Eran los noventa y unos cuantos niรฑos uniformados de chรกndal de hipermercado nos รญbamos a un solar anejo a la estaciรณn de tren abandonada del pueblo, un pรกramo de cristales rotos y jeringuillas de yonqui, y las decรญamos: cabrรณn, puta, chocho, zorra, maricรณn, joder, mongรณlico, follar, subnormal, coรฑo, polla, lisiado, porculo, cojones, sidoso, mierda, te reviento, me cago en tus muertos, me cago en tu madre, me cago en tu alma. Tenรญa ocho o nueve aรฑos y experimentaba un placer singular con las palabrotas.
Por una parte, estaba el sabor del taco, que era el de la libertad, pero no solo eso. Poner porquerรญa lรฉxica en nuestras bocas nos provocaba tambiรฉn un goce onanista. El viejo โcaca-pedo-culo-pisโ, en รณrbita desde que el mundo es mundo. Estallรกbamos en carcajadas cantando canciones tan monstruosas que hubieran hecho llorar a las funcionarias del ministerio de igualdad. No tengo ni idea de dรณnde las sacรกbamos; dudo que fueran de cosecha propia. Supongo que corrรญan de boca en boca como material de estraperlo o aquel rumor sobre Ricky Martin, el perro y la mermelada que inaugurรณ lo que hoy llaman posverdad.
Decรญamos tacos y cantรกbamos canciones de follar y cagar, de cojones y chochos, de irse de putas. Ninguno se convirtiรณ en proxeneta que yo sepa. El contenido educativo de nuestra diversiรณn nos traรญa al pairo, como es lรณgico. Todos los niรฑos detestan la moralina, como supo ver Roald Dahl y como olvidan los actuales pedagogos y censores de libros infantiles. Nos deleitaba la sonoridad de las palabrotas, la violencia del lenguaje y la velocidad con que la coprolalia nos llenaba de รฉxtasis y alegrรญa. El goce estaba en decir lo que habrรญa acarreado castigos de llegar a oรญdos de los adultos. Nuestro gusto era atรกvico: romper un tabรบ.
El universo de los niรฑos se parece al de algunas tribus en que los tabรบes ocupan un lugar predominante. Al niรฑo se le dice que no toque eso, que no diga aquello, que no se hurgue ahรญ, que no haga ese ruido tan molesto; se le exige que se acueste a una hora temprana mientras los adultos siguen despiertos, que no vea esa pelรญcula que ellos sรญ ven, que no toque ese libro que parece tan interesante, que no haga ascos a la comida asquerosa que a veces le dan. Sus afanes y caprichos estรกn cercados por lรญmites que para รฉl son antiguos y arbitrarios.
ยฟDe dรณnde vienen? ยฟPor quรฉ se impusieron? Y sobre todo: ยฟquรฉ los hace tan importantes? ยฟPor quรฉ reaccionan los mayores como si la vida entera fuera a torcerse irremediablemente si el niรฑo pisa la estรบpida lรญnea roja? Su deseo de cruzarla es intenso y nadie ofrece explicaciones convincentes para el veto. Eso es caca, eso estรก mal, eso hace daรฑo. No es no, porque lo digo yo. Pero los niรฑos ven a los mayores transgredir esos lรญmites todo el tiempo. Son testigos de los tacos que sueltan, del vino que beben, del tabaco que fuman, y ellos quieren hacer las mismas cosas porque interpretan que en esos actos prohibidos se esconde la libertad.
Cuando el niรฑo oye reรญr a los adultos en una complicidad que lo excluye, cuando no capta el doble sentido ni la turbia insinuaciรณn que hace que sus padres se carcajeen hasta ponerse colorados, lo que รฉl desea es crecer a toda prisa, entender, participar, ser admitido en el club de los mayores. Parapetado en la frontera de la edad parece un refugiado en busca de asilo en un paรญs cuyos trรกmites de admisiรณn son demasiado lentos. De ahรญ que todos los niรฑos jueguen a lo mismo, a ser mayores: mecรกnicos, enfermeros, aventureros, policรญas, vulgares.
Pienso que el taco es el primer trago del licor que el niรฑo bebe a escondidas, la primera seรฑal de peligro que burla para aventurarse en una suerte de allanamiento de morada, como cuando registra de arriba abajo los cajones de la cรณmoda de la abuela o espรญa lo que ven sus padres en la tele despuรฉs de la hora de dormir. Si has tratado con niรฑos sabrรกs que parecen ajenos a vuestra conversaciรณn, pero en realidad estรกn sumamente atentos a las palabrotas que se os escapan. Cuando te oyen decir una levantan las orejas, te seรฑalan con el dedo y tal vez quieran cobrarte una multa: ยกme debes un euro por decir esa palabra!
Esa palabra que no repite es una cosa impresionante para el niรฑo, incluso para el que no la dice y se escandaliza cuando otros sรญ. Su existencia separada del resto del idioma, como si el vocablo fuera leproso o radiactivo, le explica algo de gran importancia: que el lenguaje no es un territorio homogรฉneo sino que tiene riscos, desfiladeros y grutas infectadas. Ademรกs, el niรฑo sabe que basta pronunciar esa palabra (no las otras) para que papรก y mamรก se enfaden, y la reacciรณn le estรก enseรฑando que hay palabras como conjuros, atrayentes y repulsivas a un tiempo, cargadas de poder.
Si te has interesado en leer esto, quizรก hayas pensado que hoy las malas palabras no solo se les reprochan a los niรฑos. En esta รฉpoca los adultos tambiรฉn estamos bajo vigilancia, y proliferan los curitas laicos dedicados al monรณlogo moralista, las seรฑos rรญgidas y castigadoras, en palabras de Michi Panero: โlos coรฑazosโ. ยฟPor quรฉ? Por una parte, nuestra sociedad ha perdido la grandiosa estructura con forma de escalera que servรญa como yincana a los chicos para dejar de serlo, y las etapas del antiguo ceremonial que ha acompaรฑado a los humanos hacia la vida adulta en todas las culturas y a lo largo de la historia de la humanidad se ha desdibujado; por otra parte, el mundo adulto se ha hecho patรฉticamente infantil.
La televisiรณn emite programas de cocina donde menores de edad trabajan bajo una presiรณn de tiburones de finanzas y muchos de sus espectadores son gente adulta sin hipoteca, sin ataduras ni seguridad, que siguen compartiendo piso en el parque temรกtico de la vida precaria. El รฉxito de las sagas interminables de superhรฉroes de Marvel o los productos recocinados de Star wars son la cara amable de una moneda que tiene en el reverso la pasiรณn por el maximalismo, la obsesiรณn maniquea y la polarizaciรณn en una sociedad dividida y subdividida de forma simplista en buenos y malos, en hรฉroes y villanos, donde la vida polรญtica es pura esclerosis.
En esta parรกlisis del crecimiento, donde la vida adulta tarda demasiado en desplegarse y lo hace al fin de forma frรกgil e insegura, adolescentes como Greta Thunberg o los activistas universitarios tienen una popularidad increรญble. Son seรฑales de una extraรฑa inversiรณn moral en la que generaciones deslavazadas intercambian sus papeles tradicionales: los jรณvenes castigan y aleccionan a los mayores mientras estos tratan de parecer jรณvenes, siempre a la รบltima, sin asumir la mรกs mรญnima responsabilidad o compromiso mรกs allรก de las soflamas tuiteras.
