Nicaragua: una tiranía en crisis

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Después de once años de poder total, gracias al pacto con el antiguo presidente liberal Arnoldo Alemán y a sus buenas relaciones con el mundo empresarial y los sectores más conservadores de la Iglesia católica nicaragüense, el presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo, su esposa, enfrentaron este año una oposición sin precedentes. Y ya no se trató, como hace poco, de protestas aisladas –por ejemplo, las de los campesinos que protestaban desde 2013 contra las expropiaciones para construir un canal interoceánico en beneficio de un consorcio chino–. Las marchas convocadas por medios de comunicación opositores, organizaciones de defensa de los derechos humanos, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS) y los sandinistas disidentes, los movimientos feministas y estudiantiles denunciaban, todas, la corrupción y la mano de la familia Ortega-Murillo en las diferentes instituciones del país. Desde mediados de abril, Nicaragua está inmersa en manifestaciones masivas que no se habían vivido desde la época de las movilizaciones contra Somoza, entre 1978 y 1979, cuando finalmente fue derrocado. Comparando este caso con el de Daniel Ortega y Rosario Murillo, los manifestantes de ahora no solo piden el cese inmediato de la violencia y una investigación internacional sobre la represión, sino también la dimisión del gobierno y la convocatoria de elecciones anticipadas.

Una tiranía en crisis

Está claro que las movilizaciones de estos últimos meses marcan una fractura inédita en la historia de los tres mandatos sucesivos de Ortega. Por decirlo de forma simple: la situación es revolucionaria. El adjetivo se justifica, en primer lugar, porque la oposición al poder se ha generalizado: jóvenes de los orígenes más diversos, clases populares urbanas, pero también clases medias y rurales, y familias enteras participaron en las marchas esgrimiendo la bandera nicaragüense. Los jóvenes que alzaron y mantuvieron las barricadas fueron protegidos y alimentados por la población local. Los sacerdotes católicos les abrieron las iglesias –de las capillas a la catedral de Managua– cuando los paramilitares del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y los policías antidisturbios comenzaron a perseguirlos. A pesar de las amenazas y las brutalidades a las que se exponían, los curas no los entregaron. Ciudadanos comunes impidieron a la policía colocar francotiradores sobre los tejados de sus casas para disparar contra las barricadas; algunos pagaron con sus vidas esos actos de valentía. Los que protestaban finalmente recibieron el apoyo del sector empresarial que durante mucho tiempo se acomodó muy bien a la dictadura de Ortega.

La pareja presidencial se encuentra ahora muy aislada. Su núcleo de fieles representa menos del 10% de la población, del cual sus subordinados son la quinta parte. Es evidente que Ortega y Murillo perderían unas elecciones anticipadas, siempre y cuando no estuvieran amañadas como las de 2011 y 2016. De ahí que recurran a maniobras para ganar tiempo y al uso sistemático de la violencia y el terror. Nadie ha sido más determinante para cumplir esa tarea que la policía y los grupos de choque del FSLN –las turbas.

(( Hay una excelente actualización de los acontecimientos en los sitios web de las revistas Confidencial y Envío, de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos y del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos.
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 Estos últimos dispararon armas de guerra contra manifestantes, al principio pacíficos, y contra amotinados que defendían sus barricadas con bengalas, cocteles molotov, morteros artesanales y algunas bombas caseras. Los disparos de la policía y de las turbas son letales, apuntan a la cabeza o el tórax, y han ocasionado más de trescientos muertos y dos mil heridos desde mediados de abril. A esto se añade la prohibición de que los hospitales públicos atiendan a los manifestantes heridos y la destitución de doctores y médicos residentes que se arriesgaron a hacerlo.

