No basta con que los gobiernos urdan un discurso en torno a la importancia de la libertad de expresión, deben garantizarla en la práctica. Hoy día en que se encuentra amenazada en nuestro país, resulta imprescindible preguntarnos por qué no ha existido una movilización ciudadana que demande la existencia de un ejercicio crítico tan crucial para la vida democrática.
La libertad de expresión es un valor democrático del que hablamos mucho, pero que dimensionamos poco. Me atrevo a decir que es algo tan fundamental que, en todos los países del mundo, los gobiernos suelen afirmar que constituye un derecho garantizado, aunque en la práctica no lo sea realmente. La Constitución de Corea del Norte lo establece en su artículo 67. Lo mismo dice el artículo 35 de la Constitución de la República Popular China, el 54 de la cubana y, sí, también el sexto de la mexicana desde su primera redacción en 1917, época en la que muy seguramente no significaba lo mismo que hoy.
Es decir: narrativamente, los gobiernos buscan convencernos de que la libertad de expresión existe y normalmente confiamos en denuncias ciudadanas para saber si es un derecho de papel o una verdadera garantía democrática. En la medida en que los medios de comunicación son visiblemente censurados, las y los opositores llevados a la cárcel o al silencio, y perseguidos o asesinados quienes se dedican al periodismo, la realidad nos muestra que la libertad de expresión puede ser un concepto robusto, pero también un derecho frágil.
En México realmente no hemos vivido nunca con libertad de expresión absoluta, como tampoco con censura total. Las estadísticas de agresiones a periodistas nos posicionan como el país más violento del continente y, al mismo tiempo, históricamente los gobiernos federales y locales han usado la propaganda gubernamental como un instrumento de control tácito para permear la opinión y la información publicada. En años recientes, habíamos visto algunos intentos de intimidación, como cuando Humberto Moreira demandó a Sergio Aguayo o cuando Pedro Salmerón denunció a casi treinta ciudadanos, mayormente periodistas y personajes públicos, por cuestionar su posible nombramiento como embajador en Panamá debido a las acusaciones en su contra por acoso sexual. Acallar opiniones, pues, no es un ejercicio novedoso, pero en los últimos meses ha surgido un fenómeno que sí parece serlo: los tribunales les dan la razón a quienes ostentan el poder o tienen cercanía con él usando interpretaciones poco ortodoxas de la ley para justificar sus decisiones.
Así lo deja ver un reporte publicado por la organización Artículo 19: el conteo de 51 procesos legales en contra de periodistas registrados en los primeros siete meses de 2025 evidencia que el acoso judicial se ha convertido en una estrategia y tendencia. Mario Campos señalaba con razón –y preocupación– en un artículo publicado el pasado 29 de agosto que tanto la aclaración de Beatriz Gutiérrez Müller al tema de su supuesta residencia en España, como los tuits de Sabina Berman que sugerían poner límites a la libertad de publicar, debían ser leídos como señales explícitas del interés por usar la ley para restringir el ejercicio periodístico.
En ese contexto, es importante plantearnos el posible futuro de la libertad de expresión en México: pensar si su restricción está generando los cuestionamientos suficientes y también cómo alertar sobre esta tendencia sin caer en el debate infructuoso en el que acusamos de censura, se firma un desplegado y pensamos que la opinión pública despertará de un supuesto letargo para emitir un voto de castigo en contra de las autoridades que usan la ley para acallar críticas.
Me parece que no es aventurado sostener que la mayor parte de la gente no siente que su libertad de expresión esté en riesgo. No lo piensan ni siquiera quienes llevan un mes ridiculizando la sentencia que ordenaba disculpas públicas a la diputada “Dato Protegido”. ¿Por qué? Una hipótesis es que, para la mayor parte de la gente, el uso de la voz nunca ha sido útil para cuestionar al poder y cambiar alguna realidad. La gente usa su voz para resolver su realidad inmediata; y sus críticas, de existir, no llegan a oídos de la autoridad.
Otra hipótesis es que las redes sociales nos dan la ilusión de libertad y, en ese sentido, sirven para despresurizar la tensión que normalmente motiva movimientos sociales. No conozco la estadística, pero me da la impresión de que la protesta en todo el mundo se ha digitalizado. Es decir, hay menos marchas, menos huelgas, más hashtags. El caso de la diputada Diana Karina Barreras, mejor conocida como “Dato Protegido”, es representativo en ese sentido. Tras la sentencia del tribunal a Karla Estrella, la reacción en redes fue inmediata: treinta días de burlas y memes a quien promovió la denuncia, una cascada de fotos sobre lujos ominosos y difíciles de justificar con los ingresos reportados. En resumen, un festín de humillación en contra de la diputada. La pregunta que hacen los oficialistas es que, si esto fue posible, ¿puede hablarse realmente de que se silenciaron las críticas? Si no hubiera libertad de expresión, ¿cómo podríamos estar hablando de esto? En sentido estricto, tienen razón. Existe la posibilidad de manifestar desacuerdo con el poder, aunque a veces hay que emitir disculpas: disculparse con la senadora Andrea Chávez por criticar el supuesto manejo privado de recursos públicos, disculparse con el senador Noroña por confrontarlo en un aeropuerto, disculparse con Dato Protegido por ignorar su flamante carrera legislativa.
No obstante, las redes sociales han generado una falsa idea de libertad. Sí, generalmente podemos decir las cosas sin consecuencia, pero también sin trascendencia. Las redes sociales que se alimentan de lo inmediato, lo virulento, lo estridente son un espacio de fuga para la frustración que, después de la Primavera Árabe y otros pocos movimientos, más bien ha servido para distender que para convocar la movilización. México es uno de los países con más uso de redes sociales en el mundo. El dato más actualizado del Inegi sugiere que más del 90% de las y los mexicanos usan el internet para tener acceso a, por lo menos, una red social. Tal vez por esa tendencia somos muy propensos a mantenernos en conversaciones estrictamente digitales y a sentir que, si bien hay casos como el de Karla Estrella, Laisha Wilkins o Héctor de Mauleón, la respuesta que ridiculiza la sumisión de la autoridad también tiene un espacio libre en redes para ser planteada y viralizada. Tal vez la ilusión de denuncia en redes está disminuyendo la conciencia de que en la vida tangible hoy tenemos muchos menos mecanismos para conocer las acciones del poder y cuestionarlas que, incluso, hace dos o tres años. Me atrevería a sostener que, si el gobierno sabe de comunicación –y creo que sí–, se beneficia de encauzar la protesta a las redes para disuadirla de las calles. Al dejarnos con la ilusión de libertad, impide que veamos las restricciones que sí se están materializando sobre ella.
Ahora bien, generalmente cuando hablamos de libertad de expresión, no hablamos del derecho a expresar una opinión sobre cualquier tema. Nos referimos principalmente al derecho de expresar ideas que cuestionen el trabajo de quienes desempeñan cargos de elección. La libertad de expresión de los periodistas tiene, además, una externalidad positiva. Su trabajo y sus denuncias nos dan información sobre el gobierno que elegimos y mantenemos. Nos permiten construir atajos sobre si debemos refrendar a ciertos gobernantes o castigarlos con nuestro voto. Esto es importante para el funcionamiento de la democracia y es relevante que podamos defenderlo.
Durante la transición democrática se enfatizó la relevancia de muchos conceptos como la transparencia, el acceso a la información, la libertad de expresión, la pluralidad, etc. Creo que estos conceptos, por lo menos en esa formulación, ya demostraron que significan poco para la gran mayoría de la gente, aunque su significado sí sea relevante para la vida de la comunidad. Una posibilidad es que pertenecen a un modelo de gobierno que fue expulsado del poder, aunque haya muchos críticos del gobierno que parezcan creer que será reinstaurado por derecho natural. Quienes pensamos que son derechos fundamentales para el funcionamiento de la democracia no hemos sabido explicar su trascendencia. El derecho a la libre expresión hoy está en crisis y se ha buscado silenciar a quienes señalan (y demuestran) el uso indebido del poder público. La libertad de expresión suena lejana, pero el derecho a saber si un gobernante robó podría ser relevante para más personas. La posibilidad de evidenciar a alguien que vive muy por encima de sus ingresos, el abuso de poder no es un concepto arcaico. El derecho a exhibir la mentira, a cuestionar por qué hay contratos asignados a personas que no saben que son socios de empresas fantasmas, el derecho a exhibir que la negligencia y la corrupción significan vidas. Todas esas historias están detrás de la libertad de expresión. Todo lo que sabemos del gobierno y de sus aciertos y errores es porque alguien usó su libertad de expresión para compartirlos. Así que sí es un riesgo que esté amenazada: aunque creamos que la amenaza es lejana y que, de todas formas, tenemos nuestra cuenta de X para burlarnos de la autoridad o nuestros posts en Instagram para quejarnos de algo, lo cierto es que, si no la cuidamos para todos, estamos condenándonos a ser una sociedad a la que le mienten con impunidad y estamos traicionando a quienes han dedicado su vida a abrir esos espacios para la verdad.
Hoy, que esa garantía está en riesgo, tenemos la obligación de seguir usando los espacios libres para explicar mejor por qué son necesarios. Tenemos que replantear los debates. Tenemos que explicar mejor los conceptos y tal vez explicarlos a través de su función y no de sus manoseados nombres. En esta encomienda, es mejor pecar por exceso para poder convencer a ciudadanas y ciudadanos dispuestos a defender nuestros derechos más allá de dar un like en una publicación. La democracia lo necesita, porque México lo necesita. ~