Cronista irónico, crítico de cine, arte y literatura, apasionado coleccionista y el más irreverente de los intelectuales, Carlos Monsiváis es una figura única dentro de las letras mexicanas. Por una década hemos echado de menos el humor con que analizaba el presente, a pesar de las diferencias políticas e ideológicas que llegaron a separarnos de él, su mirada lúcida que le permitía ver la realidad y al mismo tiempo leer literatura, cómics y fotonovelas, su lenguaje transgresor que formó a varias generaciones y su manera peculiar de vincular lo culto con lo popular. Para dialogar sobre la trascendencia de su obra, reunimos a dos críticos de distintas generaciones: Liliana Muñoz y Jezreel Salazar. En su intercambio advierten aquellos aspectos de la actualidad que podrían haber interesado al escritor y reflexionan sobre su legado literario y cultural.
Jezreel Salazar (JS): En medio de tanta incertidumbre sobre el futuro pospandemia, me he preguntado qué habría dicho Carlos Monsiváis respecto a las nuevas experiencias que estamos viviendo y cómo habría hecho la crónica de una ciudad semiparalizada, cuya vitalidad depende tanto de la aglomeración y el paroxismo. Imagino que habrían llamado su atención los modos de control social que se han implementado para contener el contagio, así como los imaginarios del miedo y la vigilancia que hoy nos rodean. Sus apuntes sobre las nuevas dinámicas virtuales y las interacciones cada vez más complejas entre el afuera y el adentro quizá le habrían llevado a cronicar una ciudad intramuros, en donde lo público (su gran pasión intelectual) ha invadido arteramente la esfera de lo íntimo, creando realidades acotadas entre el intensivo quehacer doméstico, los perpetuos mensajes que no respetan ningún horario laboral, y las diversas tensiones familiares derivadas de la pérdida de empleos, la postergación de amoríos clandestinos y el estruendo constante de noticias, canciones, videollamadas y series.
En cualquier caso, la sensación de que la mirada monsivaíta nos hace falta es algo que detecto como eco repetido en conversaciones y redes, tanto en otras coyunturas como en este peculiar momento. Se debe, supongo, en buena medida a la capacidad que Monsiváis tenía para analizar y sintetizar sucesos, personajes o comportamientos sociales, con privilegiada lucidez. La clarividencia que poseía a la hora de observar el mundo quizá se derivaba del lugar que ocupó en un país tan jerarquizado y oficialista como lo era el México de los años sesenta, cuando se dio a conocer: asumió la crítica, la marginalidad y el autodidactismo como valores y lugares de enunciación, de modo que su imagen presumía frescura creativa, libertad de pensamiento e independencia política. Además, su capacidad para trastocar fronteras culturales antes inamovibles le permitía tender puentes entre los ámbitos más disímiles: a la política la analizaba desde la esfera de lo simbólico, escribir crónica era otra manera de hacer coleccionismo o historia cultural, su propuesta estética estaba ligada de modo inseparable con su proyecto político.
No obstante, todo esto habría sido acaso intrascendente si no hubiese estado acompañado de un lenguaje único. Frente al tono demagógico y solemne de aquella época, su humor cáustico y sus sarcasmos constituían la amalgama que permitía que esa diversidad de enfoques adquiriera consistencia y generara una voz sui generis, que proponía acercamientos excepcionales a la realidad, nunca desvinculados de un implícito proyecto de nación. Quiero creer que ese sello personal, inscrito tanto en su singularísimo modo de expresión como en la manera de observar y abordar fenómenos de todo tipo, ha hecho que su mirada sea hoy tan anhelada como irrepetible.
Pero claro, eso les ocurre a quienes como yo lo leyeron o escucharon reflexionando sobre acontecimientos, libros o circunstancias que eran relevantes en cierto momento. No sé si a ti, que eres de una generación distinta a la mía, te pase lo mismo. No estoy seguro de si hoy a Monsiváis lo leen y lo estiman como en otras épocas.
