Tengo un recuerdo tímido de mi infancia, relacionado con los libros. Tenía ocho años y una tarde mi mamá nos dijo a mis dos hermanos mayores y a mí que iríamos a comprar un libro para leerlo en las vacaciones. Vengo de una familia en la que predominaban las artes plásticas y escénicas. Después de la escuela y los fines de semana, me la pasaba en clases de música, actuación, pintura, dibujo y baile. Con todas estas actividades, el tiempo para la lectura era poco, pero sí teníamos una biblioteca y en esta había un gran librero ocupado, en su mayoría, por libros de consulta en los que tenía que investigar los orígenes de todo lo que quisiera comenzar a hacer o practicar. Comprar un libro que no fuera de consulta no era una actividad común para mí.
Al llegar a la librería, mis padres nos dejaron solos para que recorriéramos los pasillos e hiciéramos nuestra elección. Cabe señalar que aún no existían las secciones especializadas en literatura infantil y juvenil, como las que tienen ahora muchas librerías. El libro que escogí fue Canasta de cuentos mexicanos, de B. Traven. Recuerdo que solo lo tomé porque el título llevaba las palabras “cuentos” y “canasta”. Mi hermano de catorce años escogió un libro de cuentos de Edgar Allan Poe y mi hermano de dieciséis, uno de arquitectura.
En los últimos cuarenta años, el mundo de los libros para niños y jóvenes ha crecido copiosamente, gracias a que la industria editorial le ha dado un lugar importante a este público y hay cada vez más editoriales especializadas en este tipo de libros y muchas otras han abierto sellos o colecciones que se dirigen a este mercado. Sin embargo, la literatura infantil y juvenil tardó mucho tiempo en llegar a este punto. Dos de las principales razones son la demora en reconocer al niño como parte de la sociedad y una lenta transición para aceptarlo como un ser que tiene características y necesidades diferentes a las de los adultos.
Relatos de la infancia
Antes de 1900, la incorporación de los niños a la sociedad estuvo ligada, principalmente, con la educación, la cual fue regida durante siglos por la religión. El objetivo de la enseñanza era distinguir el bien y el mal, por eso, los libros buscaban construir un pensamiento moral. En la época medieval, las fábulas de Esopo fueron una fuente importante para la educación no solo de los adultos, sino también de los niños, pues a partir de su lenguaje figurativo muchas personas podían emprender reflexiones y cobrar conciencia de lo bueno y lo malo.
La invención de la imprenta y el desarrollo de nuevas clases sociales incrementaron la alfabetización de la población, lo que permitió que se produjeran más libros, entre ellos varios dirigidos a la infancia. En un principio, estos eran de instrucción –manuales de educación con los cuales se enseñaba el alfabeto, la gramática del latín, las sílabas y las oraciones– y de cortesía –manuales que enseñaban los modales y costumbres de una sociedad educada–. De manera paulatina, los contenidos se fueron transformando y se comenzaron a escribir historias dirigidas a los niños, pero aún tenían un contenido primordialmente moralizante.
Por otro lado, algunos filósofos comenzaban a reflexionar sobre la infancia y sus características. En 1693, John Locke publicó Pensamientos sobre la educación, libro en el que planteó que el niño es una tabula rasa y que el conocimiento se adquiere a través de la enseñanza-aprendizaje, aunque también se puede instruir mediante el entretenimiento. Con base en la filosofía de Locke, se escribieron varios libros para niños y su producción aumentó, pero todavía no lograba consolidarse un mercado importante por la poca remuneración obtenida.
En el siglo XVIII, gracias al editor inglés John Newbery, el mercado de los libros infantiles se hizo rentable. Newbery, con su experiencia como comerciante y editor de libros para adultos, vio en este público una gran oportunidad de negocio, e incluso él mismo escribió algunas de sus publicaciones, como A little pretty pocket-book, un libro para instruir y disciplinar a los niños deleitándolos, pero dejando en claro que las pasiones y los temperamentos debían subordinarse a la razón. Se dice que Newbery fue el primer editor que publicó libros de entretenimiento para los lectores más pequeños, aunque la mayoría seguían teniendo propósitos didácticos.
Con el Romanticismo inglés cambió la idea del niño. William Blake escribió Canciones de inocencia y de experiencia, veintitrés poemas con los cuales, en palabras de Geoffrey Keynes, su biógrafo y editor, “conocemos que la imaginación de un niño no tiene complicaciones y es capaz de comprender el mundo sin los obstáculos del razonamiento y la experiencia sofisticada [que puede exigir el adulto]”.
((Humphrey Carpenter y Mari Prichard, The Oxford companion to children’s literature, Oxford, Oxford University Press, 1999, p. 490.
