Ilustración: Hugo Alejandro González

Paradigmas perdidos: Cómo cambia la ciencia

La ciencia es un proceso que, contrario a la ideología, se distingue por la flexibilidad intelectual. Esa perpetua disposición al cambio genera reticencia.
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Dicho por un científico sonará algo presuntuoso, pero aún así lo voy a decir: la ciencia es uno de los esfuerzos más nobles y exitosos de la humanidad, y es la mejor manera que tenemos de comprender cómo funciona el mundo. Sabemos más que nunca acerca de nuestros cuerpos, de la biósfera, del planeta y del cosmos. Somos capaces de fotografiar a Plutón, de desentrañar la mecánica cuántica, de sintetizar químicos complejos y de asomarnos a las operaciones del ADN (y hasta manipularlo), por no hablar de nuestros cerebros e incluso de nuestras enfermedades.

En ocasiones es cierto que el éxito de la ciencia causa problemas. Las armas nucleares –quizá la amenaza más inmediata a la vida en la Tierra– fueron un triunfo de la ciencia. Y luego tenemos los inconvenientes paradójicos de la medicina moderna, en particular la sobrepoblación, así como la destrucción del medio ambiente que la ciencia sin quererlo ha promovido. Sin embargo, nada de esto es la causa de la crisis de legitimidad que enfrenta hoy la ciencia centrada en una desconfianza y negación rampante por parte del público.

¿Cómo puede ser? ¿Por qué a las personas de ciencia nos cuesta tanto defender y promover nuestras mayores hazañas? Hay varios factores en juego. En algunos casos, la ciencia entra en conflicto con las creencias religiosas, en particular con las de los fundamentalistas –cada año me veo en la necesidad de dar a mis estudiantes de licenciatura una “charla” en la que hablo con franqueza con ellos sobre los cuestionamientos que la ciencia evolutiva planteará a las creencias religiosas literalistas que puedan tener–. En el espectro político, existe un conflicto entre los hechos científicos y las perspectivas económicas de corto plazo. Las personas que niegan el cambio climático tienden a ser no solo analfabetas científicas sino a recibir apoyo de corporaciones emisoras de co2. Los antivacunas fundan su ímpetu en las repercusiones de un único estudio desacreditado que sigue resonando entre personas predispuestas a creer en la “medicina alternativa” y opuestas a la sabiduría establecida.

El problema, no obstante, es mucho más profundo. Muchos de los hallazgos científicos van en contra del sentido común y ponen en entredicho nuestros presupuestos más profundos sobre la realidad: el hecho de que aun los objetos más sólidos están compuestos en su mayoría, a nivel subatómico, de espacio vacío, o la dificultad de concebir cosas que van más allá de nuestra experiencia cotidiana, como pasa con las enormes temperaturas, escalas de tiempo, distancias y velocidades, o (como en el caso de la deriva continental) con los movimientos extremadamente lentos –por no hablar de la posibilidad, estadísticamente verificable pero inimaginable en otros sentidos, de la selección natural de generar, con el paso del tiempo, resultados de una complejidad deslumbrante–. Encima de todo esto está la paradoja persistente de que entre más conocemos sobre la realidad menos central e importante resulta ser nuestra especie.

Y, sin embargo, hay un factor desatendido en la desconfianza que tiene el público frente a la ciencia, y está en el corazón de los esfuerzos científicos. La capacidad de autocorregirse es la fuente de la inmensa fuerza de la ciencia, pero en cambio al público lo desconcierta que la sabiduría científica no sea inmutable. El conocimiento científico cambia con enorme velocidad y frecuencia –como debe ser–, sin embargo la opinión pública arrastra los pies y se niega a ser modificada una vez que queda establecida. Y este rápido reflujo de la “sabiduría” científica ha hecho que mucha gente se sienta mareada, confundida, y cada vez más renuente a acercarse a la ciencia en sí.

En su muy influyente libro La estructura de las revoluciones científicas (1962), el físico y filósofo de la ciencia Thomas Kuhn discutió que la “ciencia normal” avanza siguiendo ciertos paradigmas dominantes. En otras palabras, cada disciplina científica está gobernada por una serie de teorías y supuestos metafísicos aceptados dentro de los cuales la ciencia normal opera. Periódicamente, cuando esta rutinaria “solución de enigmas” lleva a resultados inconsistentes con la perspectiva dominante, sobreviene un periodo disruptivo y emocionante de “revolución científica” después del cual se establece un nuevo paradigma y la ciencia normal vuelve a operar.