Liliana Muñoz (LM): En Barcelona poco a poco, sin embargo, comenzamos a acostumbrarnos a lo que hemos dado en llamar “la nueva normalidad”, caracterizada, sobre todo, por la incertidumbre, por la perplejidad absoluta hacia lo que nos depara el futuro. Por eso, cuando leo –con horror– la prensa mexicana, no puedo evitar preguntarme, como tú mencionas, qué diría Monsiváis ante esta situación sin precedentes, ante este fin del mundo tal como lo conocemos. Y quizá porque por estos lares les llevamos algunas semanas de ventaja en la lucha contra el virus, veo las medidas implementadas por el gobierno de México, la actitud felizmente irresponsable de la gente, el desafortunado trato de la población hacia el personal sanitario, y echo en falta la mirada de aquel “documentador de la fecundísima fauna de nuestra imbecilidad nacional”, como llamó Sergio Pitol a su querido Carlos Monsiváis.
Me resulta curioso que aquí no haya ningún “cronista de España”, es decir, un cronista por antonomasia, como lo fue Monsiváis para México. Hay, sí, muchos autores agudos que se tildan a sí mismos de “periodistas culturales”, pero cuyo quehacer dista del que Monsiváis asumía diligentemente en nuestro país: la crítica del presente con un pie en el pasado, el rechazo del autoritarismo desde la fina ironía, la fascinación por los fenómenos culturales y políticos, la reivindicación de las minorías. Pensando en esta gran ausencia en España, vuelvo al tema de la orfandad que Monsiváis dejó en México, a esa constante nostalgia de su mirada. Más aún, me cuestiono si hoy, en medio de la vertiginosa proliferación de opiniones en la red, tendría cabida una voz como la suya; si sería aún posible una figura así, entre la marabunta de tuits, posts y videos de influencers, o si, por el contrario, quedaría sepultada bajo la horda de información que abunda en internet. Porque incluso su lenguaje –irónico, mordaz–, ese newspeak que muchas generaciones asumieron como transgresor, ha dejado de ser la excepción para convertirse en la norma.
Carlos Monsiváis fue, precisamente, un hombre de su tiempo, ligado a la inmediatez de los acontecimientos. Fue un polemista, crítico y autocrítico, que intentó leer la realidad desde todos los ángulos posibles. En este sentido, es, para mí, un verdadero ejemplo de lector, no solo de libros sino también del mundo que lo rodeaba. Tal vez por eso, sospecho que perdurará más el personaje que la obra, más su entrañable mirada que sus crónicas, más su legado (el “género Monsiváis”, ese híbrido entre relato, crónica y ensayo) que sus propios escritos. Yo, que nací en 1989 y no fui testigo de primera mano de ese Monsiváis omnipresente, requerido por igual en obras de teatro que en conciertos de Gloria Trevi, creo que quizá pase a la historia de la literatura como una suerte de animador cultural, como un agudo defensor de la opinión pública, como un intelectual de su momento histórico, como un periodista. ¿Pero sería esto suficiente para trascender como literatura?
Algo que me inquieta, en particular en este contexto –una pandemia que tiene en jaque al mundo–, es qué habría dicho Monsiváis de la gestión de López Obrador durante esta crisis sanitaria. Hoy, el político que apoyó está en el poder, pero no parece ser ya “el líder responsable” que tanto admiró. ¿Se habría retractado Monsiváis al ver que amlo repartía besos, abrazos y estampas como método para lidiar contra el virus? ¿Habría ido a la caza de sus declaraciones, como lo hizo con Fox en su momento? Tú, que lo conociste en persona, seguro tendrás una respuesta más precisa a estas preguntas.