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Desde las Canciones de inocencia y de experiencia hasta la contemplación poética de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, la idea de la inocencia infantil no se puede separar de las reacciones de los románticos al pensamiento racionalista. En la literatura infantil de la época romántica, la imaginación es de gran importancia, pues gracias a ella se construyen otros mundos fuera de las limitaciones de la realidad.
A partir de esa idea romántica de la inocencia, la literatura infantil dio un giro. En la época victoriana, las obras para niños partieron de ella y, además, la consideraron una fuente de energía emocional. Por otra parte, algunas historias dirigidas a este público tuvieron diferentes capas de fantasía que revelaron la manera en que la sociedad quería ver a los niños, pero también se crearon obras en las cuales se exponía la realidad que vivían y otras tantas hicieron patente una crítica social en un reclamo por mejorar sus condiciones de vida.
El concepto de la infancia que se desarrolló en el siglo XIX tuvo un impacto tan importante en la literatura infantil que aún sigue repercutiendo en nuestros días. A mediados de ese siglo comenzó la época de oro de la literatura infantil, no tanto por el aumento en su producción, sino por la manera tan diferente de escribir libros para niños. Instruir y moralizar quedaron en segundo plano. Obras, ahora clásicas, como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; Pinocho, de Carlo Collodi; El mago de Oz, de L. Frank Baum, y las historias de Beatrix Potter, como El conejo Pedro, o Peter Pan, una obra de teatro que después se adaptó como novela, de James Matthew Barrie, son parte de esa época tan importante en que la literatura infantil tomó en cuenta la inocencia e imaginación de sus lectores y buscó significados no solo en la vida real, sino también en la fantasía. Además, la lectura se volvió una actividad placentera de entretenimiento y dejó de ser solamente un medio para educar.
La infancia es una etapa en la que el niño conoce el mundo, pero su inocencia e ignorancia lo vuelven vulnerable a cierta manipulación literaria. Peter Hunt, crítico literario inglés especializado en literatura infantil y juvenil, dice que “todos los libros son, finalmente, producidos y regulados por su audiencia (aun cuando esa audiencia puede ser manipulada y, hasta cierto punto, creada)”.
((Peter Hunt, Children’s literature, Oxford, Blackwell Publishers, 2001, p. 8
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Con estas líneas comienza su libro Literatura infantil, en el cual no solo hace un recuento de los autores más representativos, sino que reflexiona sobre los cambios sociales y culturales que han influido en el transcurso de su historia. En su introducción, aborda la controversial idea de que la literatura infantil es, en parte, control y, por lo tanto, ese proceso de manipulación es más visible en ella. Al estar los niños en una etapa en la que ensayan sus primeros acercamientos al mundo y tienen poca o nula experiencia en la manera de enfrentar las situaciones que viven, los adultos, tal vez con la intención de protegerlos o guiarlos, algunas veces los subestimamos y caemos en intentos de manipulación. Sin embargo, los niños y jóvenes son cada vez más perceptivos de esto y lo rechazan, reclamando una literatura que, en palabras de Ana Garralón, “sea un espacio de liberación y hasta de subversión”.
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Ana Garralón, “El jardín secreto”, en Letras Libres, 180, diciembre de 2013, p. 18.
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Si el desarrollo del concepto de la infancia tardó diecinueve siglos para producir una literatura que conectara con ellos y tomara en cuenta aspectos como su inocencia e imaginación, el concepto de la juventud tuvo una evolución más lenta y el surgimiento de una literatura para ellos tardó mucho más.
Juventud, divino tesoro
La juventud es el camino para ser adulto, una etapa de trayectorias y transiciones, tal y como lo menciona Enrique Gil Calvo en su ensayo “La rueda de la fortuna. Una lectura de la temporalidad juvenil”. Ahí señala que la trayectoria de un joven es el itinerario completo que “traza desde que abandona su infancia y termina en su muerte, de la que renace en forma de adulto”,
((Enrique Gil Calvo, “La rueda de la fortuna. Una lectura de la temporalidad juvenil”, en Las lecturas de los jóvenes. Un nuevo lector para un nuevo siglo, Barcelona, Anthropos, 2010, p. 13.
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mientras que las transiciones son las fases de esa trayectoria: escolaridad, búsqueda de empleo, inicio de una carrera laboral, noviazgo, emparejamiento y formación de una familia (conquista definitiva de la posición adulta). Sin embargo, las transiciones de los jóvenes del siglo XXI distan mucho de ser las mismas que las de los jóvenes del siglo pasado.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la juventud estaba predeterminada por las clases sociales (burgueses y trabajadores). Si un joven nacía en una familia burguesa, tenía la posibilidad de estudiar; de lo contrario, sería parte de la mano de obra desde una edad temprana. Después de la guerra, la economía creció, los salarios y las clases se diversificaron y más jóvenes pudieron acceder a la educación, lo que les dio la oportunidad de crecer económicamente e internarse en una cultura del ocio.
Con la globalización, hay una nueva división de las clases sociales, se crean trabajos temporales y nace una atmósfera de oportunismo. Debido a esto, las trayectorias de los jóvenes cambian de manera constante. El objetivo de la adultez es tan diverso e incierto que esas transiciones comienzan a volverse inagotables y “ahora las trayectorias juveniles solo sirven a sí mismas. No programan el futuro adulto sino el presente juvenil. No son funcionales (aunque tampoco necesariamente disfuncionales) para adquirir los futuros estatus adultos sino para ocupar los presentes estatus juveniles. […] [Los jóvenes] prefieren continuar siendo jóvenes a cualquier precio”.
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Ibid., p. 23.
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Sin embargo, esta postergación hace que las transiciones de muchos jóvenes sean “círculos virtuosos de autocontemplación narcisista […] y círculos viciosos de contraproducentes efectos perversos, […] en los que destacan, además de las consabidas epidemias de violencia y autodestrucción, otros defectos menos señalados como la caída de la nupcialidad y la fecundidad, la deserción de lo público y el déficit de la participación cívica”.
((Ibid., p. 24.
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Ahora, la juventud es un periodo en el que el ser humano se emancipa de la familia, toma sus propias decisiones, escoge lo que le gusta hacer y así encuentra el sentido de la vida. Tomando en cuenta las múltiples transiciones de los jóvenes de hoy en día, la literatura juvenil se está diversificando de una manera tal que nos impide ver el panorama completo.
La historia de la literatura juvenil no se puede separar de los cambios que han tenido las trayectorias y transiciones de los jóvenes. Algunas de las primeras lecturas adoptadas por los jóvenes eran protagonizadas por personajes cuyas trayectorias los llevaban a vivir aventuras que los incorporarían a la adultez, como Mujercitas, de Louisa May Alcott; Grandes esperanzas, de Charles Dickens; Jane Eyre, de Charlotte Brontë, por mencionar algunas. Pero en una época de acelerados cambios socioculturales las transiciones de los jóvenes ya no son las mismas y, por lo tanto, aunque siguen disfrutando estas lecturas, también han buscado otras que reflejen sus intereses y preocupaciones de una manera más cercana a lo que viven en la realidad.
En 1967 se publicó en Estados Unidos la novela The outsiders, de S. E. Hinton, con la que surgió el término young adult literature (ya), que se refiere a novelas de ficción realista, es decir, historias que le pudieron pasar a alguien en un escenario real, en la época contemporánea. Fue un libro controversial por abordar, desde la mirada de los jóvenes, temas como la violencia, el alcoholismo, el tabaquismo y las agresiones dentro del núcleo familiar. Esta literatura se dirige a jóvenes de entre catorce y dieciocho años, quienes se sienten atraídos por ella porque aborda situaciones que viven ellos mismos o quienes los rodean. Con este tipo de literatura inició una nueva forma de identificación con los jóvenes y en los años setenta hubo un boom de escritores de ya.
Las posibilidades de la literatura juvenil aumentaron en los años ochenta. El género narrativo fue acompañado por la poesía, los cómics, las novelas gráficas. Los géneros literarios se han transformado y ramificado en respuesta al reclamo de los jóvenes por tener más opciones de lectura. En los años noventa, el género del terror y los clásicos se volvieron populares.
A finales del siglo XX y principios del XXI, el mercado de libros juveniles se llenó de sagas y distopías como Harry Potter, de J. K. Rowling; La materia oscura, de Philip Pullman; Memorias de Idhún, de Laura Gallego; Divergente, de Veronica Roth; Los juegos del hambre, de Suzanne Collins. Era evidente un interés ávido por ese tipo de literatura y las editoriales crearon una oferta masiva con esos temas. En la segunda década del siglo surgieron libros alrededor del género y la inclusión, el cómic y la novela gráfica se hicieron más fuertes, y diversos temas que interesan y preocupan a los jóvenes se están abordando en este sector de la industria editorial que se sigue fortaleciendo cada día.
Actualmente, los intereses de los jóvenes cambian rápido, como resultado de los movimientos sociales y culturales en los que participan. La industria editorial tiene la responsabilidad de observar esos intereses, no solo para satisfacerlos, sino también para orientar a los jóvenes en el camino hacia la adultez, sea cual sea el que ellos escojan, para contribuir a que su paso por la adolescencia sea lo menos confuso posible o, simplemente, para acompañarlos en esa etapa de su vida. Ahora bien, debería hacerlo sin miras a manipularlos y respetándolos. Los jóvenes son rebeldes y si perciben que quieren ser controlados, lo manifestarán, y pueden hacerlo alejándose de aquello que los quiere dominar.
En este sentido, “la literatura no debe sucumbir ante las ideas que emanan de los criterios tecnócratas de los ‘mercados’, ni ante la pujanza y la competencia de los modernos medios de comunicación que tienen en la imagen su principal poder de fascinación”.
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Pedro C. Cerrillo, “El placer de leer”, El lector literario, Ciudad de México, FCE, 2016 (Espacios para la Lectura), p. 198.
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Los jóvenes se sienten cautivados por una literatura que plasma sus intereses, las situaciones con las que se pueden enfrentar, aventuras o experiencias que pueden vivir en otros mundos, pero siempre acordes con la sociedad en la que viven y por la que muchas veces luchan. Un lenguaje que no solo apele a lo que conocen, sino que los rete, también es una manera de seducirlos. Lo peor que podríamos hacer es ser condescendientes con ellos. Sin embargo, vemos que, lamentablemente, algunas veces se cae en esto al ofrecerles libros con una calidad literaria cuestionable o que tratan los temas que les atañen de una manera blanda o burda. Así, se producen libros cuyo propósito principal son las ventas, sin darle la importancia debida a la intención de conducir al lector a reflexiones significativas para su vida, de desarrollar en él un pensamiento crítico o, ¿por qué no?, de brindarle puro divertimento, pero que este sea hasta cierto punto provocador.
De vuelta al País de Nunca Jamás
La literatura infantil y juvenil ha crecido de una manera abrumadora en los últimos años y se están creando obras cada vez más íntimas, más cercanas a ese perfil de lectores. Esta literatura es uno de los mayores retos de la industria editorial, tanto en términos de creación como de comercialización para lograr ponerla en las manos de los lectores. Es un espacio que despierta cada vez más interés por parte de autores que buscan iniciarse y consolidarse en la escritura para esos públicos. Jaime Alfonso Sandoval, Martha Riva Palacio Obón, Neil Gaiman, Antonio Malpica, Laura Gallego, Cornelia Funke, Alberto Chimal, Raquel Castro, Philip Pullman, Verónica Murguía, José Luis Zárate son solo algunos de los autores reconocidos y queridos por los jóvenes. Hay muchos autores que antes escribían para adultos y, por curiosidad o reto, comenzaron a escribir para niños o jóvenes. Algunos han tenido éxito, pero para otros ha sido una experiencia pasajera, quizás un fracaso lleno de aprendizajes. Han surgido editoriales especializadas como Libros del Zorro Rojo, sellos como Nube de Tinta (PRH) y colecciones como A Través del Espejo (FCE) y Gran Angular (SM), todos dirigidos de manera exclusiva a esta audiencia. Incluso se han fundado librerías donde únicamente se encuentran libros para niños y jóvenes como Navegantes (México), El Dragón Lector (España), Giannino Stoppani (Italia), Books of Wonder (Estados Unidos), Gosh! (Inglaterra). Por otra parte, la competencia en la producción de novedades es tan abrumadora que, si uno deja de ir por algunos meses a una librería, se perderá varias de ellas.
Si esa tarde de mi infancia, cuando fuimos a comprar un libro para las vacaciones, hubiera ocurrido en esta época, mis hermanos y yo tal vez habríamos salido de esa librería con otros libros. Quizá yo habría escogido una antología de cuentos para niños “no tan niños”; mi hermano, que optó por Edgar Allan Poe, tal vez ahora también lo habría hecho, pero en una edición ilustrada, y mi hermano mayor a lo mejor habría seleccionado una novela gráfica cuyas imágenes lo hubieran dejado maravillado. Lo más probable es que estos libros los habríamos elegido en el inmenso mar de la sección Literatura Infantil y Juvenil; un mar a cuyas aguas, si los libros coexisten de manera honesta con los lectores, se desea regresar para zambullirse de nuevo, aunque también exista el riesgo de encontrarse con un mar abierto y agitado que puede ahuyentar a los jóvenes o ahogarlos en esas oscuras profundidades donde se encuentran los libros condescendientes.
Continuemos escribiendo la historia de una literatura infantil y juvenil en la que lo más importante sea aceptar que los niños y jóvenes tienen intereses y características diferentes a las de los adultos, y en la que, recordando las palabras de Pedro Cerrillo, “los libros [los ayuden] a captar el significado de las cosas, a comprender el mundo y dar sentido a la vida”. ~
((Ibid., p. 201.
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