarrollaron en la misma lengua y construyeron sus propios hitos. La española, inspirada en los paisajes castellanos, andaluces, gallegos; la mexicana, en las selvas, los volcanes, las costas color esmeralda. Ellos abrevaron de las leyendas celtas y mozárabes; nosotros, de la cosmovisión de los mayas y mexicas. Pero siempre hubo un intercambio cultural entre los dos países que, en las últimas décadas, gracias a la internacionalización del mercado editorial y a la inmediatez de las nuevas formas de comunicación, nos permite estar al tanto de las novedades, las noticias, las columnas de opinión y de todo lo que acontece al otro lado del océano.
A ello se suma el movimiento constante de escritores que, con la curiosidad que nos caracteriza, tomamos aviones, trenes y embarcaciones para averiguar qué se está fraguando allende los mares, qué libros se presentan, a qué encuentros vale la pena asistir. Las ferias del libro son una magnífica oportunidad para saciar esta sed. La fil de Guadalajara, en Jalisco, la más grande del mundo hispánico, reúne desde 1987 al público más numeroso del mundo en un evento de este tipo. Este 2024 el país invitado es España, por lo que, una vez más, nuestras naciones estrechan sus lazos a través de la palabra escrita.
Históricamente, numerosos autores mexicanos han viajado a España, en donde han encontrado un hogar y un amplio campo de acción en el ámbito literario, entre ellos Amado Nervo, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán y Rosario Castellanos, pero el camino no ha sido en un solo sentido, pues importantes escritores españoles han encontrado en nuestro país un refugio y un hogar.
Uno de los más célebres es José Zorrilla, quien vivió en México durante las presidencias de Ignacio Comonfort y Benito Juárez. Sin embargo, se sintió más cómodo bajo el imperio de Maximiliano, quien lo nombró director del Teatro Nacional, antecedente del Palacio de Bellas Artes. Zorrilla lamentó la muerte del emperador tras su regreso a España en su obra El drama del alma (1867), en el que arremete contra los liberales mexicanos tras su fusilamiento. Asimismo, sus Memorias del tiempo mexicano describen sus vivencias en nuestro país y su participación en la cultura nacional.
Ya en el siglo XX, la guerra civil española provocó el exilio masivo de combatientes e intelectuales republicanos, muchos de los cuales llegaron a México, en donde fueron recibidos gracias a la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas y a las gestiones de, entre otros, Alfonso Reyes, quien rememora en sus Diarios este periodo histórico. Entre los escritores que permanecieron aquí se encuentran Luis Cernuda, Concha Méndez, León Felipe y Luisa Carnés. De esta migración surgió la Casa de España en México –posteriormente, El Colegio de México–, así como escuelas como el Luis Vives o el Colegio Madrid, centro educativo al que asistió la narradora Valeria Luiselli, quien no duda en introducir en sus ficciones a escritores como Federico García Lorca, cuya presencia fantasmagórica puebla las páginas de su primera novela, Los ingrávidos (2011).
En el ámbito de la poesía contemporánea, Abril jacarandil (2023), del mexicano Josu Roldán, es un ejemplo del diálogo que se ha generado en materia literaria entre las dos naciones. Abril representa la época en que las jacarandas florecen y alfombran las calles de la Ciudad de México, así como el mes en que se instauró la Segunda República española, en 1931. El libro de Roldán es un canto que recupera la tradición de los autores de la generación del 27 y traslada sus inquietudes al presente mexicano, en particular, a su Coyoacán natal.
El escritor madrileño Sesi García, por su parte, quien ha hecho de México su hogar, dedica uno de sus ensayos a lo que llama “El subterfugio mexicano”, en el que escribe: “México, por lo menos para mí, es mucho México, y he aprendido lo sano que es olvidarme de México de vez en cuando para acordarme al rato de que existe y disfrutar de todo lo que me aporta vivir aquí […] asimismo España se me suele atragantar de vez en cuando”. Las grandes ciudades, tanto en México como en España, pueden ser abrumadoras, pero las vías de escape algunas veces son aún más vertiginosas.