En las redes sociales, a las que dediquรฉ mi anterior ensayo, los individuos se prestan al placer sadomasoquista de vigilar mientras son vigilados. Expuestos al mismo acoso de patio de colegio que los niรฑos, a las mismas camarillas, a la misma ansia de validaciรณn por parte de los lรญderes del grupo, adaptan su discurso y quizรก tambiรฉn su pensamiento a las corrientes de opiniรณn dominantes, puesto que presuponen que ir por libre es una actividad de riesgo que puede traer consigo la acusaciรณn de herejรญa. La bรบsqueda del volรกtil prestigio social de las redes nos hace mรกs vulnerables al juicio ajeno y esclavos de nuestras propias palabras.
Pero no nos quedaremos ahรญ. Con este libro intento mirar a nuestra propia รฉpoca con una distancia que me permita unir puntos que parecen no tener relaciรณn entre sรญ. Por ejemplo, las viejas recauchutadas y tanorรฉxicas que salen transfiguradas de la mesa de operaciones, los polรญticos que recomiendan apasionadamente Operaciรณn triunfo y los cuarentones que se abren una cuenta en Tik Tok y afean al panadero que no se haya enterado de que hay ciento treinta identidades de gรฉnero diferentes son, desde mi punto de vista, caras del mismo prisma. No es solo la ola de infantilismo que, segรบn los analistas malhumorados, recorre Occidente como una pandemia, sino nuestro Zeitgeist: porque ay de quien no baile al compรกs de la innovaciรณn en un mundo donde todo lo viejo es automรกticamente tachado de extinto y obsoleto.
Mientras el pรบblico asiste fanatizado al lanzamiento de un nuevo producto Apple, es previsible que se derribe una estatua de George Washington, que se retire el nombre de David Hume de la torre de la Universidad de Edimburgo, que el lenguaje, los museos, los cรกnones artรญsticos, el relato histรณrico y hasta los comportamientos comunes se conviertan, a ojos de la epidemia de gurรบs, en un nido de pecado y subdesarrollo. Que el pretexto para poner patas arriba museos y bibliotecas sea tan siniestro e ideolรณgico como salvar al hombre de sรญ mismo no cambia las cosas; nos encontramos ante el culto a la novedad, hipnotizados por el adanismo, huraรฑos hacia todo lo que hemos heredado y sin tener claro quรฉ buscamos. Sin forma.
En esta tensiรณn sin perspectiva, en esta celebraciรณn de la desmemoria, en esta demoliciรณn es donde las identidades colectivas simples y vulgares (hombre, mujer, negro, blanco, trans, gay, hetero) se han convertido, junto con los viejos nacionalismos y confesiones religiosas, en fortines donde la gente desorientada y desesperanzada se refugia. Y ahรญ es donde florecen las nuevas herejรญas, a las que estรก dedicada la segunda parte del libro. Porque no basta con ser mujer, hombre o trans, negro, mestizo o blanco, musulmรกn, ateo o cristiano, espaรฑol o francรฉs, sino que hay que serlo de la forma ordenada por los integristas: asumiendo un paquete de ideas, de expresiones, de enemistades; de censuras, de รกngulos muertos, de limitaciones.
Uno de tantos ejemplos de ese ensimismamiento identitario es la situaciรณn actual del islam en Europa, una deformaciรณn grotesca de la religiรณn intoxicada de polรญtica reactiva, producida en las refinerรญas de petrรณleo de Arabia Saudรญ. Detengรกmonos un momento en esto. Sabรฉis que el islam prohรญbe la representaciรณn grรกfica de Mahoma, comer cerdo y beber alcohol, pero nadie entra a tiros en el Palacio del jamรณn gritando por la gloria de Alรก antes de inmolarse para impedir que zampes paleta ibรฉrica, ni apunta con un kalรกshnikov a la cabeza de los engullidores de salchichas alemanes, ni dispara al charcutero, ni vigila los bares de copas en el centro de Madrid.
En Europa los musulmanes conviven con los cristianos y los ateos que beben alcohol y tragan el manjar prohibido sin que la transgresiรณn pรบblica del tabรบ desate la violencia. Pasa lo mismo con la costumbre de vestir como furcias de muchas europeas (a ojos del recato islamista). Pese a que los musulmanes asisten a mezquitas salafistas regadas con dinero saudรญ y muchos han terminado prefiriendo que sus esposas se disfracen de monjas, los casos en que un fanรกtico molesta a una europea en la playa o la calle siguen siendo anecdรณticos.
Esta paz en la discordia, este equilibrio entre interpretaciones morales opuestas es la grandeza de las democracias occidentales. Sin embargo, todo equilibrio depende de la distribuciรณn del peso de las partes, y las sociedades no son estรกticas, sino organismos en movimiento permanente. Por un lado, pueden surgir grupos disolventes que se aprovecharรกn de la tolerancia para minar el sistema; por otro, un sutil desplazamiento de una pieza puede trastocarlo todo de la misma forma que una cucharadita de estiรฉrcol estropearรญa el sabor de un steak tartar.
Unas simples caricaturas de Mahoma publicadas en 2006 en una revista satรญrica francesa de รญnfima tirada bastaron para poner patas arriba las relaciones entre el islam y la democracia en Europa. Si el nombre de la revista estรก en tu cabeza no es por su trayectoria ni por su contenido, sino por la catรกstrofe. Hemos asumido que la masacre ocurriรณ como consecuencia de las caricaturas como si los hechos no pudieran haber sido distintos, pero a mรญ todavรญa me sorprende que algo tan nimio como un dibujo produjera una reacciรณn tan descomunal.
Solo unos pocos aรฑos antes el vuelo de una viรฑeta como esa hubiera sido corto. Sin embargo, para 2006 el motor de la red y la gasolina de la ofensa ya funcionaban y la condujeron hasta los cuatro confines. La blasfemia de Charlie Hebdo fue un rasgo imprevisto de la globalizaciรณn: algo tรญpico de un paรญs democrรกtico y laico, una blasfemia, provocaba graves desequilibrios en teocracias islรกmicas lejanas y entre la poblaciรณn musulmana francesa, parte de la cual habรญa llegado al paรญs en busca de la libertad que hacรญa posible esa ofensa.
En 2007 la justicia francesa rechazรณ los alegatos de grupos musulmanes que buscaban castigo denunciando que las caricaturas incitaban al odio contra el mundo islรกmico. El mundo islรกmico, en su versiรณn mรกs abominable, se tomรณ en 2015 la justicia por su mano: doce muertos, a cuya memoria estรก dedicado mi anterior ensayo.
Cualquier corazรณn bienintencionado hubiera creรญdo que la masacre de 2015 habรญa puesto el punto final al ansia de represalia del integrismo musulmรกn, pero en 2020 un profesor francรฉs llamado Samuel Paty mostrรณ los dibujos en una clase sobre libertad de expresiรณn y la sangre volviรณ a llover sobre la democracia. El profesor ofreciรณ a sus alumnos musulmanes que abandonaran el aula si querรญan para no resultar heridos por el material didรกctico que se proponรญa utilizar, pero este trigger warning tan americano, claro, no sirviรณ de nada.
Tras una serie de reuniones y quejas de padres musulmanes ofendidos, empezรณ a correr la voz en Facebook hasta que un desconocido se presentรณ en la puerta de la escuela, preguntรณ a los niรฑos con aspecto musulmรกn quiรฉn era Samuel Paty, dio con รฉl, lo siguiรณ, lo decapitรณ en plena calle a veinte kilรณmetros de Parรญs y se grabรณ despuรฉs con la cabeza en la mano. El terrorista, Abdoullakh Abouyedovich Anzorov, tenรญa dieciocho aรฑos y era checheno.
