Pedro Sánchez ha convocado elecciones, pero la mayoría confederal aguanta y la investidura es incierta. Los grupos de Telegram de la ultraderecha arden; se convocan concentraciones y una marcha contra el Congreso. La situación de desboca y una muchedumbre exaltada asalta nuestro parlamento. No hay daños personales, pero la sede donde debería estar representada la soberanía popular ha quedado arrasada y, sobre todo, se ha producido una enorme brecha en la ciudadanía. El rey, finalmente, cede a la presión y decide proponer a un candidato conservador apoyado por Vox y al que se resigna el Partido Popular junto a otros pequeños partidos. Alcanza la mayoría para ser elegido presidente y anuncia la necesidad de recuperar la serenidad, para lo cual, en primer lugar, propone amnistiar a los asaltantes del parlamento. Los partidos de izquierdas y nacionalistas despotrican contra esta medida porque, saben, además, que será el inicio. Luego vendrá la ilegalización de partidos, la supresión de autonomías y quién sabe qué más. ¿A quién pedir amparo? ¿Se habrá jubilado Conde-Pumpido?
La respuesta en un Estado constitucional de Derecho sería confiar en el Tribunal Constitucional, que como garante último de la Constitución tendría que servir de dique frente a una degeneración como la relatada. Porque allí donde rige una Constitución democrática este tipo de relatos tendrían que ser ciencia ficción y, de producirse, recibirían el inmediato reproche de las instituciones garantes del imperio de la ley y de la integridad democrática. No podemos olvidar que no hay Estado de Derecho legítimo sin democracia, pero tampoco hay democracia auténtica sin imperio de la ley.
Sin embargo, en el tiempo presente, cuyo signo distintivo no es otro que el del populismo iliberal, nos estamos teniendo que acostumbrar a que estas escenas pasen a ser realidad y que, incluso, terminen siendo convalidadas por quienes tendrían el deber de preservar el Estado democrático de Derecho.
¿Quién nos iba a decir que en la primera democracia del mundo íbamos a ver a un señor con cuernos sentado en la presidencia del Capitolio y luego perdonado por el presidente a quienes quisieron encumbrar a bastonazos? ¿O que el Tribunal Supremo le iba a reconocer al presidente una inmunidad cercana a la inviolabilidad monárquica?
Y una pregunta similar nos podríamos hacer en España: ¿quién iba a decir que quienes promovieron una insurgencia contra el orden constitucional para secesionar un territorio iban a terminar amnistiados gracias a que sus votos eran necesarios en una investidura, y que este mercadeo de impunidad iba a ser bendecido por nuestro Tribunal Constitucional?
Cuando esto ocurre, ¿dónde queda la Constitución democrática? ¿Podemos legítimamente dudar de que rija el imperio de la ley?
Estas son las preguntas que a cualquier demócrata creo que le quedan cuando tiene noticia de la sentencia de nuestro Tribunal Constitucional confirmando la constitucionalidad de la amnistía. Una decisión que nos deja con una Constitución inerte y que tiene unos efectos demoledores para nuestro Estado constitucional de Derecho.
La Constitución queda inerte porque, con esta sentencia, la credibilidad del Tribunal Constitucional queda severamente herida (por no decir que queda herida de muerte): filtraciones, recusaciones y abstenciones, una “deliberación” exprés que según parece no ha sido más que un periodo de tiempo para que la mayoría dé un par de retoques a la ponencia encargada y para que la minoría la lea y haga sus votos contrarios… Un proceso constitucional que concluye en una votación a todo o nada donde los bloques escenifican sus posiciones, con el resultado final 6 a favor y 4 en contra (que habría sido 6 a 6 de no ser por la recusación y la abstención de dos magistrados que previamente se habían posicionado reconociendo la inconstitucionalidad de amnistiar).
Con esta escenificación, el muy estimable esfuerzo argumental que hace la sentencia para justificar por qué el legislador podía amnistiar, aunque la Constitución no le hubiera habilitado para ello, y las razones que ofrece el Constitucional para avalar la suficiencia de la justificación dada por el legislador para aprobar una quiebra del principio de igualdad que al entender del Tribunal no sería irrazonable dejan la impresión de ser un mero maquillaje retórico que anticipa un fallo que ya estaba escrito cuando esta iniciativa legal entraba por el registro del Congreso. Una impresión que ojalá sea equivocada, pero que los magistrados constitucionales se están encargando de abonar con sus sistemáticas alineaciones con quienes les nombraron.
Y, si así es, supondría una drástica desviación del sentido de la justicia constitucional que, insisto, nos dejaría con una Constitución absolutamente desprotegida. Los tribunales constitucionales, como nos enseñó García-Pelayo, primer presidente del nuestro, existen precisamente para coronar el Estado constitucional haciendo valer la sumisión del poder político al Derecho. Si lo que tenemos es un maquillador jurídico de las decisiones políticas para hacerlas encajar en la Constitución, entonces lo que queda de nuestra norma fundamental es papel mojado. De hecho, si ha cabido una amnistía como esta, cualquier otro dislate de nuestro legislador con una justificación aparente puede ser juzgado constitucional: ¿concierto catalán? ¿Referéndum de autodeterminación? La duda es cuál será la próxima factura cuyo pago pondrán los costaleros de este Gobierno.
Pero no es solo que deje una Constitución inerte, sino que, lo más grave, es que el precedente que sienta deja a nuestra democracia al albur del populismo iliberal. Del que hoy nos gobierna y de todos aquellos demonios que puedan terminar creciéndonos. No quisiera que el microrrelato con el que he comenzado se convirtiera en profecía autocumplida, pero, cuando se vacían las instituciones democráticas, nos acercamos a estas distopías.
Por ello, leída la sentencia de la amnistía, no puedo dejar de pensar aquel exabrupto atribuido a Lutero: “juristas, malos cristianos”.