Cruzaron la frontera en la noche, hacinados en una camioneta. Eran 28, todos hombres del estado de Veracruz, todos llenos de ansiedad y esperanza. El mรกs viejo tenรญa 35 aรฑos, el mรกs joven 16. Les ordenaron que salieran de la camioneta y caminaran un trecho rumbo a la carretera. Pero la carretera estaba a cincuenta millas de distancia distancia distancia y con la luz del dรญa se encontraron en el hirviente desierto de Arizona. No tenรญan agua. El sol caรญa a plomo. La temperatura se elevaba a 46 grados.
Comenzaron a morirse el martes. Catorce morirรญan antes de que los rescatistas aparecieran el miรฉrcoles. Algunos venรญan a Nueva York, esperando encontrar aquรญ lo que no encontraban en casa: un trabajo honorable. Venรญan a Brooklyn, Queens y el Bronx, a encontrarse con amigos o familiares que les darรญan cama y los llevarรญan a restaurantes donde podrรญan lavar trastes o limpiar mesas. Venรญan a pepenar basura para recolectores privados a las tres de la maรฑana. Venรญan a quitar el asbesto de edificios en remodelaciรณn en Tribeca. Venรญan a pintar casas y asfaltar banquetas en Bayside, apodar cรฉspedes y setos en Riverdale, a limpiar letrinas y reparar tejados en Long Island, a repartir alimentos, a sudar en fรกbricas. Por las mismas razones vinieron todos los viejos inmigrantes (incluyendo mis propios padres) a Nueva York: a hacer trabajos que los estadounidenses no harรญan. Y a construir mejores vidas para sus hijos.
Esos catorce jรณvenes mexicanos no esperaban morir en el calor del Valle de San Cristรณbal en Arizona, ser encontrados muertos en el paisaje seco, desarbolado, que se encuentra entre las cordilleras montaรฑosas de Granite y Mohawk. Nadie sabe jamรกs cuรกndo llegarรก el golpe. Sus pieles estaban llagadas por el sol abrasador. El agua rezumaba, como la esperanza, de sus cuerpos, deshidratรกndolos, y uno de los sobrevivientes explicรณ a sus rescatistas que habรญa bebido su propia orina para seguir viviendo. La deshidrataciรณn enloquece a los humanos. Desvarรญan. Alucinan. Se desgarran las ropas y corren en cรญrculos. Luego mueren. Dijo Johny Williams, director regional en Arizona del Servicio de Inmigraciรณn y Naturalizaciรณn: โEs una de las peores muertes que le puede ocurrir a un ser humanoโ.
Venรญan de Las Cloacas, Los Tuxtlas y Coatepec, lugares al margen de la economรญa mexicana. Alguien del estado de Veracruz les prometiรณ el sueรฑo dorado de los Estados Unidos y arreglรณ que viajaran a la frontera, donde los ayudarรญan a cruzar. El precio por tal pasaje ronda los 1,500 dรณlares, asรญ que deben haber ahorrado por mรกs de un aรฑo para conseguir la suma. Y seguramente tuvieron, en versiรณn mexicana de lo que los irlandeses alguna vez llamaron โel despertar americanoโ, comilonas de despedida y mucha bebida, y abrazaron a las mujeres amadas e interpretaron viejas y conmovedoras canciones. Y entonces partieron rumbo a la muerte.
Sรญ: los polleros que trasladan indocumentados a travรฉs de la frontera son maleantes insensibles. Tienen sus contrapartes en China, la Repรบblica Dominicana y Sudamรฉrica, y existen por una razรณn: proporcionar un servicio que la ley no cubre. El proceso actual para convertirse en un migrante legal es un horror burocrรกtico. He visto las filas al amanecer en la embajada estadounidense en la Ciudad de Mรฉxico, con varios miles de seres humanos alineados en la cuadra y dando la vuelta a la esquina, en Rรญo Lerma. Son las personas que quieren hacerlo correctamente. Han renunciado a un dรญa de trabajo (a veces dos o tres) y viajado muchos kilรณmetros a la capital. Esperan tener los documentos correctos. Esperan trabajar pronto en los Estados Unidos. Con demasiada frecuencia son rechazados sin explicaciรณn. Pero la esperanza no muere fรกcilmente.
