Kurt Eisner, Gustav Landauer y Adolf Hitler

Antes de que Múnich se convirtiera en la capital del movimiento nacionalsocialista, ya se había convertido en la capital del antisemitismo en Alemania. ¿Cuál fue el motivo para que la ciudad que había tenido el primer jefe de Estado judío de la historia alemana acabara incubando una ideología genocida?
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El 26 de febrero de 1919 marcó un momento único en la historia de Alemania y sus judíos. En ese frío día de invierno, una multitud de cien mil personas se reunió en el cementerio Ostfriedhof de Múnich para despedirse del primer ministro bávaro Kurt Eisner, el primer jefe de Estado judío de la historia alemana. Eisner había derrocado a la dinastía Wittelsbach, que había reinado en Baviera durante siete siglos. Él y su gobierno socialista gobernaron Baviera durante tres meses hasta que fue asesinado por un extremista de derechas. Otro judío alemán, Gustav Landauer, que ocuparía un puesto de poder en una de las dos efímeras repúblicas establecidas en Múnich en abril de 1919, hizo el panegírico de su amigo Eisner. Ambos habían roto hacía tiempo con la religión judía de sus antepasados y, sin embargo, se identificaban con los valores de la tradición judía tal y como ellos la definían. De pie ante el féretro de su amigo asesinado, Landauer dijo a la multitud: “Kurt Eisner el judío fue un profeta porque simpatizaba con los pobres y los oprimidos y vio la oportunidad, y la necesidad, de acabar con la pobreza y la subyugación.”

Kurt Eisner el judío. Normalmente, solo sus enemigos le restregaban su origen judío. Entre los papeles de su legado hay un enorme archivo de cartas con crudos insultos antisemitas. Landauer, al igual que otros revolucionarios, también se convirtió en blanco de ataques antisemitas, y fue horriblemente asesinado cuando las fuerzas paramilitares pusieron fin al experimento socialista en los primeros días de mayo de 1919.

El primer político judío a la cabeza de un Estado alemán se convirtió en blanco de todo tipo de prejuicios antisemitas: para muchos forasteros, este socialdemócrata residente en Großhadern, un suburbio pequeñoburgués de Múnich, era considerado al mismo tiempo un Rothschild prusiano y un Trotski bávaro. Era un ciudadano bávaro que creció en Berlín, pero sus adversarios lo tachaban de ser de Galitzia o, por si fuera poco, de ser de Galitzia Oriental. Era un periodista reconocido, pero lo describían como un bohemio indigente. A esta mezcla se le añadía cualquier rumor que se quisiera difundir, y esto no solo contra Eisner, sino contra los judíos en general. En esta línea, el profesor de secundaria Josef Hofmiller anotó en su diario que Eisner tenía “un rasgo propio de su raza, la capacidad de no sentirse ofendido por ningún tipo de rechazo, sino más bien, si ha sido escoltado fuera por la puerta principal, de volver a meter la cabeza por la puerta de atrás”.

Uno de los hallazgos archivísticos más deprimentes en relación con la revolución de Múnich es un legajo de dos gruesas carpetas con cientos de cartas de odio antisemita contra Eisner, que contienen frecuentes incitaciones a la violencia. Incluyen una postal dirigida a la “Residencia Hebrea” y una carta al “Rey de los Judíos” en la que se dice: “¡Contrólate o esfúmate y vete al país al que perteneces, a Palestina! Las amplias masas del pueblo alemán te erradicarán, ¡es algo que puede lograr una sola persona!” Un miembro de la “Asociación para la Autoayuda” escribe: “Usted no es alemán, sino un extranjero tolerado.” Y un escritor que se autodenomina socialdemócrata despotrica: “exigimos una Asamblea Nacional y no una vulgar dictadura de la banda judía… La banda judía ya se ha llevado una gran parte del dinero robado al extranjero, y las familias viven esplendorosa y alegremente en Suiza…”. Las cartas están repletas de expresiones como “cerdo judío”, “sucio judío” y “judío escoria incircuncisa”. A Eisner le llaman “sucio judío polaco schnorrer (mendigo en yiddish)” y “judío ruso embaucador”.

El sentido de las cartas es que Eisner es “después de todo, un judío, no un alemán”. O como lo formula otro escritor de cartas: “Tu patria no es nuestro Reich alemán; más bien está en Polonia, Galitzia o Palestina, de donde proceden y a donde también pertenecen los sucios judíos.” Unas veces se le llama Koschinsky, otras Kosmanowski y otras “Salomon Kruschnovsky, judío de Galitzia”. Una postal contiene una foto de Eisner con los ojos perforados.

Durante los aproximadamente tres meses que Eisner estuvo en el cargo, el tono de estas cartas se hizo cada vez más incendiario, y las amenazas que contenían se dirigían cada vez más no solo a Eisner sino a los “compañeros de su raza”. Los remitentes, algunos anónimos y otros firmados, exigían que “ahora hay que cazar a judíos como este” o una “muerte rápida para estos verdugos del cristianismo”. Los judíos no eran apropiados como jefes de Estado, decían las cartas, eran simplemente extranjeros tolerados y debían ser enviados a Palestina, o simplemente decían que “un judío de Galitzia no debe gobernar sobre los alemanes.” El autor de la carta hizo saber a Eisner que sería “fusilado a la primera oportunidad” si no renunciaba a su cargo en el plazo de cuatro días. Ni siquiera consideró necesario enviar su carta de forma anónima. Otro contemporáneo que escribe desde Zúrich, refiriéndose a los pogromos que asuelan Europa del Este, dice que las políticas de Eisner y los miembros de su tribu fueron las responsables de la muerte de judíos en Polonia y que si “muchos inocentes también sufrieran daños en el Reich alemán, tendríamos que agradecérselo principalmente a los miembros de su raza”. Un observador que se describe a sí mismo como una persona con talento artístico dibuja la imagen de Eisner en un cartel de “Se busca” hecho por él mismo con una recompensa por su cabeza. Otro enumera un catálogo de abusos para repetir el mantra de que “los judíos” son los responsables.

Incluso después del asesinato de Eisner, las diatribas de odio no disminuyeron. Un día después del asesinato, Josef Hofmiller anotó en su diario: “El propio comportamiento de Eisner provocó su violenta eliminación.” Sus alumnos reaccionaron a la muerte de Eisner con vítores. Y en su obituario, el periódico Kreuzzeitung caracterizó al primer ministro bávaro como “uno de los representantes más desagradables de la judería que ha desempeñado un papel tan característico en la historia de los últimos meses”.

En uno de los primeros intentos de relato histórico de la revolución y la República de Múnich en el conservador Süddeutsche Monatshefte, el economista Paul Busching, profesor de construcción de viviendas en la Technische Hochschule de Múnich, recuerda constantemente el judaísmo de Eisner y sus compañeros:

El pequeño periodista judío, que nunca había sido tomado en serio en su propio partido, se nombró a sí mismo –con el aplauso unánime de los trabajadores, incluidos los elevados inmediatamente a la categoría de “trabajadores intelectuales”– primer ministro de un antiguo e importante Estado alemán y asumió su peligroso cargo, acompañado al principio solo por algunos literatos judíos de Berlín.

No era de extrañar que fueran “los judíos rusos del Wittelsbacher Palais” los que desempeñaran un papel decisivo en los acontecimientos que vendrían a continuación “con encendidos llamamientos incitando al pueblo”. Eran ellos los que cegaban al pueblo: “Ciertamente, bajo la influencia judía los intelectuales concluyeron su pacto especial con la República del Consejo y se convirtieron alegremente en proletarios por el momento.”

Incluso entre los propios judíos alemanes, el origen judío de muchos revolucionarios era un tema muy debatido. La mayoría de los judíos de Baviera se oponía abiertamente a la revolución o intuían que, al final, serían ellos quienes pagarían el precio de los actos de Eisner, Landauer y demás. El filósofo Martin Buber, amigo íntimo de Landauer y admirador de Eisner, visitó Múnich invitado por Landauer en febrero de 1919. Abandonó la ciudad el día en que Eisner fue asesinado y resumió las impresiones de su visita de la siguiente manera: “En cuanto a Eisner, estar con él era asomarse a las atormentadas pasiones de su dividida alma judía; la némesis brillaba en su reluciente superficie; era un hombre marcado. Landauer, a fuerza del mayor esfuerzo espiritual, mantenía su fe en él y lo protegía: un escudero terriblemente conmovedor en su abnegación. Todo, una tragedia judía indescriptible.”

Poco antes, el 2 de diciembre de 1918, Landauer seguía instando a Buber a escribir sobre estos mismos aspectos: “Querido Buber: Un tema muy bueno, la revolución y los judíos. Asegúrese de tratar el papel principal que los judíos han desempeñado en la agitación.” Hasta hoy, el deseo de Landauer no se ha cumplido.

Aunque la relación entre los judíos y la revolución bávara ha sido abordada una y otra vez, al final siempre queda relegada y convertida en una nota a pie de página de la historia. Incluso en la avalancha de nuevas publicaciones ocasionada por el centenario de la revolución, los historiadores y periodistas se muestran reticentes a señalar que los actores más destacados de la revolución y de las dos Repúblicas del Consejo eran de ascendencia judía. Las biografías de los principales actores hacen hincapié en que sus súbditos dejaron de considerarse judíos.

La razón de esta reticencia es obvia. Por regla general, uno patina sobre hielo cuando investiga sobre los judíos y su participación en el socialismo, el comunismo y los movimientos revolucionarios. El hielo se vuelve muy resbaladizo cuando se trata de un asunto que, tan poco después de los acontecimientos de la revolución, se convirtió en el laboratorio de Adolf Hitler y su movimiento nacionalsocialista. Al fin y al cabo, fueron principalmente los antisemitas quienes destacaron el protagonismo de los judíos en esta revolución para justificar su comportamiento antijudío. En Mein Kampf, el propio Hitler titula el capítulo sobre el periodo en el que estuvo activo en Múnich después de noviembre de 1918 “Comienzo de mi actividad política”. En él traza una línea directa entre lo que llama “el dominio de los judíos” y su despertar político.

En los círculos conservadores, el vínculo entre judíos e izquierdistas sirvió, si no como justificación, sí en muchos casos como marco explicativo del antisemitismo. Así, Golo Mann, hijo del escritor Thomas Mann y testigo de los acontecimientos revolucionarios de la ciudad cuando era estudiante de secundaria, se refirió explícitamente al episodio de Múnich:

No fue la judería, que no existe, sino personas concretas de origen judío quienes, con sus experimentos revolucionarios en la política centroeuropea, han cargado con graves culpas. Por ejemplo, en la primavera de 1919, en Múnich, hubo un intento incuestionable de crear un régimen de consejos por parte de los judíos, y eso fue, en efecto, una travesura criminal y horrible que no podía acabar bien, ni acabó bien.

Entre los revolucionarios había ciertamente “seres humanos nobles” como Gustav Landauer, concluyó Golo Mann. “Sin embargo, como historiadores no podemos ignorar el impacto radical-revolucionario de la judería con un gesto de repudio. Tuvo graves consecuencias, alimentó la visión según la cual la judería era revolucionaria, insurreccional y subversiva en su totalidad o de forma abrumadora.”

El historiador Friedrich Meinecke, en su libro La catástrofe alemana, formuló la misma impresión de forma aún más aguda inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: “Muchos judíos se encontraban entre los que se llevaron a la boca el cáliz del poder oportunista con demasiada rapidez y avidez. Ahora aparecían ante todos los antisemitas como los beneficiarios de la derrota y la revolución alemanas.”

Para muchos testigos contemporáneos, así como para posteriores intérpretes de estos acontecimientos, existía una clara causalidad: la llamativa prominencia de los revolucionarios judíos (la mayoría de los cuales, además, no eran de Baviera) provocó una reacción que creó un espacio para la agitación antisemita a un nivel sin precedentes. Es un vínculo que también encontraron los contemporáneos judíos, al igual que los antisemitas. En 1933, incluso los revolucionarios se refirieron a esta conexión, aunque desde otra perspectiva: el “día en que quemaron mis libros en Alemania”, escribió Ernst Toller en el prefacio de su autobiografía Eine Jugend in Deutschland: “Antes de que la debacle actual en Alemania pueda entenderse adecuadamente, primero hay que saber algo de aquellos sucesos de 1918 y 1919 que he registrado aquí.”

Los historiadores coinciden en que no tenemos constancia de opiniones antisemitas o anticomunistas de Hitler antes de 1919. Pero las opiniones divergen sobre si pasó por una fase inicialmente socialista en la primera mitad de 1919 o si fue rechazado por otro partido, si ya estaba interesado en la política o si seguía siendo apolítico. Anton Joachimsthaler fue uno de los primeros historiadores en llamar la atención sobre la importancia de esta fase para la formación de la visión del mundo de Hitler. Afirmó categóricamente: “¡La clave de la entrada de Hitler en la política se encuentra en este periodo de tiempo en Múnich, no en Viena! La revolución y el reinado de los consejos que la siguieron, acontecimientos que conmocionaron profundamente a la ciudad de Múnich y a sus habitantes, 
desencadenaron el odio de Hitler hacia todo lo extranjero e internacional, así como hacia el bolchevismo.” Según la opinión del historiador Andreas Wirsching, el clima especial de Baviera en el verano de 1919 proporcionó a Hitler un escenario para ensayar un nuevo papel en su búsqueda de la autenticidad:

Lo que aprendió de memoria, amplificó e intensificó demagógicamente, y lo que también acabó creyendo, no era inicialmente más que el tipo de propaganda völkisch-nacionalista, antibolchevique y antisemita que era omnipresente en Baviera y su ejército… Lo que transformó a Hitler primero en el tamborilero y luego en el “Führer” en que se convirtió no fue en absoluto una idea, una visión del mundo granítica y firmemente establecida. Más bien, encontró por accidente su escenario y el papel que encajaba con ese escenario.