Desde la perspectiva europea, nuestro país forma parte de un universo remoto que se antoja exótico, indómito, a veces con notas de misticismo y, otras, con fulgores de barbarie. El español que visita México se deja envolver por el incienso de las plazas públicas, la imponencia de sus iglesias y pirámides, el mareo producido por el tequila y el mezcal y el picor de la sal de gusano. El escándalo del mariachi o de la banda acentúa un estado febril potenciado por el delirio de los alebrijes, las catrinas y las calaveras de papel maché. Todo ello contribuye a la conformación de un escenario propicio para la aparición de lo siniestro y lo imposible. Por eso, algunos de los escritores españoles más relevantes de literatura fantástica han ambientado aquí algunas de sus narraciones, entre ellos José María Merino y Cristina Fernández Cubas.
En 1990, Merino publicó El viajero perdido, libro de relatos que incluye “Oaxacoalco”, un sitio en donde la marimba llora y en cuyos hombres se aprecian “grandes bigotes y sombreros de alas anchas, y en las mujeres faldas de colores y el cabello peinado en gruesas trenzas”. La plaza principal de aquella ciudad al “otro lado del océano”, con sus mazorcas y sus cuchillos, remite a la provincia mexicana. Su exotismo inspira en el protagonista un viaje onírico a través de un umbral fantástico. El universo realista es una casa de campo madrileña, una vida monótona llena de responsabilidades y cuentas por pagar. En su vida mexicana, una mujer le prepara tamales mientras él le compone canciones acompañado de una guitarra. Al reaparecer en España, la abulia lo envuelve hasta que, una noche, el relincho de un caballo surge como una señal de que podrá volver a Oaxacoalco. Y así lo hace. Como vemos, nuestro país se percibe como un sitio prodigioso de calles multicolores y mujeres generosas, en donde, a pesar del peligro que encarnan los bandoleros, la magia es posible: una eterna primavera en donde la vida es más exuberante, aunque, a veces, no valga nada.
A medio camino entre España y México se encuentra Jordi Soler, narrador y poeta nacido en La Portuguesa, una comunidad de exiliados catalanes situada en la selva de Veracruz, escenario de la trilogía La guerra perdida –Los rojos de ultramar (2004), La última hora del último día (2007) y La fiesta del oso (2009)–. Estas novelas recrean el choque de dos mundos que se entrelazan gracias a la labor de Narciso Bassols y Luis Rodríguez, embajadores de México en Francia, quienes entre 1939 y 1940 facilitaron la llegada de miles de republicanos que huían del franquismo. El narrador, hijo de padres catalanes, se declara mexicano: “Joan y yo éramos mexicanos y punto, habíamos nacido ahí, en la plantación de café.” Precisa que vivían una “vida mexicana y sin embargo hablábamos en catalán y comíamos fuet, butifarra, mongetes y panellets, y los 15 de septiembre […] permanecíamos encerrados en casa porque los mexicanos de Galatea y sus alrededores tenían la costumbre de celebrar esa fiesta moliendo a palos a los españoles”. Las novelas narran las vidas de los habitantes de esa localidad entre el vuelo de las avispas zapateras y los azayacates; cómo se abrieron paso en un mundo al que llegaron con una mano delante y una detrás y, a pesar de ello, terminó instaurándose “el típico esquema social latinoamericano donde blancos y morenos conviven en santa paz, siempre y cuando los morenos entiendan que los blancos mandan”, escribe.
La escritora catalana Cristina Fernández Cubas, por su parte, ha visitado nuestro país en más de una ocasión. Alguna vez, en Barcelona, me habló con emoción de un viaje en barco que hizo al lado de su esposo para cruzar el Atlántico hasta Latinoamérica, en donde residió hace décadas, en particular en Lima y Buenos Aires. Fernández Cubas ambienta su relato “Parientes pobres del diablo” (2006), incluido en el libro homónimo, en la capital mexicana. El cuento comienza una mañana plomiza en “México D.F.”, y la descripción del centro histórico es la del recién llegado que se asombra del folclor al que nosotros ya no prestamos atención pero, bien mirado, tiene un halo místico y un toque de irrealidad: “Entré en la catedral, visité el Museo del Templo Antiguo, compré jabón de coyote y ungüentos milagrosos, dejé que, a cambio de la voluntad, me tomaran la presión […] continué callejeando sin rumbo… Y de pronto lo vi. ¡El diablo!” Esta aparición es el detonante del relato, en el que la narradora se sorprende de los hombres disfrazados de demonios que exhalan humos infernales y venden ídolos e imágenes que no existen en el santoral. Nuestra urbe se convierte en el lugar idóneo para crear escenarios de extrañeza y provocar una inquietud anclada en el exotismo y el desorden de nuestro México mágico.
