Fernanda Melchor
Temporada de huracanes
Ciudad de México, Literatura Random House, 2017, 228 pp.
Existe en la literatura de cualquier tiempo moderno una querella familiar, que reducida al absurdo es la siguiente: en una esquina, las obras centradas en la estética, el lenguaje y sus procedimientos y, en la otra, las que privilegian el registro de la llamada “naturaleza humana” y, en particular, el de los diversos horrores que se abaten sobre la sociedad (a la sociedad, claro, no le suceden cosas como a cualquier hijo de vecino: las cosas “se abaten” sobre ella). Importa resaltar que no es una controversia novedosa sino una suerte de enfermedad crónica, cuyos síntomas parecieran manifestarse generación tras generación.
Borges, en los años treinta (tiempos en los que se le tildaba de representante del “esteticista” y más o menos ficticio Grupo de Florida, hipotético rival del presuntamente realista y soez Grupo de Boedo, encarnado por autores como Arlt), apuntó que el debate mostraba a las claras ser falso al referirse a obras fundamentales: Dante, Cervantes, Shakespeare, Kafka, Faulkner (la lista es suya) fueron autores formalmente arriesgados y, a la vez, de profunda densidad humana. No obstante, pasa el tiempo y nos encontramos con que tal crítico, tal narrador, tal periodista, retoma el vicio de separar la literatura en las mismas parcelas, al exaltar como “artistas puros” a los unos o como “seres profundos” a los otros, o denigrándolos, según el caso y las inclinaciones, a “bizantinos” o “salvajes”. Vino viejo, pues, y servido en odres decrépitos.
La narrativa mexicana no ha sido ajena a esta discusión. A los novelistas nacidos en los años sesenta y setenta les ha correspondido, en su momento, ser llamados a cuentas por tribunales críticos que les piden explicaciones: ora por no estar a la altura de ciertas añoranzas vanguardistas y pretensiones “contempo”; ora, por “escapistas” y por “no ser capaces de enfrentarse” a las tremebundas realidades nacionales. Toca el turno de pasar por esa suerte de rito iniciático a los nacidos en los años ochenta. Su narrativa está sobre la mesa. Obras de Valeria Luiselli, Franco Félix, Daniel Saldaña París, Verónica Gerber, Rodrigo Márquez Tizano, Ave Barrera, Laia Jufresa, Gabriela Jáuregui, Gabriel Rodríguez Liceaga y otros más. