La escritura-ninja de Paulo Leminski

Dentro de la subversiva literatura brasileña destacan los textos desobedientes de Paulo Leminski. Libros como Catatau exploran un lenguaje barroco al límite de la ilegibilidad, mientras que sus ensayos no temen dinamitar aquellas ideas fosilizadas que todavía rigen nuestra concepción de la literatura.
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Siempre admiré la literatura brasileña. La prosa insurgente de Guimarães Rosa, los flirteos lúgubres de Ana Cristina Cesar, los experimentos de la poesía concreta y el mundo de la gran Clarice Lispector fueron para mí una referencia temprana. Quiero sumar ahora a esa lista al ensayista, traductor, biógrafo y poeta Paulo Leminski.

Más vale decirlo enseguida: Leminski (Curitiba,1944-1989) fue un provocador. Una máquina de pensar contra la corriente. Alguien que se atrevió a escribir una novela que no es una novela sino un baldío, un compendio de ruinas lingüísticas y un atentado extremo contra el sentido común.

Suerte de monólogo interior de un René Descartes abandonado en Pernambuco durante una expedición inventada, Catatau (1976) narra las desventuras y disquisiciones del filósofo mientras este se pregunta, bajo los efectos del cannabis, por el destino de esa “intemperie sin fin” que es el continente americano.

En el corazón salvaje de la Tropicalia, como era de prever, todo se trastoca: la lógica y la razón caducan y ceden el paso a un discurso alucinado. En ese festín hay de todo: sinrazones lingüísticas, lapsus, idiomas diversos (y aun inexistentes), deícticos desconectados de su referente, y hasta semas proclives a la dislexia y la transmutación psicodélica.

Nunca sabremos con exactitud quiénes son esos personajes abstractos que circulan como fantasmas en Catatau (Cartesio, Occam y el polaco Artyczewski). Tampoco será posible enmarcar las imágenes en el campo de lo simbólico porque a Leminski, está claro, lo que más le interesa es montar, con la materialidad misma de las palabras, una política contra el pacto comunicativo.

Las consecuencias de este interés son vastas. En la tríada emisor/receptor/mensaje, los roles cambian de signo. El narrador codifica, fragua y después obtura la llave del sentido. El lector opera como detective y busca, en el laberinto connotativo, el significante exiliado, participando del juego como primera víctima. El texto, por fin, azuza a través de su ilegibilidad: entre el artificio y el abandono de toda denotación, exhibe orgulloso sus huesos destartalados.

Obra marginal, intolerable casi, Catatau no es, sin embargo, un libro huérfano. Entre sus antecedentes más obvios –para nombrar solo algunos– figuran la fiebre agresiva de James Joyce, los cantos de Lautréamont, el “periodo negro” de Antonin Artaud y, ya en América Latina, el neobarroco de Lezama Lima, el manierismo de Néstor Perlongher y la “musiquita cacoquímica” de Alejandra Pizarnik. Todos ellos textos contaminados por la belleza de las disonancias, que comparten la misma insatisfacción ante la forma que congela, la misma impaciencia ante la obligación de “escribir bien”. Se diría que su objetivo es desmentir, con estrategias altamente políticas o, si se quiere, anarquizantes, la equivalencia entre palabra y mundo, la idea del sujeto como principio unificador.

En un texto que llamó “Descoordenadas Artesianas: Un libro y su historia 23 años después”, el propio Leminski calificó a su libro de alegoría barroca y explicó “que se va haciendo como un pólipo, politropo, aberración, hinchándose, proliferando, entumeciéndose, fermentando, derrochándose en bizarrías excéntricas hasta devenir una mezcla de tratado travesti, museo de cera y circo de horrores lingüísticos”.

Catatau es por tanto un faro y un principio de perturbación. Su apuesta extremista a favor de un cuerpo discursivo inestable consigue a su manera una proeza inesperada: desmontar la impostura lógica del aparato y la visión colonial sin consentir al panfleto o la arenga proselitista. El mismísimo Calibán pareciera haber resucitado para circular aquí como espíritu textual.