Debemos tener en cuenta que solo el conocimiento de los sucesos posteriores nos permite considerar Múnich como escenario para Hitler y laboratorio ideal para su creciente movimiento nacionalsocialista. Si se sugiere que Hitler y otros antisemitas necesitaban realmente a los revolucionarios judíos para difundir su ideología, entonces se fomenta el argumento de que, al final, los propios judíos fueron los culpables de su desgracia. Sin embargo, los historiadores no pueden actuar como si los revolucionarios, socialistas y anarquistas judíos nunca hubieran existido 
–como si su prominencia durante este breve instante de la historia alemana no hubiera estado a la vista de todos, y como si hubieran negado su judaísmo– solo porque estos argumentos se hayan utilizado en el pasado y se revivan en la propaganda antisemita actual. Intentemos por un momento dar la vuelta a la tortilla: si la historia posterior se hubiera desarrollado de otra manera, uno habría podido considerar este capítulo como una historia de éxito para los judíos alemanes, como un episodio de orgullo y no de vergüenza. Imaginemos que la revolución de Kurt Eisner hubiera arraigado en Baviera, que la República de Weimar hubiera sobrevivido y que Walther Rathenau hubiera seguido siendo ministro de Asuntos Exteriores en lugar de haber sido asesinado. Entonces habríamos escrito una historia del éxito de la emancipación judeo-alemana en la que la religión y los orígenes de los principales políticos alemanes no fueron un obstáculo para su avance político, una historia como la de Italia y Francia.

Esta fue precisamente la esperanza expresada en algún momento por algunos contemporáneos judíos en noviembre de 1918. En sus mentes, el hecho de que Kurt Eisner se convirtiera en el primer judío primer ministro de un Estado alemán constituía una prueba del éxito de la integración. Sin embargo, esta percepción se desvaneció rápidamente, y cuando Martin Buber habló de una tragedia judía en febrero de 1919, se hizo eco de una opinión ya compartida por el gran público judío. Aunque el origen judío de los protagonistas de la revolución de Múnich no desempeñaba necesariamente un papel central en su autopercepción, figuraba en sus complejas personalidades y reflexiones, y también era algo que los de fuera utilizaban para reprocharles.

Entonces, ¿eran realmente judíos? En lo que se considera su contribución clásica a la comprensión de la experiencia judía moderna, el biógrafo de Trotski, Isaac Deutscher, ha examinado de cerca la figura del “judío no judío” y, al hacerlo, ha rastreado la tradición que surgió en el judaísmo del hereje judío. Con la mirada puesta en Spinoza, Marx, Heine, Luxemburgo y Trotski, escribió: “Cada uno de ellos estaba en la sociedad y sin embargo no estaba en ella, era de ella y sin embargo no era de ella. Fue esto lo que les permitió elevarse intelectualmente por en-
cima de sus sociedades, por encima de sus naciones, por encima de sus épocas y generaciones, y lanzarse mentalmente hacia nuevos y amplios horizontes y hacia el futuro.”

La explicación de Deutscher se aplicaba igualmente bien a la mayoría de los revolucionarios de Múnich. No formaban parte de la comunidad judía organizada y la mayoría de ellos no tenía ningún tipo de relación positiva con la religión judía o la religión en general. Sin embargo, a diferencia de los judíos no judíos de Deutscher, algunos de ellos mostraban un interés activo por su herencia cultural judía: al igual que Sigmund Freud, eran “judíos ateos”, judíos cuya judeidad no podía definirse inequívocamente en términos de religión, nación o incluso raza.

