Necrológicas del periodismo: la llamada de la aventura

La precarización del periodismo hace que, como otras actividades del sector cultural, se vuelva un trabajo de ricos. El placer un tanto kitsch de lo exótico y la satisfacción narcisista son dos de las recompensas principales del oficio.
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Me gusta aprender de mis compañeros. Por eso a menudo escucho y leo los comentarios que hacen sobre nuestra profesión en una búsqueda infructuosa de algún atisbo de reflexión sobre el devenir del periodismo.

Siempre hubo motivos espurios para dedicarse al oficio, siendo los más tradicionales el deseo de convertirse en escritor, adquirir prestigio o un buen salario. Así era en el siglo pasado, cuando aún había prestigio y salario. Lo que sí que ha quedado es la literatura. Por eso no es sorprendente que algunos confiesen que lo que realmente buscan es una vida de aventuras.

Por supuesto que un periodista vivirá grandes aventuras si espera llegar a final de mes. Pero claro, no estamos hablando de los proletarios, aquellos que se quedan en su país –o, en el pasado y antes de la inflación y de Airbnb, se iban a vivir a países baratos– y se dedican a documentar y confirmar hechos e injusticias, a hablar con los vecinos, a reunir evidencias, a exponer a criminales, a asistir a tediosas ruedas de prensa, a rebuscar minuciosamente en los archivos del pasado para exponer las mentiras del presente o a aguantar las presiones de políticos y mafiosos en su propio país, donde se lo juegan todo. La mayoría de estos héroes anónimos habitan las agencias de noticias donde llevan a cabo un trabajo de entomólogo poco reconocido y menos remunerado.

Estamos hablando de los sin fronteras, aquellos que pueden financiarse ir a una guerra por su cuenta y ponerse delante de una cámara para explicar a la audiencia cómo están salvando de la represión a un pueblo oprimido y lejano al que nadie presta atención y donde las audiencias y lectores, y menos aún sus editores, van a verificar nada de lo que digan o escriban. Por lo tanto, se pueden dedicar a la literatura. Se pueden permitir ser héroes porque tienen presupuesto.

Escucho “hay que tener sentido de la aventura” y me pongo en guardia. Es la primera señal del viaje egotista en el que cada uno va estirando la realidad hasta que esta se adapta a la narrativa del periodista mesiánico. Es decir, es la primera señal de la impostura y de la mentira. De la ficción. No es que el ego esté tan mal. Algún neurotransmisor o mecanismo de supervivencia en la biología de cada uno debe impulsar a levantarse cada mañana y salir a la calle con alguna misión en esta vida. El problema es cuando el ego crece tanto que te nubla la realidad.

El espectador caerá en la trampa, pero nosotros no. Así que vamos a dar unas claves para que los detecte. Es más fácil encontrar a los aventureros en la tele que en la radio, en las grandes cabeceras que en las agencias. Porque lo que en realidad les gusta es ser el centro de atención. Y es precisamente la atención a los detalles, la atención a las fuentes, las horas, los días y los lugares, lo que dará la clave para descubrir la verdad. Porque la verdad de los hechos sí existe, como bien me enseñó Arcadi Espada.

Otra característica es que creen ser buenos actores y que el periodismo consiste en eso, en interpretar. En ese sentido, el periodista aventurero debe ponerse algo en la cabeza, como los que hacen turismo, otro motivo jocoso para dedicarse al periodismo, pero inesperadamente realista: el turismo se paga, el periodismo se cobraba. Escucho aventura y en seguida viene a mi mente la foto de Jacinto Antón, gran escritor de aventura, con unas gafas retro de aviador en la cabeza. O la memoria del que se fue a cubrir la caza del lobo a las estepas mongoles con un ushanka encastado en la cocorota. Por supuesto, el atuendo del aventurero en mi región incluye un imprescindible kufiya, a lo Lawrence de Arabia; y ellas el hiyab. Si fuera posible hay que plasmarlo en redes con un selfi rodeados de niños palestinos para demostrar que están haciendo el bien en el mundo.