JS: Me interesa mucho lo que dices sobre si una figura como la de Monsiváis sería aún posible en nuestros días. Yo diría que se trata de un personaje insustituible porque las múltiples profesiones que practicó (cronista, crítico de arte, conferencista, historiador cultural, polemista, cinéfilo, ensayista, actor, coleccionista, creador de opinión pública, prologuista…) no las puede hermanar nadie que no esté dedicado de tiempo completo a la exégesis de la vida pública y que no tenga la capacidad escritural y la obsesión acumulativa que él poseyó. Existe una razón aún mayor: en la actualidad la voz de los intelectuales ha perdido el peso simbólico que un día tuvo. La ciudad letrada es un cascarón que apenas se sostiene en un mundo donde el valor de la literatura ha sido sustituido por el universo de la imagen, la ganancia exponencial y la velocidad del hipertexto. Y también por la desconexión que tienen las humanidades respecto al espacio público y su cada vez mayor irrelevancia en la construcción de discursos que importen a las mayorías. Para no hablar de las redes, cuyas retóricas cínicas, individualizantes y ajenas a toda responsabilidad, no son propicias para una ética de la escucha y una cultura democratizadora como la que detentaba Monsiváis.
Y, sin embargo, hoy como nunca, su optimismo programático me parece cardinal. Más que la enunciación de una verdad mesiánica, creo ver en su voz la necesidad de construir sensibilidad crítica casi siempre desde la complejidad. En su pluma se debaten, una y otra vez, la exégesis y el juicio ético, el intérprete y el militante. Su idea de la crónica era por ello contraria al efecto Rashomon: sí daba cuenta de la realidad y los personajes, pero a partir de un punto de vista propio que sustentara independencia política. Por eso estoy seguro de que, así como lo hizo en los sexenios anteriores, no habría tenido tapujos a la hora de satirizar lo que ocurre hoy con Morena y López Obrador. Algo que se nos olvida es que Monsiváis fue, además de un defensor de las posiciones de izquierda, uno de sus más acérrimos críticos. Lo hizo durante el 68 en que abrazó la movilización estudiantil al mismo tiempo que denostaba las demagogias que se multiplicaban en su seno. Y durante el conflicto poselectoral del 2006, no dudó en criticar los métodos de protesta de amlo, lo que no lo llevaba a ser aliado del calderonismo como muchas mentes maniqueas quisieron sostener. Monsiváis conocía los defectos de López Obrador. Un día me dijo, con mucha convicción, pero también con mucha reticencia: “Por el momento es todo lo que hay.” Eso le pasaba siempre: su postura crítica satisfacía a todos y a ninguno. Aunque fue ganando poder al interior del campo cultural, nunca dejó de incomodar.
Voy a disentir del Monsiváis futuro que imaginas: intelectual de coyuntura, animador cultural, periodista (casi se te sale decir “escritor menor”). Tengo la impresión de que lo lees desde ese tradicional enfoque vinculado a la vieja y muy mexicana noción de alta cultura. Para entender a Monsiváis creo que hay que escapar a las categorías convencionales con las cuales se mide el valor literario: la unidad de la obra, la autonomía estética, la trascendencia temporal, la originalidad del autor. Ese conservadurismo estético fue justo uno de los blancos contra los cuales constituyó todo su proyecto de escritura, desde que salió a la luz su Autobiografía en 1966, cuando tenía apenas veintiocho años, y en la cual se describió a sí mismo como “una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr”. Su biblioteca es una prueba fehaciente de que veía la cultura en otros términos, más amplios y sin la necesidad de pensar disciplinariamente la realidad: si la comparamos con el resto de las bibliotecas que integran la Ciudad de los Libros ubicada en Balderas, es la única que incluye psicoanálisis, religión, feminismo, teoría cultural o cómics, a la par de historia, filosofía y literatura. Las fronteras entre alta y baja cultura, así como la jerarquía entre ciertos saberes y diversos objetos culturales, siguen operando en algunos círculos literarios mexicanos, cuando en otras latitudes eso carece de todo sentido. Monsiváis se dio cuenta muy tempranamente de eso y apostó a la fugitiva crónica y a otras formas disidentes de escritura no solo para remarcar su heterodoxia vital y su voluntad anticanónica, sino para desacralizar la devoción religiosa que les tenemos a los libros. Para él, estos debían ser medios para problematizar el mundo, no fines en sí mismos. En cualquier caso, lo considero uno de los grandes escritores mexicanos y creo que nunca como hoy sus textos dialogan con los libros del presente. Y es que muchas de sus posiciones críticas, operaciones literarias y puntos de vista se han difundido en la literatura actual: la disidencia como motor de la escritura, el derecho a la expresión irreverente a partir de la primera persona, la recuperación de lo marginal como espacio renovador, el uso de la ironía para dar cuenta de versiones no oficiales de la historia, la creación literaria como entramado político. Quizá lo que ocurre es que a Monsiváis le jugó mal la fama: su éxito cultural fue tal que se volvió un personaje tan icónico como Pedro Infante, Frida Kahlo o Juan Gabriel y las leyendas en torno a su vida son un muro que rodea a sus obras. Además, como otro de los prejuicios que dominan el escenario nacional es que literatura equivale a ficción, no se le ve como el gran narrador que fue, capaz de recrear atmósferas complejas, construir personajes significativos, fincar sólidas arquitecturas del relato en breves páginas, generar sentido de la intriga, reinventar el habla popular a través de la oralidad, volver personaje la voz compuesta del espacio público. No sé, Liliana, a lo mejor peco de fan.
