Muñiz-Huberman dos décadas después

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Angelina Muñiz-Huberman

Dulcinea encantada

Ciudad de México, Tusquets, 2016, 232 pp.

Las confidentes

Ciudad de México, Tusquets, 2017, 208 pp.

Tusquets reeditó recientemente dos libros notables dentro de la obra de Angelina Muñiz-Huberman (Hyères, Francia, 1936): la novela Dulcinea encantada (1992, 2016) y la colección de cuentos Las confidentes (1997, 2017). Ambos volúmenes siguen la misma línea subversiva de su muy celebrado cuento “Yocasta confiesa”, en el que la reina, colmada de deseo y consciente del designio de los dioses, calla: se vuelve para sí como “Dulcinea encantada”, se regodea en su incesto y se convierte a la vez en la mejor de las escuchas. Tenemos, pues, que Muñiz-Huberman usa dos tintas: una, la del respeto y el profundo conocimiento de la tradición literaria; otra, la de la transgresión.

Para nuestra autora, el pensamiento es inasible y solo la locura permite reconstruirlo. Esto explica que en Dulcinea encantada creara un mundo esquizofrénico en donde las tres personas gramaticales son una y la misma; en donde Dulcinea es a un tiempo la acompañante de la marquesa Calderón de la Barca, la amante de un (su) Amadís, la hija de exiliados españoles que visitó Rusia y también la que tiene una revelación adentro de un coche en el Periférico. Esta Dulcinea construye novelas mentales y es, a todas luces, el alter ego de la propia Muñiz-Huberman, quien solía decirle a su madre que su mente se dividía en varios cajones. En su personaje se lee a la bebé de Hyères, a la cría que absorbió con sus sentidos el pueblo Caimito del Guayabal –en Cuba– y a la niña que un día en Cuernavaca, sin saber qué hacer, le dijo a un amigo suyo: “Vamos a jugar a escribir.” Como la diversión de crear fue parte de lo que movió a Muñiz-Huberman para volverse escritora, no resulta extraño que el componente lúdico sea medular en su obra.

En Dulcinea encantada, la autora se apropia del caos para crear orden en medio del desastre. Su contacto con la Cábala –a la que ha dedicado gran parte de su obra académica– acaso explique la asimilación que del arte en general demuestra la autora, pues en el misticismo hebreo el texto se interpreta de manera libre y sin el corsé de un aparato teórico. Se trata de un proceso propio de la alquimia, tan cara en su universo literario. Al lector aguzado se le presentarán reminiscencias y un juego caleidoscópico de textos, imágenes y sonidos, pero al final tendrá la certeza de que lo recién leído es algo nuevo: una transmutación.

Cinco años después de Dulcinea encantada Muñiz-Huberman publicó Las confidentes. Aquí, urdió un libro de cuentos disfrazado de novela, proyecto narrativo cuya estructura nos remonta a los orígenes de la cuentística universal –al Kalila wa-Dimna, a Las mil y una noches y a El conde Lucanor, por ejemplo– y su clásica arquitectura que emula a las matrushkas. Esto habla sobre otra característica importante de la literatura de Muñiz-Huberman: el cruce de géneros, que atraviesa su vasta obra llena de un fortísimo aliento poético y de pseudoensayos, pseudomemorias y pseudonovelas.

La voz de este conjunto, que a ratos posee un estilo naíf igual al de los cuentos de hadas, permite que la escritora fabule libremente: se traslada en el tiempo y en el espacio y accede cuando quiere tanto a terrenos sórdidos como a mundos de orden fantástico. Humor y tragedia, risas y gañidos, magia y crueldad rezuman por estas quince historias sincopadas de enunciados cortos que, con sus pausas, sus numerosos dos puntos, sus frases subordinadas y deliberadamente inconexas del núcleo, se resisten a la velocidad vertiginosa del mundo contemporáneo.

Por el placer antiquísimo de narrar: sin huir de la peste, pero igualmente encerradas por voluntad como los diez de Boccaccio, las dos hermanas que protagonizan el libro se turnan para contarse historias en lo que dura un día. Ambas agonistas, que a ratos parecen espejearse, tejen relatos con la imaginación y la memoria. Igual que ocurre en las obras del romanticismo, los temas de los cuentos cambian según avanzan las horas. La autora hace notoria su pasión por la Cábala cuando deja espacios vacíos de vez en cuando y, sobre todo, cuando recupera uno de los principios cabalísticos más importantes: la transmisión oral de las historias.

Con ecos bíblicos y cervantinos, soplos de Garcilaso, de santa Teresa y de los exempla medievales, la gama temática de este conjunto de relatos va de la cotidianidad de cruzar una calle y la inocencia de la niñez a la muerte, pasando por los recovecos del erotismo, los asuntos familiares y la decrepitud.

Y así, después de la decimoquinta historia, cuando ya ha acabado una jornada y comienza a albear la siguiente, las cuentistas “se despiden con un beso al rayar el día”. Angelina pone punto final e, igual que su Dulcinea, “no añora el tiempo lento y sin medida”. Ya sabemos que ella sabe detenerlo mediante la escritura. Que pone punto final y sonríe, porque ella no sabe de premuras. ~

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(Xalapa, 1995), narrador y ensayista, es profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.


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