Leminski escribió también ensayos deslumbrantes. Sus Anseios crípticos, publicados por Criar Edições en 1986 pueden leerse como un compendio de ideas para pensar la literatura.

Transcribo algunas:

El primer personaje que un escritor crea es él mismo.

Solo los tontos y los ignorantes imaginan que la literatura refleja otra cosa que no sea la literatura.

Escribir es pensar. Quien piensa mal, escribe mal.

No existe la originalidad. La literatura es telepatía con todo un pasado.

Lo contemporáneo ya pasó.

En nombre del pueblo, se produce una literatura que no es popular en el sentido verdadero del término. No es efectivamente consumida por el pueblo ni –mucho menos– producida por él. Es apenas una subliteratura que responde al gusto medio de los patrones de élite.

Las personas sin imaginación siempre están queriendo que el arte sirva para algo, que tenga contenidos, que produzca un lucro ideológico.

Quien quiere que la poesía sirva para algo no ama la poesía.

En la frente de este escritor, si hubiera un cartel, podría leerse: “No estoy de acuerdo”. Su afán combativo (él mismo calificó sus textos de “textos-ninja”) no es, sin embargo, caprichoso; obedece a la urgencia de defender una concepción poética minoritaria en un contexto hostil que lamentablemente sigue siendo el nuestro en la actualidad.

Interesa notar aquí que sus ensayos, a diferencia del gesto irreverente y casi kamikaze de Catatau, evitan la erudición y privilegian la síntesis por medio de párrafos breves, asertivos y llenos de insights. Esto no significa que la tensión esté ausente. Por el contrario, su idea de que el universo verbal debe alimentarse de las propias crisis, su defensa de las frases deflagradas y su convicción de que la literatura comienza con la destrucción del lenguaje lo vuelven un escritor de vértigos. No hay que olvidar que, para él, como para Da Vinci, el arte y la literatura son una cosa mental, una arquitectura de ideas, nunca un mero registro fotográfico de esas rutinas tediosas que la mayoría de la gente llama vida.

En cuanto a los poemas propiamente dichos (pero ¿qué sería Catatau sino un larguísimo poema desquiciado?), ocupan un lugar central en el repertorio de este autor. El desdén natural de la poesía por las modas y su fidelidad al propio proyecto (que no es otro que la ausencia de proyecto) la vuelven un fabuloso “inutensilio”, un antídoto contra la “dictadura de lo útil” que impone desde siempre la burguesía capitalista.

Paulo Leminski estudió Derecho y Letras sin terminar ninguna de las dos carreras. Apenas salido de la adolescencia y ya militante de organizaciones de izquierda, se opuso al golpe militar del 64 que instauró una dictadura en su país por más de dos décadas. Más tarde se casó, tuvo tres hijos y trabajó como maestro de historia y publicidad para ganarse la vida. También en el ámbito literario fue precoz. En un festival literario conoció a Augusto de Campos, Décio Pignatari y Haroldo de Campos, figuras destacadas del núcleo concretista de São Paulo, que lo adoptaron y le confirieron el curioso apelativo de “el Rimbaud curitibano”. A lo largo de su vida, se interesó por el sánscrito, la mitología griega y el budismo zen, tradujo a Beckett, John Lennon y Mishima, escribió las biografías de Matsuo Bashō, Jesús y Trotski, colaboró con Caetano Veloso y murió de cirrosis hepática a los 44 años. La traducción de Catatau, que fue realizada por el poeta argentino Reynaldo Jiménez para Libros de la Resistencia (Madrid, 2019), merece ser calificada de verdadera hazaña.