En mi barrio todos recordamos con algarabía a aquella chica que en una de las numerosas protestas con gas lacrimógeno en Estambul decidió hacer una (falsa) conexión en directo (se suelen grabar antes y en el argot se conocen como “falsos directos”) con una máscara antigás incrustada en la cabeza mientras los manifestantes se iban quitando las suyas, para así demostrar que, además de su inteligencia visual, tiene un par de ovarios. Una intención que prevalece en muchas de sus coberturas. Sus ovarios. El vídeo del gas se lo pasaban unos a otros los machitos del oficio con grandes risotadas. Ella misma reconoce en privado que la televisión no es periodismo. Lo cierto es que sí se puede hacer periodismo con vídeo, pero con estándares que ni ella ni otros que se ponen cosas en la cabeza han llegado a comprender con el paso de los años. Son estándares agotadores, por eso se considera un trabajo. Pero sin esos métodos, la televisión –tienes razón, querida compañera– no es periodismo.

Estos días los tenemos por Tel Aviv con cosas en la cabeza. Entre los atuendos –menos frecuentes– del periodista aventurero está la boina del presunto intelectual de izquierdas, a ser posible acompañada de gafas y tabaco. Es un tipo de aventurero en franca y merecida decadencia. Tenemos a uno que hace muchos años se fue a los kibbutzim disfrazado de judío y les sacó en privado a esos israelíes despreciables una cantidad de insultos contra los palestinos de los que todavía hoy alardea. Cualquier medio serio lo habría puesto de patitas en la calle, porque todos sabemos que disfrazarse es un pecado capital del periodismo: parte de una mentira colosal con el fin de traicionar a las fuentes. Como era de esperar, el aventurero de izquierdas ha roto desde entonces y en numerosas ocasiones las normas decentes del periodismo y de la verdad, también para evitar ir a la cárcel. Aunque eso sí es comprensible. Todos tienen cabida en ese delta de desechos que es el periodismo aventurero.

La otra chica con cabeza decorada también sigue por aquí, con sus misquoting y sus misrepresenting, dos términos desconocidos en las televisiones hispanas que ahora mismo vamos a aclarar. Misquoting quiere decir “citar erróneamente”, pero no por error accidental, algo que le puede suceder a cualquiera, sino intencionado. Pongamos un ejemplo práctico: el presidente turco Recep Tayyip Erdogan pide a la población que venda sus divisas extranjeras para reflotar la economía local, y tu editora te pide que entrevistes a uno de esos fanáticos que acudirán obedientes a las casas de cambio con los euros que le sobraron de un viaje a Grecia. No encuentras a ninguno, y los pocos que aparecen no quieren hablar a cámara. La hora del telediario va llegando y tú con las manos vacías.

No pasa nada. Entrevistas al dueño de la casa de cambio y le preguntas quiénes son esos ciudadanos que vienen a vender sus euros. Y él te responde: “Han venido unos pocos, dicen que hay que ayudar a reflotar la economía turca.” Editas el vídeo, eliminas “han venido unos pocos, dicen que” y te queda “hay que ayudar a reflotar la economía turca”.

Y ahora viene el misrepresenting, que significa “representar inadecuadamente”, tampoco por accidente. En lugar de añadir en los títulos que el entrevistado es “Ahmet, dueño de una casa de cambio en el Gran Bazar”, escribes “Ahmet, ciudadano turco”. Tampoco es tanto mentir. Y venga, andando que es gerundio, se transfiere el fast food para su emisión desde Madrid a todos sus hogares.

Después del terremoto de febrero en Turquía un conocido español que vive en Estambul fue entrevistado por la misma cadena de la aventurera. Se quedó hecho un cuadro cuando al ver la emisión del vídeo descubrió que su respuesta filmada había sido editada de forma que parecía que él había sufrido el terremoto, y no la familia de su amigo, de quien en realidad hablaba durante la entrevista. Es muy difícil hoy en día esconder las mentiras. Pero son mentirijillas, ¿no? Al fin y al cabo, ¡alguien sufrió ese terremoto!

Lo cierto es que observar de cerca el trabajo de estos aventureros me ha ahorrado muchas horas de lectura. Porque mira que escriben libros. Hay que saber que cuando se miente una vez y en forma tan flagrantemente pública algo hace clic en el cerebro, se cruza una barrera moral y neurológica, y está garantizado que el mentiroso volverá a mentir. Si alguien miente en detalles tan verificables, ¿qué no se inventará cuando esté bajo un bombardeo en Mosul o en Palestina? ¿Qué ficción no crearán cuando investiguen a yihadistas para la grandeur de sus patéticos egos?