Esa nueva atrocidad demostrรณ que el poder desencadenado por los dibujos de Charlie Hebdo no se habรญa atenuado tras la masacre de la revista. En el homenaje a la vรญctima, el presidente Emmanuel Macron defendiรณ la libertad de blasfemar y tratรณ a Paty como un mรกrtir de la repรบblica. Eran las รบnicas palabras posibles en un lรญder europeo ante un asesinato tan monstruoso, pero muchos musulmanes franceses protestaron y la ira se contagiรณ de nuevo a otros paรญses. Hubo manifestaciones contra Macron en ciudades de Occidente y del mundo islรกmico, y finalmente nuevos atentados en Francia y Austria.
En los debates que suscitรณ esta nueva ola de violencia, la presencia de los tabรบes era pertinaz. Por una parte, estaba la incapacidad de muchos musulmanes europeos de tolerar la ofensa, lo que hizo de las expresiones de condena sin paliativos (es decir: aquellas que no solo execraban el asesinato, sino que apoyaban el derecho a la blasfemia) una excepciรณn. Por otra, estaba el tabรบ de los ciudadanos franceses de izquierdas, para los que la mera alusiรณn a que el islam pueda ser un problema suponรญa un acto de xenofobia. Por รบltimo, estaba la derecha nacionalista, que utilizaba los atentados para defender la expulsiรณn de los musulmanes, es decir, para convertir a una parte de la sociedad compuesta por gente muy diversa en tabรบ.
Pero hubo algo que pasรณ inadvertido y que es el asunto medular del libro que tienes en las manos: el hecho de que el profesor ofreciera a sus alumnos musulmanes abandonar la clase para no ser ofendidos por las caricaturas que iba a mostrar. Aquรญ estรก la clave de nuestra derrota colectiva, en ofrecer a los alumnos de un credo que se mantengan ajenos a una lecciรณn tan importante como la que enseรฑa la libertad de expresiรณn. Esto supone haber asumido la mentira de que la sociedad democrรกtica no es el lugar donde, independientemente de nuestras creencias e identidades, todos tenemos sitio si nos sometemos a los derechos universales.
Ofrecer a un grupo identitario ausentarse de la clase sobre un derecho fundamental es muy diferente de no poner cerdo en el comedor o respetar una dieta vegetariana. Supone dar por vรกlida la monstruosa idea de que una identidad es incompatible con la democracia, es decir, asumir la derrota de la sociedad multicultural y cubrirse las espaldas ante los problemas sentimentales que pueda acarrear compartir una idea clave. ยฟAcaso los niรฑos musulmanes no tienen derecho a aprender por quรฉ la blasfemia estรก consentida en Francia? ยฟNo son algunos de ellos, de hecho, quienes mรกs necesitan comprender este principio fundamental, que con frecuencia les negarรกn sus familias y, si viven en guetos, cosa fรกcil en Francia, sus comunidades?
La desafortunada forma de โrespetarโ la identidad y separarla de unos valores intrรญnsecos a la democracia, que es lo que se adivinaba tras la invitaciรณn bienintencionada de Samuel Paty a sus alumnos musulmanes, se ha extendido como la gangrena en Occidente. La consecuencia de esta perspectiva, que importamos de Estados Unidos y sus nefastas polรญticas de la identidad, es el separatismo cultural: como veremos en la tercera parte de este libro, el fin de la sociedad multicultural, basado en la renuncia acobardada de quienes dicen defender este modelo social con mรกs ahรญnco.
Comparto con las almas puras la idea de que nadie con un mรญnimo de sensibilidad mencionarรญa la soga en la casa del ahorcado, pero nos enfrentamos a un problema enorme: en el mundo global e hipercomunicado la casa del ahorcado no tiene paredes, ni puerta por la que escapar; abarca el mundo entero sin dejar un resquicio para la libertad. Digamos lo que digamos, una comunidad dominada por sus integristas podrรก venir a castigarnos como a niรฑos que juegan a decir palabrotas en una estaciรณn de tren abandonada. Y esto, amable lector, es mucho mรกs grave que una ola de infantilismo: es la mayor amenaza contra la sociedad abierta que se ha visto en las รบltimas dรฉcadas.