Mishima mon amour

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¡Vemos al Japón emborrachándose de prosperidad y hundiéndose en un vací­o del espí­ritu…Nuestros valores fundamentales como japoneses están amenazados…El emperador ya no ocupa en el Japón el lugar que le corresponde!. El 20 de noviembre de 1970 el escritor Yukio Mishima no solo decidió morir, hizo de la muerte su ultima obra: como escenario, el Ministerio de Defensa; como audiencia, 800 miembros de las fuerzas armadas.

¡Tenno heikai Banzai! (¡Larga vida al emperador!) gritó antes de hundir una daga en el lado izquierdo de su vientre para luego ser decapitado. Mishima escogió como ritual de muerte el seppuku, expresión de pública protesta.

Japón, un paí­s que siempre ha hecho honor a las muertes voluntarias, sufrió esta con angustia, temeroso sobre todo de la opinión internacional ¿este era signo de un resurgimiento del militarismo y un nacionalismo de derecha?

Con Mishima morí­a el Japón tradicional, el nacionalista, el legitimista de una monarquí­a descendiente del astro solar pero debilitada ante su evidente fragilidad humana.

Después del ataque nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki, el emperador Hiroito se rindió incondicionalmente, dando fin a la Guerra y perdiendo su condición divina: ¡Hemos determinado preparar el terreno para que las futuras generaciones vivan en paz!.

En 1966 Mishima escribió: ¡Valerosos soldados han muerto porque un dios les ordeno combatir, y menos de seis meses después, aquella salvaje batalla es detenida de golpe porque un dios ha ordenado que cese el fuego. Pero Su Majestad ha declarado: ¡En realidad, yo también soy un mortal.! ¿Por qué el Emperador se ha convertido en hombre?!.

Para Japón el honor y la obediencia son un deber, y la gran aportación a la historia del radicalismo fueron esos valientes, los kamikazes, que convertidos en ¡aliento de los dioses! bendecí­an su Imperio con un grito de guerra, ¡Banzai! ¡Banzai!

Hoy parece que nadie recuerda que cuando un par de aviones se estrellaron contra el World Trade Center, la misión Mohamed Atta tuvo su origen en Oriente.

La muerte de 4,000 kamikaze engendró una impresión más simbólica que práctica; luego de la guerra Japón, un paí­s cuyas costumbres y lengua eran prácticamente desconocidos, no sólo estaba devastado, sino traicionado el ideal tradicional y nacionalista.

El imperio nipón era sometido y las reformas fueron impuestas por Estados Unidos, lo que al final lo convirtió en lo que no querí­a ser: un milagro económico. No era la primera vez que esto ocurrí­a.

En 1853 los ¡bárbaros de occidente! -al mando del Comodoro Matthew C. Perry-, arribaron en cuatro buques de guerra al puerto de Uraga, reclamando apertura al comercio internacional, luego de 250 años de aislamiento impuesto por el Shogunato de los Tokugawa.

Con el primer cónsul estadounidense, Townsend Harris, llegaron las primeras herraduras, un año más tarde, ningún caballo japonés iba sin resguardos.

Aunque el emperador estaba contra una polí­tica comercial conciliadora, el Shogun, temeroso de que Occidente extendiera su hegemoní­a hacia su territorio, seis años después aceptó firmar el Tratado de Comercio y Amistad mutua.

Era un tratado desigual, pues Japón no podí­a fijar aranceles sin la aprobación estadounidense, pero fiel a su sentido de constante perfeccionamiento, este paí­s entendió el momento histórico y se modernizó. Abolió el sistema feudal para iniciar la Era Meiji y reconstruyó un nuevo sistema nacional centralizado, tomando como ejemplo a varios paí­ses occidentales.

Japón al que no le interesaba salir de su aislacionismo, en tan sólo medio siglo pasó de la edad de piedra a ser la primera potencia industrial, militar y económica de Oriente, que a su vez, es el mayor depósito de gente residente en el mundo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, para Estados Unidos era urgente revivir la economí­a japonesa y convertirlo en bastión anticomunista frente a China. Desde entonces, el crecimiento de su economí­a no puede recibir más calificativo que el de espectacular. En la década de 1960 superó el 10 por ciento anual, debido sobre todo al consumo interno y aunque no creció de manera significativa durante la década de 1990, desde 2003 las cifras han mostrado mejora, alcanzando 2.8% en 2006.

Pese a las turbulentas relaciones históricas entre Japón y China, el ví­nculo en términos productivos y de flujos financieros en los últimos 50 años no tiene precedentes, Japón se ha convertido en su principal inversionista y socio comercial.

El desarrollo industrial le ha permitido consolidar al sector automotriz como lí­der mundial; con sus diez marcas, hoy Japón tiene más empresas en este sector que cualquier otro paí­s.

La más notable de ellas es sin duda- Toyota, que en 2006 por primera ocasión rebasó en ventas a General Motors, sólo 23 años después de haber establecido una alianza comercial con el corporativo americano.

¿Cuál es la clave? Dirección, una filosofí­a empresarial basada en el kaizen, la mejora continua: ¡desarmarlo completamente y volverlo a armar de una mejor manera!; Japón necesitaba sobrevivir, desarmarse para renacer y el kaizen fue la ví­a para alcanzar a las potencias industriales de Occidente.

Japón siempre necesita de la fuerza para encontrar dirección; su condición de sobreviviente de un holocausto nuclear le dio un nuevo Tokugawa: Douglas MacArthur, que supervisó la ocupación y a quien Occidente le atribuye el mérito de los cambios democráticos. Seis décadas después, el Shogun ha desaparecido y los valores se han colapsado. Desarmar para mejorar no es suficiente.

Cómo es posible que un pueblo que encuentra en el sakura zensen, el viento que sopla sobre los pétalos de la flor del cerezo y los deshoja, la máxima demostración de que los dioses existen, sea el paí­s con el mayor sentido de disciplina suicida y necesite siempre tener un componente militar para encontrar su razón.

No hay momento más sublime que la encarnación divina y espiritual del sakura, porque es prueba de que la vida es bella; para el pensamiento estético japonés, la belleza es efí­mera, como los capullos de cerezo, encantadores porque sólo duran diez dí­as; como los kamikazes o el rito del seppuku.

La sociedad japonesa protagoniza hoy un juego efí­mero, el pachinko, esos grandes salones de juego donde se juega por nada… el vací­o de una sociedad donde lo único que se enseña son los lí­mites de lo que se puede comprar.

Para los visitantes, Japón parece el paraí­so del consumo. Es el frenesí­ de las compras compulsivas (el tradicional ahorro japonés cayó del 15 al seis por ciento anual en 40 años), además de poder adquisitivo, los japoneses tienen que aprovechar el poco tiempo libre que tienen: en promedio trabajan once horas diarias, en algunos casos suman 80 semanales, sin descanso, dando como resultado un nuevo mal, el karoshi o muerte por exceso de trabajo.

Pero sobre todas las cosas, la sociedad japonesa es el mejor reflejo de la gran crisis encubierta de las sociedades desarrolladas: el lí­mite de lo material y la necesidad de lo espiritual.

Esos recuerdos del Japón que fue y esos salones donde se juega queriendo ganar tiempo para llenar la vida, son el mejor testimonio de lo que le espera a las sociedades que pueden dar a sus habitantes casi todo lo que quieren, sin considerar que ¡casi todo! viene vací­o y desnudo, como la materia misma.

Japón nunca se pudo comprar la vida que quiso, Japón imitó la vida de los demás. Hoy, cuando los demás no saben a donde ir, Japón trata de recuperar el recuerdo y el sonido de donde nunca quiso salir: El imperio del sol naciente.

La gran crisis de Japón está ligada a la crisis de los Estados Unidos, es un choque que tiene dos posibles caminos, o encuentra un objetivo nacional a seguir o estará inevitablemente condenado a caer en el extremismo militar, porque la esencia japonesa nunca abandonó el shogunato.

Japón lleva dos siglos siendo lo que nunca quiso ser, ese anticipo del futuro. Para verlo basta ir a Shibuya, ahí­ donde las adolescentes buscan perder la virginidad según la Babel de Alejandro González Iñárritu: tres niños sentados bajo de un gran árbol de cerezo no ven otra cosa que su teléfono celular, donde uno juega, otro ve la televisión y otro sostiene una videoconferencia.

En Shibuya, o en cualquier otro sitio donde el rápido paso de los habitantes de Tokio converge, podemos ver cómo las soledades se cruzan, y eso en el fondo, no es nada más que el sí­ntoma del Japón actual: un enorme cruce de gente que nunca se toca y cada vez se conoce menos. ~

Para la documentación se utilizó Mishima o la visión del vací­o de Marguerite Yourcenar, Editorial Seix Barral, 1985.

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