Cuando hace muchos años empecé a escribir sobre cómo la oferta gratuita de noticias en internet estaba facilitando que las élites gentrificasen la profesión a base de aceptar salarios y pagos vergonzosos que los pobres no nos podemos permitir y que, por lo tanto, estaban contribuyendo a la destrucción del periodismo, no esperaba que tantos de mis compañeros pertenecieran a esa élite. Se han expuesto con sus silencios, bloqueos en redes o ataques de ira, botella en mano. Agradezco que me confirmen de esa forma silenciosa su catadura.

Y a la menguante población de estudiantes de periodismo les ruego que no escuchen sus desinhibidos consejos: no te financies tu propia cobertura, no te pagues másteres carísimos en Europa, no te lances a una vida de aventuras. Mejor cómprate una autocaravana. Y si aun así tienes el suficiente dinero y la desfachatez para gastarlo pretendiendo que trabajas, por favor, no abuses de esa abominable adjetivación ni digas que trabajas y sudas como un hombre, que esto no es la minería.

Hace mucho menos tiempo que la prensa anglosajona, tan discreta con sus intimidades, ha empezado a confesar que sus redacciones también se han llenado de niños pijos. David Brooks mencionaba en The New York Times en el que se demostraba que el 1%, la élite, estaba sobrerrepresentada entre los redactores de ese diario, y en el Wall Street Journal por encima del 50%, al igual que en otras profesiones influyentes y prestigiosas. Pero inmediatamente alegan que eso no quiere decir que los de la Ivy League hagan mal su trabajo. Pues no, brothers, claro que muchos hacen mal su trabajo. Porque no están aquí por el periodismo. Han llegado a la profesión porque lo suyo es la tele.

En zonas de conflicto hay decenas de anécdotas sobre el ridículo de los aventureros en su deriva adánica y egotista. Cuando empezó la guerra en Ucrania acudieron como moscas. Más a incordiar con sus selfis que a aportar algo. Una compañera de un diario británico me comentó que cuando se descubrieron las fosas de la masacre de Izium, en Járkov, en septiembre de 2022, con más de cuatrocientos cadáveres y familiares alrededor con el corazón en un puño esperando que los identificaran, uno de estos aprendices de moscardón se cayó en la fosa intentando hacer fotos que conmovieran al mundo.

Entre Estambul y Kabul hemos tenido durante años a un personaje que también decía ser un corresponsal de guerra. Se ha gastado una millonada en pretender que estaba en la línea de fuego, y en alguna ocasión incluso llegó a publicar en medios tradicionales sus textos y sus fotos. Pero sus principales éxitos públicos han consistido en llenar sus redes sociales de selfis conduciendo motos vintage de lujo por las montañas de Afganistán y disfrazarse de talibán. Le parecía divertido. Nadie lo expuso hasta que algunas periodistas feministas lo sonrojaron, por lo de talibán.

Pero no todos son desconocidos. En el mismo conflicto de Ucrania, un periodista británico y oxfordiano que trabaja en una de las principales cabeceras del país tiene que ser filmado en vídeo. Ay, los vídeos. Indica que la central de Zaporiyia, ocupada por los rusos, está al otro lado del río Dniéper, y pretende estar en pleno frontline. En el vídeo se pueden ver autos y personas circular con toda normalidad por el área mientras él hiperventila mostrando cráteres de los ataques. Si el oxfordiano es capaz de mentir en un vídeo de forma tan ridícula, ¿qué no habrá hecho en sus escritos? Entre estos tipos y yo no hay nada personal, pero sí profesional: sus mentiras nos manchan a todos.

Cuando regreso a España y la gente me habla de teorías de la conspiración y de la manipulación de los medios, soy toda suspiros. El ego, les digo, es el ego. Y rezo por el día en el que un algoritmo exponga desapasionadamente sus mentiras en el tiempo y en el espacio y el periodismo vuelva a ser una herramienta de control del poder en las sociedades democráticas, y no un TikTok para retoños ricos. ~

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Es periodista. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian


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