Vincent van Gogh es un ícono y un mito. Visita cualquier museo que tenga la buena fortuna de poseer uno de sus cuadros y podrás identificarlo, antes de verlo, gracias a la nube de visitantes, muchos jóvenes, alrededor de él. Es una especie de James Dean para la era de Instagram, fácilmente reducible al culto de victimismo que está tan de moda en el mundo de hoy: el genio atormentado, la oreja cortada, su estancia en el hospital mental, las imágenes de noches estrelladas y girasoles que se han fetichizado y, finalmente, el suicidio a sus apenas 37 años. “Este mundo no estaba hecho para uno tan bello como tú”, en palabras de “Vincent”, la canción de Don McLean. Hasta un distinguido historiador de arte, George Heard Hamilton, escribió en una obra publicada en 1967 que cada uno de sus cuadros era “un grito de angustia” y, por lo tanto, “para entender su arte no es suficiente juzgarlo en términos puramente artísticos”.
¿Es así? Solo en parte, solo en la medida de que Van Gogh, como su amigo y rival Paul Gauguin, pensó que se podría experimentar con el color y la línea para comunicar emociones. Pero Van Gogh fue además un pintor formal que trabajó con una atención minuciosa al detalle, que había estudiado a Rembrandt, a Piero della Francesca, a los paisajistas del siglo XVII de su Holanda nativa. Mostrar a ese intelectual de la pintura es la gran virtud de Van Gogh: Poetas y amantes, la magnífica exposición especial con la cual la National Gallery de Londres pone broche de oro a las celebraciones de su bicentenario. Con sesenta obras –varias de ellas prestadas por primera vez– provenientes de 37 museos (además de colecciones privadas) su propósito es celebrar la obra de Van Gogh en términos netamente artísticos.
Todas las obras fueron ejecutadas en un periodo de solo dos años, de mayo de 1888 a mayo de 1890, cuando Van Gogh se había instalado en Arlés, ubicado en la región de Provenza, en busca de la luz cálida y brillante del sur. Esta penúltima etapa de la corta carrera del holandés como pintor, que incluyó largos meses en el hospital en la vecina villa de Saint-Rémy, fue marcada por un frenesí creativo que rindió alrededor de doscientos cuadros o dibujos en total. Fue el periodo en que perfeccionó su técnica artística.
Mientras que Seurat (a quien Van Gogh admiró) utilizaba pequeños puntos de color (el pointillisme) para dar intensidad a su pintura, Van Gogh prefirió pequeñas líneas ondulantes. Eso daba una sensación de movimiento a sus paisajes, que componen la mayoría de las obras en la exposición. Es como si los cipreses presentes en muchos de ellos estuviesen bamboleándose por el viento. En Campo con amapolas (del Kunsthalle de Bremen) expresa la sensualidad exuberante de una escena cotidiana de la naturaleza.
Van Gogh solía caminar por el campo alrededor de Arlés y pintar rápidamente lo que observaba. Después, muchas veces, completaba o cambiaba el cuadro añadiendo elementos imaginativos en su estudio al que él llamaba la Casa Amarilla, la modesta morada que alquiló frente a una plaza en la ciudad. En Campo con amapolas, por ejemplo, comprimió y exageró la perspectiva y añadió unos cipreses que en realidad no estaban. Con el tiempo pintó más con la técnica del impasto, capas más gruesas de pintura aplicadas con una espátula.
Era perfeccionista. La exposición contiene una media docena de pinturas de campos de olivos y un conjunto de dibujos de los jardines de Montmajour. Como muchos grandes artistas, estaba obsesivamente buscando la esencia de lo que observó e imaginó en un ejercicio riguroso de simplificación.
El efecto dramático de sus obras se deriva, evidentemente, de su uso audaz y libre del color. “Uno puede expresar poesía simplemente arreglando bien los colores”, escribió a su hermana. Y en una de sus prolíficas cartas a su hermano Theo, su protector, le dijo: “Ahora voy a ser un colorista arbitrario. Voy a pintar el infinito.” De ahí vienen los relucientes colores contrastantes, los rojos y verdes de sus retratos, los intensos amarillos, naranjas y marrones de Los girasoles. Van Gogh tenía un ojo decorativo, además de poético. En el clímax de la exposición se han colgado tres obras que él concibió como un tríptico: dos versiones de la serie Los girasoles, una de la misma National Gallery y otra de Filadelfia, a cada lado de La Berceuse, el retrato de Madame Roulin, la esposa de un funcionario de correos que era uno de sus pocos amigos en Arlés. La ternura maternal está rodeada del marchitar inherente a la vida.
La ciencia actual diría que Van Gogh sufrió de depresión maniaca. Pintó cuando estaba lúcido. Sus cuadros no son la obra de un loco. Pero su condición le dificultó mucho la vida y las relaciones. Él quería sobre todo pintar retratos, pero tuvo poca oportunidad: era demasiado pobre para pagar a sus modelos y su conducta hosca alejaba a mucha gente. De ahí el peso del paisajismo en la exposición, aunque incluya felizmente algunos de los retratos penetrantes del holandés. Su comportamiento frustró también su sueño de fundar un “estudio del sur”, una colonia de jóvenes artistas modernistas. El único que lo acompañó fue Paul Gauguin, y solo aguantó la ansiedad de Van Gogh por ocho turbulentas semanas; una relación brillantemente reconstruida por Martin Gayford en su libro The yellow house.
Van Gogh tuvo poco éxito en vida, pero su triunfo en la posteridad fue rápido y total. En palabras de Robert Hughes: “En los últimos cuatro años de su vida, cambió la historia del arte… Era la bisagra con la que el romanticismo decimonónico se convirtió en el expresionismo del siglo XX.” El mérito de la exposición de la National Gallery es mostrar ese proceso de cerca, en cada línea ondulante y cada color vibrante. ~
Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.