La violencia contra los manifestantes y los jóvenes de las barricadas ha estado acompañada de una represión que ha tomado diferentes rostros. Al principio fueron arrestos arbitrarios masivos y secuestros por parte de los paramilitares, además de torturas que podían llegar hasta simulacros de ejecuciones y violaciones. Detenían a individuos y, a veces, a familias enteras, a un padre, a ambos y a sus hijos, en los barrios donde la sublevación duró más, como en Monimbó. Desde mediados de junio asistimos a una represión mucho más metódica contra los opositores. Se detiene y se lleva ante los tribunales a líderes activos en las negociaciones –organizadas bajo la protección de la Iglesia católica– que duraron hasta el 18 de junio (como Irlanda Jerez, que encabeza a los comerciantes del mercado oriental de Managua, y Medardo Mairena, un líder campesino). Lo mismo sucede con activistas locales que han participado en las manifestaciones y en las barricadas. Cientos de personas están acusadas de “terrorismo” o de tentativa de “golpe de Estado”. Los miembros de comités locales del FSLN –los comités populares ciudadanos– emprenden verdaderas cacerías humanas, que van desde amenazas de muerte hasta tortura, contra gente sospechosa de participar o apoyar a los manifestantes y a los insurgentes. Ortega asume de manera abierta esas torturas delante de sus partidarios, y los anima a “seguir siendo dueños de las calles”, mientras ellos utilizan en las redes sociales el hashtag #plomo para denunciar a los opositores del régimen y llamar a otros a hacer lo mismo.

La paradoja de estos actos de violencia fue que el gobierno dio marcha atrás en los momentos cruciales en que estuvo a la defensiva. El 22 de abril Ortega retiró su reforma a la seguridad social. A mediados de mayo, apeló a la Iglesia católica para que organizara un diálogo nacional. El 12 de junio anunció al embajador de Estados Unidos que podría adelantar la fecha de las elecciones generales para poner fin a la crisis. Sin duda, hoy parece menos dispuesto a negociar, en tanto los grupos de choque del FSLN han retomado las barricadas y han acabado con la insurrección en las ciudades donde los habitantes habían proclamado la destitución del gobierno. Pero hay que destacar que los reveses, aun los momentáneos, eran antes absolutamente impensables.

Si se puede calificar la situación de revolucionaria es, en segundo lugar, porque toda la eficacia simbólica del poder de Ortega y Murillo se ha desmoronado poco a poco desde abril, cuando algunos de los grupos que lo apoyaban consideraban que era un factor de orden y estabilidad necesario para contener el caos social y la barbarie. Tanto los empresarios como los miembros de la Iglesia creen ahora que la única salida de la crisis pasa por la dimisión de la pareja presidencial. Los asesinatos de manifestantes cometidos por la policía y los grupos de choque y el haber ametrallado las iglesias y agredido a algunos sacerdotes terminaron por completar esa imagen de tiranos bárbaros que hoy tienen Ortega y Murillo. A mediados de julio, la respuesta del clero a la exigencia de Ortega de romper con “las sectas satánicas, golpistas y asesinas” preparó el escenario para una inapelable condena moral del régimen. Para la mayor parte de la población nicaragüense, la Iglesia católica no solo es la que debe conducir el diálogo nacional para organizar lo más pronto posible unas elecciones libres, sino que tiene también la última palabra para legitimar el orden sociopolítico.

Las imágenes de las distintas sesiones del diálogo nacional dejaron la misma impresión de que la autoridad y el régimen ya habían colapsado. Los participantes, sobre todo los estudiantes, mostraron pronto que habían perdido todo el respeto por el presidente. No dudaron en decirle, sin rodeos, que ya no le tenían miedo, que sus protestas solo cesarían con su salida y que, tarde o temprano, tendría que responder ante la justicia por la violencia y los crímenes de la policía y los grupos de choque. De igual modo, a nivel internacional no solo se ha impuesto poco a poco la idea de que la represión debe cesar de inmediato y de que fue completamente injusta desde el principio, sino también que la solución a la crisis pasa por unas elecciones anticipadas. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos –primero Human Rights Watch, después la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y, por último, el alto comisionado para los Derechos Humanos de la ONU– documentaron y denunciaron los alcances y los aspectos insostenibles de la violencia contra los manifestantes. Desde mediados de julio, la postura de la OEA y de la Secretaría General de la ONU fue que cesara la represión y se organizaran elecciones anticipadas. Una figura tan prestigiosa como José Mujica, el extupamaro que acabó presidiendo Uruguay, declaró con firmeza que Ortega y Murillo “perdieron el sentido de que en la vida hay momentos en los que hay que decir ‘me voy’”. En la región los únicos que han apoyado a Ortega y Murillo son los gobiernos cubano y venezolano, dos actores políticos que están, por decir lo menos, desprestigiados.