Entonces los rechazados, o aquellos de lugares apartados de cualquier consulado estadounidense, acuden a los polleros. Estรกn listos para ser desplumados. Y, como los gangsters irlandeses, italianos y judรญos antes que ellos, los contrabandistas de seres humanos no sienten culpa alguna por explotar a su propia gente. Hace doce aรฑos en Nogales, un pollero (entonces llamado coyote) me dijo: โYo los cruzo. No me interesa quรฉ pasa del otro ladoโ.
Lo que pasa con frecuencia es la muerte. El aรฑo pasado, segรบn cifras del gobierno mexicano, 409 mexicanos murieron cruzando la frontera, el total mรกs alto jamรกs registrado (el promedio este aรฑo es de una muerte diaria). Una de las razones es la Operaciรณn Gatekeeper, autorizada por Bill Clinton en los noventa. Ademรกs de una presencia mรกs nutrida de la Patrulla Fronteriza, versiones estadounidenses del Muro de Berlรญn se erigieron en California, Texas y Arizona, con sensores electrรณnicos y reflectores deslumbrantes que obligan a los indocumentados a cruzar por zonas infinitamente mรกs peligrosas. Zonas donde se ahogan. O congelan. O cocinan.
Del lado mexicano de la frontera, el presidente Vicente Fox le ha dado a los migrantes una atenciรณn sin precedentes, nombrando a un secretario (con nivel de gabinete) para asuntos de frontera, preparando kits de supervivencia para aquellos que insisten en irse, grabando spots televisivos sobre los peligros, despidiendo a oficiales corruptos que roban a los migrantes que regresan. En su primer encuentro, Fox instรณ al presidente Bush a que implementara reformas benignas. Bush sonriรณ, asintiรณ y mascullรณ, pero nada concreto se ha hecho, y las muertes continรบan.
Del lado estadounidense de la frontera se han formado organizaciones dedicadas a la seguridad de los traslados. Algunas han colocado tanques de agua en el desierto. Algunas recorren las carreteras en busca de almas perdidas. Muchas son dirigidas por sacerdotes catรณlicos y pastores protestantes que insisten en que la acciรณn es mรกs importante que la oratoria pรญa. Todos entienden que lo que se pasa de contrabando a los Estados Unidos no es droga, sino esperanza.
Obviamente, el propio sistema estรก roto y sรณlo Bush y el Congreso lo pueden reparar. Deben hacerlo de inmediato, en nombre de aquellos que murieron hace unas semanas en Arizona. Todo el mecanismo para solicitar visas debe simplificarse y abaratarse. Los migrantes requieren algo mรกs que un regreso al viejo programa de los braceros; sรณlo el once por ciento de los migrantes mexicanos trabaja hoy en agricultura. Necesitan un verdadero programa de trabajadores invitados, que cubra todos los tipos de labores, uno que proteja a cada trabajador mexicano de la explotaciรณn. Se les debe permitir unirse a sindicatos. Deben ser elegibles para todos los servicios pรบblicos. Sus hijos deben ser bienvenidos en todas las escuelas estadounidenses. Un programa inteligente de amnistรญa le darรญa la ciudadanรญa a cada familia โilegalโ con hijos estadounidenses. Despuรฉs de todo, cada niรฑo que nace en este paรญs es un ciudadano, igual, bajo la ley, que Dick Cheney. Tales niรฑos no deberรญan preocuparse de que sus padres sean devueltos al otro lado. No deben temer que un tรญo o sobrino muera alucinando en un desierto sin caminos.
Hace algunos meses, la novelista Carmen Boullosa me dijo que habรญa conocido en Brooklyn a un joven de quince aรฑos que habรญa viajado desde el centro de Mรฉxico hasta Nueva York. Solo. Sin familia. Sin amigos. Un niรฑo, solo y su alma. Hablamos del temerario valor del niรฑo y le dije: โEse es exactamente el tipo de joven que necesitamos aquรญโ. โSรญโ, dijo Boullosa, โy es exactamente el tipo de joven que Mรฉxico no debe perderโ. Lo mismo podrรญa decirse de los jรณvenes que murieron en Arizona. Nosotros los necesitรกbamos tanto como Mรฉxico. Pero el horror de sus muertes serรก mucho peor si, al final, resulta que murieron por absolutamente nada.~
โTraducciรณn de Santiago Bucheli.
(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.