Extrañamente, Kuhn comentó que los nuevos paradigmas no necesariamente ofrecen una imagen más precisa del mundo real. Es una aseveración particular: por ejemplo, en el campo propio de Kuhn, la astronomía, la perspectiva copernicana de un sistema solar heliocéntrico es claramente superior a la geocéntrica anterior. El lenguaje de Kuhn ha permitido tener una sensación exagerada de lo revolucionario que puede resultar un paradigma nuevo. Cuando Newton dijo: “Si he visto más lejos, es porque estaba parado sobre los hombros de gigantes”, no solo estaba siendo modesto; estaba más bien enfatizando el grado en que la ciencia es acumulativa, construida a partir de los logros anteriores y no a partir de saltos cuánticos.

Kuhn, sin embargo, estaba en lo cierto acerca de esto: el proceso acumulativo genera no solo algo más, sino también algo completamente nuevo. En ocasiones lo nuevo implica el descubrimiento literal de algo que no se conocía con anterioridad (los electrones, la relatividad general, el Homo naledi). Por lo menos tan importantes, sin embargo, son las novedades conceptuales; cambios en los modos en que la gente entiende –y con frecuencia malentiende– el mundo material: sus paradigmas operativos.

Claro que las leyes y los procesos fundamentales del mundo natural existen de manera independiente de los paradigmas humanos: la Tierra orbita alrededor del Sol independientemente de si las personas tienen una perspectiva ptolemaica o copernicana. Como dijo B. F. Skinner: “Ninguna teoría cambia aquello sobre lo que quiere teorizar.” Los detalles factuales del mundo están en una continua fluctuación heraclitiana, pero las reglas y los patrones básicos que subyacen a estos cambios en el mundo físico y biológico permanecen constantes. Hasta donde sabemos, la luz viajaba a la misma velocidad durante la era de los dinosaurios que ahora, así como la relatividad general y especial eran válidas antes de ser identificadas por Albert Einstein. Nuestros hallazgos, sin embargo, están en constante “evolución”.

Este tipo de cambio es al mismo tiempo emocionante y atemorizante. Después de todo, cuesta mucho trabajo dejar de lado una idea preciada, en particular una que tomó tiempo para que se propagara y que al final termina siendo aceptada ampliamente. Y para muchas personas –científicos y no científicos– es mucho más difícil dejar ir ideas que parecían tener el sello de aprobación de la ciencia. ¿No se trata de eso la ciencia: una serie de hechos factuales inamovibles sobre lo que sabemos que es verdad?

De hecho, esa frase misma es falsa. La ciencia es un proceso que, contrario a la ideología, se distingue por la flexibilidad intelectual, por una aceptación grácil, agradecida (aunque a veces renuente), de la necesidad de cambiar de opinión según las evoluciones de nuestra comprensión del mundo. La mayoría de las personas no son revolucionarias, ni en el ámbito científico ni en ninguno otro. Pero cualquiera que aspire a estar bien informado necesita comprender no solo los hallazgos científicos más importantes, sino también estar al tanto de su naturaleza provisional y de la necesidad de evitar las categorías excesivamente sólidas: estar al tanto de cuándo hay que dejar ir el paradigma existente y reemplazarlo con uno nuevo. Lo que es más, hay que estar al tanto de que estas transiciones son señales de progreso y no de debilidad, una consideración mucho más difícil de lo que parece. Un buen paradigma es difícil de dejar ir.

Hay una larga lista de ideas que se consideraron como “científicamente válidas” en su momento y desde hace tiempo han sido descartadas. La creencia en una Tierra plana fue una muy prominente, junto con el sistema ptolemaico que había ubicado a nuestro planeta como el centro de todas las cosas celestiales. Aunque es sencillo ridiculizar esa temprana perspectiva geocéntrica, fue impresionantemente “científica” en su momento, apoyada en modelos matemáticos elaborados y en los datos empíricos disponibles en ese tiempo –aunque, claro, estaba basada en una astronomía visual y no en el uso de telescopios.