Los historiadores han especulado acerca de por qué un número relativamente grande de judíos –León Trotski, Lev Kámenev y Grigori Zinóviev en San Petersburgo, Béla Kun en Budapest y Rosa Luxemburgo en Berlín– ocuparon papeles destacados en los acontecimientos revolucionarios de Europa durante el periodo de agitación entre 1917 y 1920. Algunos estudiosos recurren a las condiciones de la vida judía anterior para explicar el alto nivel de participación judía en estos movimientos revolucionarios. En el imperio zarista, donde vivía la mayoría de los judíos, estaban sistemáticamente oprimidos y no podían participar activamente en política. Muchos descubrieron en el socialismo una oportunidad para escapar de su desesperada situación. En Alemania, en teoría, los judíos podían participar en política desde el establecimiento de la igualdad jurídica en 1871, y estaban representados en los órganos legislativos. Sin embargo, solo en los campos liberal e izquierdista encontraron lo que parecía ser una aceptación plena. Por esta razón, la mayoría de los diputados judíos del Reichstag antes de la Primera Guerra Mundial eran socialdemócratas, a pesar de que la gran mayoría de los votantes judíos votaban a partidos burgueses centristas.

Incluso antes, sin duda, empezando por Karl Marx (cuyas declaraciones antijudías eran bien conocidas) y Ferdinand Lassalle, numerosos pioneros del movimiento obrero tenían antecedentes judíos. La secularización de la tradición mesiánica, tan profundamente arraigada en la tradición judía, y la aspiración a la justicia asociada a los profetas bíblicos, también con respecto a otros grupos sociales desfavorecidos, fue una razón adicional para el compromiso de muchos judíos con las preocupaciones revolucionarias. Para el historiador Saul Friedländer parece “como si un idealismo incuestionablemente ingenuo pero muy humano subyaciera a lo que hacían los revolucionarios judíos: una especie de mesianismo secularizado, como si la revolución pudiera traer la redención de todo tipo de sufrimiento. Muchos también creían que la cuestión judía iba a desaparecer una vez que la revolución triunfara”.

Cualesquiera que fuesen las razones que impulsaron a los individuos a la acción, es indiscutible que ni antes ni después en Alemania habían aparecido tantos políticos judíos en el candelero público como durante el medio año transcurrido entre noviembre de 1918 y mayo de 1919. En Alemania, la aparición de un primer ministro judío y de ministros de gabinete y comisarios del pueblo judíos fue especialmente llamativa porque, a diferencia de otros países europeos como Italia y Francia, a los judíos no se les había confiado ninguna responsabilidad gubernamental en el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial. “Hasta noviembre de 1918, el público alemán solo había conocido a los judíos como miembros del parlamento y funcionarios del partido, o como empleados en los consejos municipales. Ahora, de repente, aparecían en puestos destacados del gobierno, sentados ante la mesa de Bismarck, determinando el destino de la nación.” En 1919, sin embargo, nadie podía pasar por alto lo que Robert Kayser, historiador literario y yerno de Albert Einstein, articuló inequívocamente en la revista Neue Jüdische Monatshefte: “No importa cuán excesivamente exagerado sea esto por los antisemitas o ansiosamente negado por la burguesía judía: es cierto que la participación judía en el movimiento revolucionario contemporáneo es grande; es, en todo caso, tan grande que no puede ser producto de ningún accidente, sino que debe haber sido dictada por una tendencia inherente; es una repercusión del carácter judío en una dirección político-moderna.”

También en Berlín, durante esta época, políticos judíos, como Kurt Rosenfeld al frente del ministerio de justicia y Hugo Simon como ministro de finanzas, tuvieron responsabilidades gubernamentales, y con Paul Hirsch hubo incluso un primer ministro judío en Prusia durante un breve periodo. Sin embargo, en ninguna ciudad la participación de los judíos en los acontecimientos revolucionarios fue tan pronunciada como en Múnich. Aquí había un gran número de personas de origen judío entre los exponentes más destacados de la revolución y de las Repúblicas del Consejo. Además de Eisner, entre ellos se encontraban su secretario privado Felix Fechenbach y el ministro de finanzas Edgar Jaffé (bautizado ya muy joven), así como los compañeros de armas de Landauer en la Primera República del Consejo, Ernst Toller, Erich Mühsam, Otto Neurath y Arnold Wadler. El cerebro de la Segunda República del Consejo fue el comunista de origen ruso Eugen Leviné. Había otros comunistas rusos activos en su círculo, como Tovia Axelrod y Frida Rubiner. La única ciudad que presentaba algún paralelismo con Múnich en este sentido y en esta época era Budapest. István Déak escribió que “los judíos tuvieron casi el monopolio del poder político en Hungría durante los 133 días de la República Soviética [establecida] en [marzo] de 1919”. Y, como en Múnich, los judíos de Budapest se convirtieron en chivos expiatorios de todos los crímenes de la era revolucionaria.