Inutensilio
por Paulo Leminski

La burguesía creó un universo donde todo gesto tiene la obligación de ser útil. Desde el momento en que los mercaderes, con la Revolución Mercantil, Francesa e Industrial, expulsaron del poder a aquella nobleza que coleccionaba heráldicas, pompas no rentables y ceremonias ostentosas e intransitivas. Parecía cosa de indio. O de negro. El pragmatismo de los empresarios, vendedores y compradores puso precio a todo. Porque todo tenía que dar lucro. Hace trescientos años, por lo menos, que la dictadura de lo útil otorga al lucro un papel central en nuestra civilización. Y el principio de utilidad corrompe todos los sectores de la existencia, haciéndonos creer que hasta la propia vida tiene que rendir frutos. La vida es un don que recibimos de los dioses para ser saboreada intensamente hasta que una bomba de neutrones o la explosión de una usina nuclear nos separen de este pedazo de carne pulsante, único bien del que tenemos alguna certeza.

El amor. La amistad. La convivialidad. El júbilo de un gol. La fiesta. La embriaguez. La poesía. La rebeldía. Los estados de gracia. La posesión diabólica. La plenitud de la carne. El orgasmo. Esas cosas no necesitan justificación ni justificativos.

Todos sabemos que son la finalidad misma de la vida. Las únicas cosas grandes y buenas que nos puede deparar el pasaje por la corteza de ese tercer planeta después del Sol (¿alguien conoce algo más allá? Cartas al editor). Hacemos las cosas útiles solo para poder acceder a esos dones absolutos y finales. La lucha del trabajador por mejores condiciones laborales es, en este sentido, una lucha para acceder a esos bienes, que brillan más allá de los horizontes estrechos de lo útil, lo práctico y lo rentable.

Las cosas inútiles (o in-útiles) son la verdadera finalidad de la vida.

Vivimos en un mundo que se opone a la vida. La verdadera vida, que está hecha de júbilo, libertad y fulgor animal.

A cien años luz de la utilidad que sembró la mística inmigrante del trabajo en nosotros (flores perversas en el jardín del diablo), seguimos dilapidando nuestras fuerzas en lo que nos aparta de nuestra felicidad, tanto a nivel individual como grupal.

La poesía es el principio del placer en el uso del lenguaje. Y los poderes de este mundo no soportan el placer. La sociedad industrial, centrada en el trabajo servo-mecánico de las grandes potencias compra, con salario, el potencial erótico de las personas a cambio de performances productivas, numéricamente calculables.

La función de la poesía es la función del placer en la vida humana.

Quien quiere que la poesía sirva para algo específico no ama la poesía. Ama otra cosa. Al final, el arte solo tiene alcance práctico en sus manifestaciones inferiores, cuando se diluye la información original. Los que exigen contenidos quieren que la poesía produzca un lucro ideológico.

El lucro de la poesía, cuando esta es verdadera, consiste en la aparición de nuevos objetos en el mundo. Objetos que son producto de nuestra capacidad de crear mundos nuevos. Una capacidad completamente in-útil. Más allá de la utilidad.

Existe una política de la poesía que no se confunde con la política que tienen en la cabeza los políticos. Una política más compleja, más rara, una luz política ultravioleta o infrarroja. Una política profunda que es crítica de la política misma, en cuanto modo limitado de ver la vida.

Las personas sin imaginación siempre quieren que el arte sirva para algo. Servir. Prestar servicio. El servicio militar. Producir ganancias. No comprenden que el arte (la poesía es un arte) es la única posibilidad que tiene el ser humano de vivenciar la experiencia de un mundo de libertad, más allá de la necesidad. Las utopías, a fin de cuentas, son, sobre todo, obras de arte. Y las obras de arte son rebeldías.

La rebeldía es un bien absoluto. A su manifestación en el lenguaje, la llamamos poesía, inestimable inutensilio.

Las diversas prosas de lo cotidiano y del sistema (los sistemas) intentan domar esa fiera. Su malestar es radical frente a esa cosa inútil que carece de sentido en un mundo donde todo debería ser rentable o tener un por qué.  ~

Fragmento de Ensayos y ansiedades crípticos, textos publicados entre 1986 y 2001.
Traducción del portugués de María Negroni.


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