La alquimia es, en un sentido real, el ancestro de lo que ahora llamamos química, pero sus practicantes tuvieron que retractarse de su paradigma anterior para convertirse, al final, en químicos “reales”. Otras teorías perdidas incluyen al “éter luminífero”, por mucho tiempo considerado la sustancia que propagaba las ondas de luz y cuyo alcance explicativo se extendió hasta incluir a la radiación electromagnética en general, o la teoría calórica, que planteaba la existencia de una sustancia hipotética hecha de calor, y que pasaba de cuerpos más calientes a otros más fríos.

Algunos de estos cambios de paradigma ocurrieron antes de que la ciencia misma se convirtiera en un empeño institucional, y entonces no minaban la legitimidad de la ciencia como proyecto. El término “científico” no existió hasta que el historiador y filósofo inglés William Whewell lo acuñó en 1834. Una vez que la ciencia se convirtió en una disciplina intelectual y a los científicos se les identificó como sus practicantes, entonces junto con lo bueno (el progreso en la correcta comprensión del mundo natural) llegó lo malo (el hecho de que la sabiduría de la ciencia no fuera sólida como la piedra).

Los cambios de paradigma no están confinados al pasado distante. En mi propia especialidad, el estudio del comportamiento animal, fue de rigueur durante décadas evitar cualquier suposición de conciencia animal, o incluso la presencia de una mente animal. Cualquier insinuación de antropomorfismo era como el tercer riel en la investigación del comportamiento animal: tocarlo quizá no implicaba morir electrocutado pero sí perderte una beca o un puesto académico. Este paradigma de los animales “sin mente” se derivaba en parte de la aplicación errada del principio de la navaja de Ockham (las explicaciones más simples siempre son preferibles) y en parte también de la consecuencia del conductismo radical, un esfuerzo por transformar a la psicología en algo puramente objetivo y científico –un enfoque en gran medida pasado de moda–. Los hallazgos recientes, incluyendo el trabajo realizado con Alex (que tristemente ya murió), el loro gris africano, así como los impresionantes estudios sobre la cognición de chimpancés, cuervos y perros, han evidenciado que estas criaturas son capaces de hazañas intelectuales que se comparan favorablemente con las de seres humanos normales y sanos. En su momento negadas por la ciencia, las mentes animales son ahora sujetos legítimos de estudio bajo la rúbrica de la “etología cognitiva”.

La mente animal es un objeto legítimo de investigación científica, y al mismo tiempo la mente humana ha sido trasladada al universo físico. Esto es profundamente confuso para quienes estaban comprometidos con el concepto místico de la conciencia como algo inefablemente separado de la materialidad. René Descartes es famoso como filósofo y matemático, sin embargo él se consideraba a sí mismo principalmente un investigador empírico, y de hecho fue un pionero en el siglo xvii de la fisiología. Parte de la ciencia de Descartes se basaba en la certeza de que el cuerpo y la mente eran entidades distintas, una concepción que sigue siendo muy influyente en la imaginación popular. Sin embargo, una de las disciplinas científicas más productivas en nuestros días es la neurobiología, cuyos hallazgos han hecho cada vez más difícil sostener ese concepto de dualidad cartesiana de que la conciencia humana está más allá del alcance de la investigación científica y de las explicaciones físicas y biológicas. “Tú, tus alegrías y tus penas, tus memorias y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y tu libre albedrío”, escribió Francis Crick en su libro La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (Debate, 1994), “no son más que el comportamiento de un enorme ensamblaje de células nerviosas y sus moléculas asociadas”.

Algunos de los cambios de paradigma más importantes han tenido lugar en el campo de la biomedicina: por eso no es ninguna sorpresa que muchas de las quejas sobre la inconsistencia de la ciencia surjan a partir de la confusión ante los consejos cambiantes sobre nuestros cuerpos y el cuidado que tenemos que tener de ellos. Gracias a Louis Pasteur, Robert Koch, Joseph Lister y otros microbiólogos pioneros del siglo XIX y XX, comprendimos el rol que desempeñan los patógenos en las enfermedades, lo que llevó al descubrimiento científico de que “los gérmenes son malos”. Este paradigma particular –que desplazó a la creencia en el “aire malo” y nociones similares (el término influenza viene de la supuesta “influencia” de los miasmas en las enfermedades)– fue rechazado con particular fuerza por las autoridades médicas del momento. Los doctores, que rutinariamente realizaban autopsias a cadáveres atestados de enfermedades, no estaban dispuestos a aceptar la idea de que sus manos sin lavar fueran las transmisoras de enfermedades a sus pacientes, al grado de que el médico Ignaz Semmelweis, quien en 1847 demostró el papel de los patógenos en las manos como causa de la fiebre puerperal, fue ignorado, vilipendiado y finalmente conducido a la locura.