Por último, hay que mencionar un caso que poco ha sumado al descrédito de la pareja presidencial, y al cual la vicepresidenta debe su apodo de la Chamuca, la bruja. El mote hace referencia a sus propuestas delirantes y a su omnipresencia en los medios sandinistas, pero también alude a su papel especialmente vil frente a la acusación que su hija Zoilamérica Narváez lanzó, en 1998, de que había sido violada en numerosas ocasiones por Ortega. Lejos de mostrar algún grado de compasión por ella, Murillo la presionó para que retirara la denuncia ante la CIDH con el fin de que Ortega, quien había logrado que se desestimara la denuncia en Nicaragua, no fuera perseguido por la justicia internacional.

Un nuevo tipo de tiranía

Muchos analistas internacionales han hablado del paralelismo entre Somoza y la pareja Ortega-Murillo, un parecido que los propios nicaragüenses habían ya señalado. También han subrayado la mezcla de disgusto y odio que suscita esa pareja y la determinación que tienen muchos de echarlos del poder cueste lo que cueste. Pero ¿eso significa que el paralelismo tiene fundamento? ¿Se parece la tiranía de estos a la de los Somoza?

Hay un hecho que puede alimentar esa interpretación: la voluntad de la familia Ortega-Murillo de tomar el control de los recursos del país y de convertir el aparato del Estado en su patrimonio, colocando a sus hijos y a sus parientes en puestos clave; todo un proyecto cleptocrático que tiene más de un rasgo en común con el largo reinado de los Somoza (1937-1979). Como ellos, Ortega y sus aliados se han convertido en importantes millonarios nicaragüenses y han multiplicado los sistemas de sobornos y de información privilegiada en su beneficio. En 2013 la concesión de un canal a un consorcio chino –Hong Kong Nicaragua Canal Development (hknd Group)–, en condiciones por completo desventajosas para el país, y su participación en la destrucción de áreas protegidas del bosque primario, junto con la exportación de madera tropical a Estados Unidos, Venezuela, Cuba o China, fueron emblemas de tales prácticas. De la misma manera, Ortega y su círculo cercano están en contubernio con los traficantes de cocaína que atraviesan el territorio nacional para llevar sus mercancías a México y después a Estados Unidos. Para nadie es un secreto que Rosario Murillo sueña con suceder a su marido, enfermo de lupus, y con ver a alguno de sus hijos heredar el reino. Las cosas son tan evidentes que hay una serie de chistes que comparan al último Somoza y a su hijo, apodado el Chigüín, con la pareja Ortega-Murillo y sus hijos.

Esta comparación tiene la virtud de desmitificar el personaje de Ortega; echa por tierra su pretensión de presentar su regreso al poder en 2006 como una “segunda fase” de la revolución sandinista. Se revela ahora como un tirano envejecido y codicioso, flanqueado por un personaje a la Imelda Marcos, y contra ellos se dirige un pueblo que desea una renovación democrática. Además, se ha equiparado la actual violencia con la que ejerció Somoza para reprimir brutalmente la insurrección popular de septiembre de 1978. Con ello, Ortega pierde en definitiva el prestigio que le daba la figura de guerrillero heroico y heredero de la revolución del 19 de julio de 1979.

