Un Caruso espontáneo, mínimo y anónimo

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En las afueras de Heidelberg y en medio de un bosque denso y ¿cómo decirlo?… ¡alemán!, la megalomanía de los nazis alzó un anfiteatro de una acústica perfecta. El lugar se llama Thingstätte, un arcaísmo que designa aquel sitio donde el pueblo se reunía con sus jueces para deliberar en consejo abierto. Sólo que esta Thingstätte no fue construida por los viejos germanos sino por los nuevos arios, pretendiendo así un monumento que homologase su imperio milenario —el cual duró exactamente doce años, menos mal— con la Roma y la Hélade clásicas. No obstante, y por razones que ignoro, este anfiteatro no llegó a cumplir su función: la de ser escenario donde soltase sus peroratas el pintor de brocha gorda. Y luego de la guerra las autoridades lo mantuvieron como algo medio clandestino, hasta vergonzante, a pesar de sus espléndidas condiciones objetivas para ofrecer conciertos al aire libre.
     Por fin, alguien resolvió sacar del anonimato ese recinto fabuloso: el pecado original puede lavarse, juzgaron los ediles de Heidelberg, a condición de que "allí" sólo se celebren actos culturales. Y una de las primeras actuaciones que tuvieron lugar "allí", el 5 de julio de 1987, fue la Antología de la Zarzuela, en la que intervino Plácido Domingo, el tenor que con su voz puede vender desde la partitura más arriesgada de Verdi (Otelo) hasta máquinas lavarropas. Y la zarzuela supo venderla muy bien entre los casi nueve mil espectadores que abarrotaban el anfiteatro.
     Considerándolo desde un punto de vista histórico, creo que es la primera vez que un espectáculo de zarzuela, en los cuatro siglos de existencia del género, ha tenido un público tan numeroso. Un público, además, entusiasta, que oyó pasar revista desde El barberillo de Lavapiés hasta La Dolores, pasando por La Gran Vía, en selección bien heteróclita, a fe mía. Por otra parte, el tiempo acompañaba: una de esas tardes venturosas del estío alemán, con un sol de a deveras, que dicen los mexicanos.
     Como debe ser, la guinda del pastel llegó al final. El sol ya se había puesto detrás del bosque: había luz, muchísima todavía, y los miles de espectadores no se cansaban de pedir bises, ni los músicos de concedérselos. Y allí, a la tarde que caía, mientras una brisa suave peinaba las copas de los árboles que rodean el anfiteatro, se enfrentaron en condiciones desiguales dos fuerzas de la Naturaleza.
     El último bis (se notaba que era el último) estuvo a cargo de Plácido Domingo, quien se arrancó con la romanza de Leandro de La tabernera del puerto: "No, no puede ser, esta mujer es buena…", y todo lo que sigue. Y resulta que un pájaro —seguramente un lugano, tan hábil en la imitación— vino a posarse sobre una rama al lado mismo del escenario y decidió cantar a dúo con el tenor español.
     Al público, palabra de honor, se le cortó el aliento. En ese ambiente denso de sol y de calina, de luz filtrada por el inmenso bosque, transido de la música de Sorozábal, el tenor y el pájaro se trenzaron en un desafío que, no necesitaría decirlo, ganó de lejos el pájaro. Era algo increíblemente hermoso escuchar la voz de Domingo coronando un esfuerzo vocal de primerísima categoría, y sentir en el mínimo silencio inmediato cómo el luganito seguía trinando y trinando, sube que te sube por la escala, al parecer sin ningún esfuerzo… y sin ningún complejo.
     La ovación, al terminar, fue inenarrable. El mismo Domingo (nobleza obliga) se volteó hacia el árbol para aplaudir al auténtico protagonista del último bis. Víctor Canicio, el escritor catalán con quien acudí al concierto, me comentó: "¿Te das cuenta de lo que pueden doscientos gramos contra cinco mil vatios?" Y sí, me di cuenta entonces y me doy cuenta cada vez que vuelvo a escuchar la grabación… ¿o es que se creen ustedes que un periodista equipado de magnetófono iba a perderse la ocasión de registrar semejante maravilla? ~

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