Más recientemente, la gente por fin se había acostumbrado a preocuparse por criaturas tan pequeñas que no pueden verse simplemente, y ahora una nueva generación de microbiólogos ha demostrado el sorprendente hecho de que muchos microbios asociados con nosotros (incluidos pero no limitados a los que componen el microbioma intestinal) no solo son benignos sino que son esenciales para la salud.

Las células nerviosas, nos dijeron, no se regeneran, en especial las del cerebro. Ahora sabemos que sí lo hacen. Los cerebros incluso producen nuevas neuronas; así que se le pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo. Lo mismo pasa con el supuesto hasta hace poco de que una vez que una célula embrionaria se diferencia para volverse una célula de la piel o del hígado su destino está sellado. Gracias a la tecnología de clonación esto ha cambiado, ya que se descubrió que los núcleos de las células pueden ser inducidos a diferenciarse en otros tipos de tejido también. Dolly la oveja fue clonada a partir del núcleo de una célula mamaria completamente diferenciada, lo que prueba que el paradigma de la diferenciación celular irreversible debía ser revisado. Los biólogos han sabido desde hace mucho que la vida es frágil y existe en condiciones muy específicas y especiales. Au contraire: se han descubierto organismos vivos en algunos de los ambientes más desafiantes imaginables, incluidas las ventilas hidrotermales en el fondo del mar y condiciones anaeróbicas que antes se consideraban carentes de vida. Las vidas individuales sin duda son frágiles, pero la vida es notablemente robusta.

Hasta hace poco, los doctores estaban seguros científicamente de que por lo menos se requería una semana de reposo absoluto después de un parto vaginal normal, sin complicaciones, y más después de alguna cirugía invasiva. Ahora a los pacientes quirúrgicos se les alienta a que comiencen a caminar lo más pronto posible. Durante décadas, las anginas protuberantes pero benignas se le extirpaban a un niño con la garganta adolorida. Ahora ya no. La psiquiatría nos ofrece una panoplia problemática y generalizada: la homosexualidad, hasta 1974, se consideraba una enfermedad mental; la esquizofrenia se pensaba que era causada por los malos comportamientos verbales y emocionales de “madres esquizofrenógenas”; y las lobotomías prefrontales eran el tratamiento científicamente aprobado para la esquizofrenia, la enfermedad bipolar, la depresión psicótica y, algunas veces, incluso simplemente como una manera de calmar a un paciente irascible e intransigente.

Probablemente los casos más notables de paradigmas médicos hallados, luego perdidos, luego recuperados y más tarde colocados en una especie de limbo científico ocurren en el campo de la nutrición. No fui el único niño que creció en la década de los cincuenta para quien un desayuno normal estaba compuesto por dos huevos. Para las generaciones siguientes, el colesterol era poco menos que un veneno. ¿Y ahora? Ahora no tanto. No hay duda de que las grasas trans son malas, muy malas. Pero otras grasas han pasado por un ciclo vertiginoso de exilio, aceptación y después tolerancia moderada solo porque reducen el apetito y quizá puedan ayudar a limitar la obesidad. La cafeína también era mala, un veredicto que se revirtió –pero solo hasta cierto punto–. ¿El vino? ¿En especial el vino tinto? Malo. Más bien, en realidad, bueno. Siempre y cuando no se exceda. ¿Azúcar? Primero bien, luego no. Y ahora, más o menos. Y no empecemos a hablar del gluten.

Desprovistos de los paradigmas anteriores, muchos de ellos reconfortantes, ¿qué nos queda? Algunas de las certidumbres destronadas no se extrañan, por lo menos no por el momento: cambiar de dieta (aunque no sea sencillo) es algo relativamente claro, como también lo es reconceptualizar nuestra percepción de los microbios y la capacidad de las células nerviosas para regenerarse o de otras para diferenciarse.