Sin embargo, el paralelismo entre los dos dictadores no deja de ser equívoco, puesto que borra un rasgo decisivo de la experiencia política de Daniel Ortega y Rosario Murillo. No son en absoluto héroes revolucionarios a los que el retorno al poder y a sus comodidades habrían corrompido de manera reciente. Al contrario, Daniel Ortega es un personaje clave en el proceso de transformación totalitaria de esa revolución, al principio pluralista y no alineada, que provocó la caída de Somoza.

A falta de un análisis más extenso, recordemos brevemente los hechos. Se sabe que la aceptación del proyecto político no alineado, negociado entre los distintos componentes de la oposición a partir de 1978, no fue para la mayoría de los cuadros sandinistas más que un engaño. Antes incluso de su llegada a Managua, la meta fue imponerse sobre el proceso revolucionario y darle un giro totalitario. El primer gesto emblemático de ese proyecto fue forzar el nombramiento de un quinto miembro en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, Daniel Ortega, lo que permitió a los sandinistas tener tres de los cinco miembros que tenía ese órgano del poder ejecutivo provisional. En el mismo sentido, los dirigentes del FSLN controlaron directamente la policía, el ejército, la justicia y los poderes sociales. Esta apropiación de las instituciones y de la sociedad se combinó con la persecución y expulsión, a veces bastante brutal, de sus antiguos aliados. Así fue como, en menos de un año, los sandinistas impusieron la hegemonía de su partido y su aparato burocrático. Como han sacado a la luz excompañeros de Daniel Ortega –antes que nadie, Sergio Ramírez y Moisés Hassan Morales–,

(( Sobre esto véanse las memorias de Sergio Ramírez, Adiós muchachos (Aguilar, 1999), y las de Moisés Hassan, La maldición del Güegüense (pavsa, 2009).
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 él fue desde los primeros momentos de la revolución de 1979 un aprendiz de dictador no exento de megalomanía, como también han mostrado las noticias de la época.

La imposición de este proyecto dictatorial trajo consigo numerosos privilegios para los nuevos mandos del régimen, quienes enseguida malversaron fondos en su beneficio. La sensación de que estaban armando un botín para la nueva clase dirigente se confirmó en la derrota electoral de 1990. Uno de los últimos gestos de la Asamblea Nacional, antes de traspasar el poder a los recién elegidos, fue aprobar leyes que permitían cómodas transferencias de propiedades a los sandinistas y algunos dirigentes, entre ellos, los hermanos Ortega, quienes amasaron fortunas considerables. Y Rosario Murillo se hizo de algunos de los cuadros más importantes del museo que ella misma dirigía.

Sin embargo, sí hay que establecer vínculos entre las formas dictatoriales y prevaricadoras de hoy y las de los años ochenta. La cacería de brujas de Ortega contra los medios independientes, las ONG y los movimientos feministas en 2008 se parece en muchos aspectos a la política que el FSLN implementó, hace casi cuarenta años, contra sus opositores. Los ataques contra el semanario Confidencial ocurrieron después de que este publicara una extensa investigación sobre la corrupción y los sobornos del presidente y su entorno. Las persecuciones a las ONG feministas se explican porque muchas de sus líderes apoyaron a Zoilamérica Narváez cuando denunció a su padrastro Daniel Ortega. Así, en ambas dictaduras se detecta la misma voluntad de empujar a los medios de comunicación y a la sociedad civil a un punto muerto. Los nuevos dictadores no dudan en recurrir a los más inverosímiles montajes policiacos y judiciales y a las mentiras y las intimidaciones más abyectas. Otro ejemplo elocuente es que la policía hace gala de una violencia desproporcionada. Y los grupos de choque del FSLN, los jóvenes sandinistas y los grupos de matones reciben el mismo nombre que sus pares en los ochenta: las turbas. Sus modos recuerdan los abusos contra quienes, a principios de los ochenta, intentaban protestar ante el control de la revolución por parte del FSLN. En la misma línea están algunos de los homicidios de líderes campesinos locales que se opusieron al proyecto del canal; los asesinatos de misquitos que denuncian la invasión de sus tierras por parte de colonos; algunos casos de tortura y muerte dentro las comisarías policiales, y las políticas de intimidación y hasta de homicidio de activistas de derechos humanos.