LM: Confieso que tu entusiasmo por la obra de Monsiváis resulta contagioso: lo ves como un escritor, pero también como alguien cercano, casi como un amigo, cosa que yo no tuve la oportunidad de ser. En mi caso, lo leo desde la distancia, con increíble atención, pero con los sesgos y beneficios que ello acarrea. Respecto a lo que comentas sobre las redes, tengo sentimientos encontrados. Por una parte, concuerdo en que las retóricas son, como tú dices, “cínicas, individualizantes y ajenas a toda responsabilidad”, algo que, dicho sea de paso, me produce cierto temor, pues cualquier idea, cualquier traspié o cualquier aspecto de tu vida privada puede volverse público de un momento a otro y dar lugar a un linchamiento colectivo y anónimo. Por otra, es perfectamente imaginable un “Monsiváis millennial”, tuiteando y posteando sin cesar en el reino de la opinología; le habrían fascinado la conversación, el debate y la participación inmediata, y sus argumentos, como bien mencionas, habrían satisfecho a todos y a ninguno. Me muevo en el terreno de la conjetura, desde luego, pero quiero creer que no se trata de una suposición tan descabellada.
Sobre el hecho de que casi se me escapa referirme a Monsiváis como un “escritor menor”, y sobre que eso obedece a una especie de conservadurismo cultural, no estoy tan segura de ello. Es más: no creo que se trate de una cuestión de alta o baja cultura. Todos estamos hechos de cultura popular y admito que es precisamente por eso que leo a Monsiváis con interés: me intriga, y a la vez me fascina, su necesidad de abarcarlo todo, de entenderlo todo, sin hacer distinción entre fenómenos mayores o menores. Que su pasión por Salvador Novo sea equiparable a la que experimentaba en un concierto de Juanga solo reafirma su vocación por el saber, su necesidad de comerse el mundo y escribir sobre él, su feliz condición de grafómano.
A lo que yo me refiero, sin embargo, es a la trascendencia literaria, al “duro deseo de durar” que diría Éluard, a la posibilidad de que Monsiváis se convierta en uno de nuestros clásicos mexicanos. Tal vez su destino sea otro, tal vez se aproxime más a lo que tú dices, que guarda estrecha relación con su legado –al espíritu de disidencia, la expresión irreverente, la recuperación de lo marginal o el uso de la ironía, imprescindibles hoy en nuestro entramado cultural–. Tal vez su posteridad sea como la de aquellos autores que fueron muy influyentes en su momento y que perviven más por lo que heredaron –modos culturales, formas de leer la realidad– que por obras concretas. En todo caso, es una tarea que concierne a los historiadores literarios del futuro… o quizá, también, a los lectores del presente: ¿lo leerán los jóvenes de veinte años, ajenos a buena parte de sus referencias culturales? No lo sé, pero el hecho de que nosotros dos estemos discutiendo críticamente su legado ya es de alguna forma una prueba de su vigencia. ~
es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.