Sin embargo, perder cualquier paradigma desorienta y la pérdida de algunos puede ser hasta descorazonadora. Quizá lo que lamentamos sea la pérdida de certeza, del tipo de certeza que las religiones ofrecen a sus seguidores. Quizá se trate de una búsqueda de autoridad, el tipo de autoridad que buscábamos en nuestros padres. O de una añoranza universal por tener un puerto confiable –conceptual y no marítimo, obviamente– en medio de las tormentas de imponderables de la vida. Cualquiera que sea la causa, a las personas se les dificulta aceptar que la realidad del mundo sea inestable, cambiante e impermanente. Y esta dificultad, a su vez, nos incomoda a propósito de la única certeza y estabilidad que la ciencia nos ofrece: que los paradigmas vienen y se van.

Y más preocupante todavía, los cambios en los hallazgos científicos han permitido que los malhechores siembren dudas. Los creacionistas señalan la dinámica intelectual cambiante entre los partidarios del gradualismo filético (que la evolución avanza lentamente) y el equilibrio puntuado (que algunas veces avanza muy rápido), para señalar que el darwinismo está severamente puesto en duda. No lo está. Los especialistas están en desacuerdo únicamente en el ritmo al que la evolución por selección natural sucede; no ponen en duda que es algo que sucede. Lo mismo pasa con la controversia sobre si la unidad de medida de la selección es el gen, el individuo o el grupo. Pero, en el mismo sentido, los negadores del cambio climático señalan las constantes revisiones a los modelos atmosféricos y los datos como “prueba” de que la ciencia en sí misma es falsa. “Si la ciencia climática es algo establecido”, escribió el columnista conservador Charles Krauthammer en The Washington Post en 2014, “¿por qué sus predicciones siguen cambiando?” Hay que decirle al Sr. Krauthammer que esto pasa porque conforme conseguimos mejores datos podemos hacer mejores predicciones (que confirman el calentamiento global antropogénico a un grado mucho más y no menos preocupante).

Un posible correctivo para todo esto sería el modo en que enseñamos ciencia. Actualmente nuestros hallazgos se comunican como un catálogo de Cosas que Sabemos, lo cual tiene la doble desventaja de hacer que la ciencia parezca un ejercicio laborioso de memorización, pero también da la falsa impresión de que nuestro conocimiento es algo petrificado e inmutable, como un insecto del periodo cretácico atrapado en un pedazo de ámbar. Quizá, más bien, deberíamos enseñar ciencia como una emocionante revisión de Las Cosas que No Sabemos (Todavía).

Sin la manta reconfortante de la permanencia ilusoria y la verdad absoluta, tenemos la oportunidad y la obligación de hacer algo extraordinario: ver el mundo como es, y entender y aceptar que nuestras imágenes seguirán cambiando, no porque estén equivocadas, sino porque nos hacemos cada vez más con mejores instrumentos de visión. Nuestra realidad no se vuelve más inestable, lo que pasa es que nuestro entendimiento de la realidad es, por necesidad, un trabajo en proceso.

La pérdida de paradigmas puede resultar algo doloroso, pero es testimonio de la condición vibrante de la ciencia y de la imparable mejoría del entendimiento humano conforme nos acercamos a una comprensión cada vez más precisa del modo en que opera el mundo. Según la Biblia, fuimos castigados por comer el fruto prohibido del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal. En nuestra búsqueda de conocimiento –no del bien y el mal, pero (como dijo Shakespeare) de cómo se agita el mundo– también absorbemos un tipo de castigo. Afortunadamente, perder un paradigma es mucho menos devastador que perder el paraíso. Más aún, a diferencia de los supuestos modos de Dios, la ciencia no necesita ninguna justificación especial más allá de la satisfacción que brinda, así como los hallazgos prácticos que ofrece. Cada paradigma perdido se compensa con la sabiduría encontrada.

Recientemente escuché a un hombre entrevistado en la estación de radio pública local sobre la dificultad de mantenerse al día en lo que consideraba “los virajes de la sabiduría científica”. Dijo: “Fui soldado en Irak en dos ocasiones y sé lo difícil que es atinarle a un blanco en movimiento. Lo que desearía es que los expertos científicos se quedaran quietos.”

Pero ese es el punto. Quedarse quieta es exactamente lo que la ciencia no hará. ~

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Traducción del inglés de Pablo Duarte.

Publicado originalmente en Aeon.

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es profesor emérito de psicología de la Universidad de Washington en Seattle. Su libro
más reciente es Through a glass brightly (Oxford University Press, 2018


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