La escritora zaragozana Cristina Fallarás, en Honrarás a tu padre y a tu madre (2018), realiza un recorrido por su árbol genealógico y descubre sus raíces mexicanas, las cuales se remontan a Benito Juárez quien, de acuerdo con la novela, fue su tataratatarabuelo. Delfín Sánchez Juárez, nieto del Benemérito de las Américas, fue diplomático en Europa, en donde tuvo dos hijos; uno de ellos, Pablo, el abuelo de la autora, creció en un internado jesuita tras la muerte de su madre. Durante la guerra civil, al enterarse de la quema de iglesias y de la segunda expulsión de la Compañía de Jesús en España, toma las armas y se une al bando de los sublevados. Durante la contienda, presencia el fusilamiento del joven republicano Félix Fallarás, el abuelo paterno de Cristina. La novela comienza con una narradora que afirma estar buscando a sus muertos, y vaya que los encuentra, así como su “piel de bronce de herencia zapoteca”, y describe el contraste entre la familia aristocrática que le enseña a pellizcar a los sirvientes y la rama de los derrotados, los de ojos azules y carné de la ugt que hicieron magia en una cocina desconchada sin harina y sin sal para alimentar a sus familias durante la época del racionamiento.
En sentido inverso, la escritora mexicana Brenda Navarro ambienta su novela Ceniza en la boca (2022) entre Madrid, Barcelona y la capital mexicana. Una madre soltera emigra a España en busca de mejores oportunidades y deja con sus padres a su hija adolescente y a su hijo pequeño, quienes padecen su abandono hasta que la alcanzan en Madrid para descubrir que la vida no es mejor al otro lado del charco, que los llaman panchitos o indios, y que los trabajos a los que pueden acceder son temporales, mal pagados o indignos. Si bien esta no es una situación generalizada de los mexicanos en España, que migran masivamente a Estados Unidos a realizar este tipo de empleos precarios y suelen viajar a Europa por estudios o a realizar trabajos más formales –como es el caso de la autora–, también existen casos de discriminación. En 2007, yo misma viajé a España para cursar un máster en la Universidad Autónoma de Madrid. En las primeras semanas de mi estancia escuché por primera vez la palabra “guiri”. Tras percibir mi incomprensión, mi interlocutor me explicó que se refería a los turistas extranjeros. “Entonces yo soy guiri”, le dije. No, tú eres inmigrante, me contestó. Guiris son los alemanes o los ingleses.
Cada quien habla como le fue en la feria, se dice. Fuera de este incidente y algún otro del estilo –al que no le doy importancia porque imprudentes hay en todos lados–, en los más de dos años que he pasado en España no he recibido más que atenciones y cariño. De Israel y Patri, que me alimentan física y espiritualmente cada vez que paso por ahí; de Marta, que me llamaba todas las mañanas para que llegara a tiempo al trabajo; de Miguel, de mis amigos de Carabanchel, los de Vallecas. Además de todos ellos, autores como Juan Marsé y José María Merino, laureados con el premio Cervantes y el Nacional de las Letras Españolas, respectivamente, mostraron toda la generosidad posible cuando hice investigaciones sobre sus obras. De Marsé, que nos dejó en 2020, conservo una carta con su dirección y un número telefónico que nunca me atreví a marcar por temor a hacer el ridículo; quizás porque me salió lo “panchita”. Merino, a quien conocí con un poco más de experiencia, prologó uno de mis libros –Las ondulaciones del mar–, me presentó otro, me abrió las puertas de su casa y me ha invitado a departir con él en mis últimas visitas a España. La amabilidad que han mostrado minimiza y elimina cualquier desaire cometido por sus compatriotas.
Por estas curiosidades mutuas, por estos recibimientos cariñosos y exaltados –tal vez inmerecidos– seguimos cruzando los mares y llenando páginas con nuestros descubrimientos de lo que es desconocido y tiene, al mismo tiempo, un sabor familiar. Libros como Variaciones sobre tema mexicano, de Luis Cernuda, o La emperatriz de Lavapiés, de Jorge F. Hernández, son parte de un intercambio cultural y vivencial que nos recuerda que, en el fondo, nos mueve la misma curiosidad por lo novedoso y un amor común por la buena literatura. ~
es escritora e investigadora. Doctora en letras por
la UNAM, en donde imparte clases de literatura, e investigadora posdoctoral en El Colegio de México. Su más reciente libro de cuentos es Los desterrados (FCE, 2023).