Incluso después del asesinato de Eisner, y solo unas semanas antes de que su vida tuviera un desenlace violento, Gustav Landauer mantenía correspondencia con Martin Buber y el joven sionista (y más tarde presidente del Congreso Judío Mundial) Nachum Goldmann sobre su participación en una conferencia de socialistas judíos programada para reunirse en Múnich en la que estaba previsto debatir la idea de los kibbutz y otros ideales sionistas. Landauer aceptó participar: “Pero antes de que eso ocurriera, se produjeron otros acontecimientos importantes.”

El 7 de abril, tras vacilar durante mucho tiempo y contra la resistencia de los comunistas, varios escritores con inclinaciones anarquistas, con Ernst Toller, Erich Mühsam y Gustav Landauer a la cabeza, proclamaron la Räterepublik Baiern (República del Consejo de Baviera). Landauer cumplía 49 años y estaba en la cima de su carrera política. En la República del Consejo se había convertido en comisario del pueblo para la educación pública, la instrucción, la ciencia y las artes. La escritora Isolde Kurz señaló un año después: “En las librerías solo se veía literatura socialista y comunista; el autor más leído durante aquellos días era Gustav Landauer…” El día en que se fundó la República del Consejo –también el cumpleaños de Gustav Landauer– fue declarado espontáneamente fiesta nacional. Tal y como Kurz describió las cosas, la población de Múnich reaccionó con indiferencia:

También tuvimos fiesta nacional, así que en tropel los muniqueses salieron a pasear bajo el cálido resplandor por las aceras secas, estudiando aquí y allá uno de los gigantescos carteles del nuevo gobierno sin hacer ni pizca de ruido, a lo sumo alguien se limitaba a suspirar “¡Al menos es algo!” y seguía paseando tranquilamente… Era como una pelota cayendo en un saco de lana. Nadie respondía, ni para aprobar ni para contradecir. El alma de la multitud parecía totalmente ausente.

Apenas una semana después, la Primera República del Consejo se derrumbó. Los comunistas, que solo una semana antes habían despreciado y ridiculizado el régimen de Landauer-Toller-Mühsam, se hicieron con el poder. Bajo el liderazgo del periodista judío-ruso Eugen Leviné, el alemán étnico de origen ruso Max Levien (a menudo tachado falsamente de judío por su nombre) y el comandante de la ciudad y líder del Ejército Rojo Rudolf Egelhofer, nacido en Múnich, surgió el 13 de abril una Segunda República del Consejo mucho más radical. Gustav Landauer ya no podía identificarse con su política y presentó su dimisión de todos sus cargos políticos.

Cuando las tropas “blancas”, compuestas por miembros de los Freikorps y soldados del Reichswehr, aplastaron esta Segunda República del Consejo de Múnich los días 1 y 2 de mayo, el destino de Landauer fue inicialmente incierto. Preocupados por que se convirtiera en objetivo de las tropas derechistas a pesar de su desvinculación del régimen comunista radical, sus amigos se apresuraron a salvarle la vida. Martin Buber pidió la creación de un comité que abogara públicamente por Landauer. Su iniciativa contó con la aprobación de Fritz Mauthner:

Supongo que estamos completamente de acuerdo en el asunto: Salvar, si es posible, a la valiosa y tan encantadora persona de G.L., sin aprobar ninguna política en particular… No podemos protegerle de sí mismo, y él también lo rechazaría… Es muy triste que sea precisamente el idealismo de su círculo –por no mencionar a algunos rusos que me parecen sospechosos– lo que está permitiendo que una nueva ola de antisemitismo tome por asalto Alemania. La furia en Baviera es alarmante.

La ayuda llegó demasiado tarde. El 1 de mayo, sentado en la mesa de Kurt Eisner, Gustav Landauer fue detenido por miembros derechistas de los Freikorps y fue brutalmente asesinado al día siguiente en la prisión de Stadelheim, en Múnich. En su última carta a Fritz Mauthner, el 7 de abril de 1919, menos de un mes antes de su asesinato, escribió: “Si me conceden unas semanas de tiempo, espero lograr algo; pero es fácilmente posible que solo sean unos días, y entonces todo haya sido un sueño.”

Al igual que tras el asesinato de Kurt Eisner, el periódico sionista Jüdisches Echo volvió a publicar una conmovedora necrológica de Landauer: “Gustav Landauer no entabló relación alguna con los círculos judíos locales ni con la política judía… Sin embargo, de las obras anteriores de Landauer se desprende el serio sentimiento humano y la simpatía interior con que abordaba los problemas del judaísmo.” El artículo del Jüdisches Echo calificaba de deber sagrado honrar su memoria. Como muestra de su solidaridad, el periódico reimprimió el ensayo de Landauer sobre los judíos de Europa Oriental y Occidental (“Ostjuden und Westjuden”). A pesar de sus diferencias políticas, Martin Buber se mantuvo fiel a su amigo después de la muerte y le dedicó póstumamente el séptimo de sus “Discursos sobre el judaísmo” con el título: “El camino sagrado: Una palabra a los judíos y a los gentiles.”