La diferencia es que entonces Nicaragua salía de una larga dictadura. La separación de poderes, la importancia de organizar elecciones libres y competitivas, la ventaja de contar con una vibrante sociedad civil y una prensa independiente e incluso la imperiosa necesidad de respetar el habeas corpus eran ideas que no tenían un arraigo tan profundo como ahora. Por el contrario, hoy Daniel Ortega tiene que deshacer un aparato jurídico democrático, sin lugar a dudas imperfecto pero valorado por sus opositores. Aunque Ortega ha puesto fin, en la práctica, a la independencia de la justicia, no ha conseguido abolir la noción de que esta es indispensable para el buen funcionamiento de la sociedad.

Del mismo modo, el giro que dieron las elecciones en 2011 y en 2016 tiene más de un rasgo en común con las de 1984. Hay que precisar que entonces la oposición tomó la decisión –más que errada– de no participar y de apostar por la idea de que la resistencia armada acabaría, de una forma u otra, prevaleciendo. El FSLN multiplicó los obstáculos y las amenazas contra los valientes partidos que sí se presentaron a los comicios. Pensemos también en la presión que ejercieron los Comités de Defensa Sandinista –“los CDS, ojos y oídos de la revolución”, según el eslogan de la época– sobre los electores, en el relleno de urnas en muchos lugares alejados de los observadores internacionales e incluso en la movilización de los medios del Estado para las operaciones de propaganda del FSLN. En suma, en la comparación entre el somocismo y el orteguismo no puede faltar un análisis crítico de los momentos de totalitarismo de la revolución sandinista de los años ochenta.

Una crisis duradera

Desde mediados de junio de 2018 el terrorismo de Estado ha dado severos golpes a la oposición. Los manifestantes son ahora mucho menos numerosos que durante abril y junio. Se han desmantelado las barricadas. Cuarenta mil nicaragüenses se han marchado al exilio para escapar del terror. Los activistas se esconden dentro del país para escapar de las persecuciones de la policía y de las amenazas de linchamiento que lanzan los partidarios de la pareja presidencial. Sin embargo, el gobierno está en buena medida debilitado. En primer lugar, y contrario a la versión oficial, la situación económica es particularmente inquietante. Se acabaron las tasas anuales de crecimiento del 4%: Nicaragua está en recesión. Los antiguos aliados de Ortega lo dejaron tirado, el sector empresarial se descapitaliza y se agotó la ayuda venezolana. En segundo lugar, las presiones en su contra se multiplican de manera exitosa en el plano internacional. Ortega ha tenido que liberar a 37 de los 38 activistas de derechos humanos y líderes de la oposición detenidos en la manifestación de la Unidad Nacional Azul y Blanco (unab) del domingo 14 de octubre.

Hoy la situación de Ortega recuerda a la de Somoza a principios de 1978, al día siguiente del homicidio del gran periodista de oposición Joaquín Chamorro, que fue la premisa para la revolución de 1979. Como Somoza, Ortega ha buscado el apoyo de quienes permitieron su elección en 2006 y sus reelecciones fraudulentas: los empresarios y la Iglesia. Pero su situación es, a todas luces, mucho más complicada. Somoza se enfrentaba a una oposición que estaba unida en su deseo de expulsarlo, pero dividida en torno a los mejores medios para lograrlo, y no se ponía de acuerdo sobre qué tipo de régimen convendría instalar después. Ahora no sucede nada de eso: la opinión pública, la unab, los empresarios y la Iglesia aspiran a un régimen democrático basado en la separación de poderes y el respeto a los derechos humanos. Para esta oposición el fin de la crisis pasa por una negociación que conduzca a la organización de elecciones generales anticipadas bajo el control de observadores internacionales. Tienen un programa que merece nuestro apoyo, al menos en la medida del que le dimos a la coalición que derrocó a Somoza, si no es que más. ~

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Traducción del francés de Aloma Rodríguez.

 

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