Rara vez la prensa conservadora de Múnich dejaba de señalar el origen judío de los revolucionarios, especialmente cuando había algo negativo de lo que informar. Así, en su cobertura del procesamiento por malversación de fondos del gobierno de Eisner por parte de sus antiguos secretarios privados, el periódico comenzó enumerando a los acusados de esta manera: “El comerciante israelita Felix Fechenbach, de veintiséis años, de Mergentheim, ahora en Chemnitz, el estudiante privado israelita Ernst Joske, de veinticuatro años…” Y el secretario general de la Liga de Campesinos de Baviera escribió en el periódico de la asociación, Das Bayerische Vaterland: “Cómo los judíos Eisner y Fechenbach están perpetrando un crimen monstruoso contra el pueblo alemán.” Más adelante, se utiliza un lenguaje antisemita para describir a Fechenbach de la siguiente manera: “Eisner está muerto, pero el judío Fechenbach sigue correteando con sus pies planos por algún lugar del mundo…” El Völkischer Beobachter se expresó aún más claramente en el aniversario de la revolución. Este periódico tenía preparada una breve explicación para todos los males supuestamente causados por Kurt Eisner. La respuesta a las preguntas planteadas sobre por qué Eisner estaba dispuesto a cometer sus actos supuestamente vergonzosos era esta: “Dos palabras proporcionan la respuesta a todas las preguntas anteriores: ‘Era judío’.”

El escritor y posteriormente Premio Nobel Thomas Mann fue quizás el observador más destacado de las transformaciones que se produjeron en su ciudad de adopción tras las fallidas revoluciones de 1919. En pocos años, Múnich había pasado de ser un centro de “alegre sensualidad”, “arte” y “alegría de vivir” a una ciudad tachada de “hervidero de reacción, sede de toda terquedad y de la obstinada negativa a aceptar la voluntad de la época” que solo podía “describirse como una ciudad estúpida y, de hecho, como la ciudad más estúpida de todas”.

Los judíos de Múnich, que a excepción de unas pocas familias habían abandonado hacía tiempo su estricta ortodoxia, cultivaban el mismo dialecto bávaro que sus vecinos cristianos. Amaban las montañas y veraneaban en los lagos de Baviera. Eran fieles partidarios de la monarquía de Wittelsbach. Firmas textiles judías como los Hermanos Wallach, comerciantes especializados en la venta al por menor y la exhibición de trajes típicos tradicionales, fueron pioneras en la difusión de los lederhosen y los dirndls. Judíos muniqueses dirigían la cervecería Löwenbräu y el club de fútbol FC Bayern München. Algunos eran banqueros y propietarios de grandes almacenes, médicos y abogados, damas de sociedad que regentaban salones y secretarias. Otros eran traperos y mendigos, obreros y artesanos judíos inmigrantes de Europa del Este.

Eran monárquicos y revolucionarios, judíos religiosos y ateos. Señalaban con orgullo la sinagoga central del centro de la ciudad, un edificio que aparece en muchas postales definiendo la silueta de la ciudad junto a las cúpulas gemelas de la Frauenkirche. Desde fuera parecía una iglesia neorrománica. Los servicios incluían música de órgano, algo habitual en las comunidades de orientación liberal, aunque también representaban una afrenta a las leyes religiosas judías para la minoría ortodoxa. Cinco años más tarde, esta última erigió la sinagoga ortodoxa Ohel Jakob (La tienda de Jacob), más pequeña pero igualmente espléndida. Los edificios de las sinagogas reflejaban el constante aumento de la población judía de Múnich, que había pasado de 2 mil habitantes en 1867 a 11 mil en 1910.

Los excesos antisemitas del periodo posterior a la guerra habrían sido impensables si no se hubieran plantado en un terreno fértil. El resentimiento contra los judíos tenía unas raíces profundas que se remontaban a los principios de la era moderna. Salieron repetidamente a la superficie, especialmente durante los disturbios políticos. Eisner y sus camaradas no provocaron antisemitismo; los acontecimientos asociados con ellos simplemente lo reactivaron.

Lo que había cambiado fundamentalmente era la ubicuidad de la “cuestión judía”. Valdría la pena investigar sistemáticamente lo poco que apareció la palabra “judío” en la prensa antes de la Primera Guerra Mundial y con qué frecuencia apareció después. A partir de 1919, apenas pasó una semana sin que se informara sobre los judíos como comunistas o capitalistas, evasores del servicio militar obligatorio o especuladores de la guerra. Se habló de elementos extranjeros o invasores, las palabras clave habituales para referirse a los judíos, junto con términos como especulador, traficante o comerciante de contrabando. La prensa de derechas responsabilizó a los judíos de perder la guerra, de la revolución y del Schandfrieden (el “innoble” o “vergonzoso” tratado de paz) de Versalles. Pero también en la prensa centrista e izquierdista se hablaba constantemente de los judíos: cuando informaban sobre los revolucionarios y su sangrienta desaparición; cuando se discutieron las deportaciones de judíos de Europa del Este; cuando un ministro del gabinete judío fue asesinado y un miembro del parlamento cuestionado públicamente; cuando un comerciante judío fue golpeado en la calle; y cuando se garabatearon grafitis en las sinagogas.

No importaba que los judíos constituyeran menos del 2% de la población de Múnich. La “cuestión judía” estuvo presente en la percepción pública de Múnich mucho antes de que fuera percibida del mismo modo en otras partes del Reich alemán.

Antes de que Múnich se convirtiera en la capital del movimiento nacionalsocialista, ya se había convertido en la capital del antisemitismo en Alemania. Reclamó este título en la inmediata posguerra gracias a muchos factores: a la alta concentración de grupos antisemitas, desde la Sociedad Thule hasta el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, pasando por los Freikorps; a la red antisemita radical de emigrantes étnicamente alemanes de los países bálticos que rodearon al posterior ideólogo nazi Alfred Rosenberg y su difusión de brebajes antisemitas del Imperio zarista; a la editorial antisemita de Julius Lehmann y a periódicos como el Völkischer Beobachter; y (finalmente) a los grafitis en las sinagogas, las profanaciones de cementerios y los brutales ataques a ciudadanos judíos. El antisemitismo había penetrado en el centro de la política bávara, en sus fuerzas policiales, su sistema legal y sus principales medios de comunicación.

Por tanto, no había ninguna autoridad pública capaz de desactivar la mezcla explosiva preparada en Múnich después de la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, en la Ordnungszelle (célula del orden) que creó, el primer ministro bávaro y más tarde comisario general del Estado, Gustav von Kahr, se encargó de que esta mezcla también detonara. En 1920 y 1923, apenas unos días después de haber asumido el cargo de primer ministro, inició la deportación de judíos que tenían ciudadanía en países de Europa del Este. Figuras destacadas de la jefatura de policía de Múnich, incluidos el jefe de policía Ernst Pöhner y el jefe de la división política Wilhelm Frick, manifestaron abiertamente su antisemitismo y estuvieron entre los primeros nazis en la organización del partido. Mientras que los crímenes cometidos por personas de izquierda fueron castigados severamente, los jueces bávaros elogiaron los crímenes cometidos por personas de derecha como actos heroicos y patrióticos y les impusieron sentencias leves. A partir de 1920, los periódicos más importantes de Múnich también se orientaron hacia canales de derecha. Para Thomas Mann, en junio de 1923 Múnich ya se había convertido en “la ciudad de Hitler”.

El fallido intento de Hitler de tomar el poder el 9 de noviembre de 1923 solo pareció marcar el principio del fin del surgimiento de un movimiento antisemita en Alemania. A pesar del fracaso de su golpe de Estado, la marginación de la población judía se había puesto a prueba con éxito. Identificar la revolución como una empresa judía, tildar a los judíos de insumisos del servicio militar obligatorio, evasores o especuladores de la guerra, intentar dos veces deportar a judíos de Europa del Este y cometer actos extremos de violencia durante la noche del 8 de noviembre y la madrugada del 9 de noviembre de 1923 –todas estas acciones enviaron una señal clara a los judíos de Múnich. Si bien la población de la ciudad siguió creciendo, el número de residentes judíos disminuyó significativamente entre 1910 y 1933, pasando de 11 mil a 9 mil. Algunos de los judíos más famosos de la ciudad abandonaron Múnich y Baviera. Se instó a los viajeros judíos a evitar Baviera. Nadie podría haber sabido en ese momento que eso era solo el preludio de un drama que se desarrollaría de nuevo diez o veinte años más tarde, cuando lo que Martin Buber había llamado la “indescriptible tragedia judía” finalmente adquiriría un nombre. ~

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Este artículo originalmente apareció en la revista Tablet en tabletmag.com y ha sido reproducido con el permiso de dicha publicación.

+ posts


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: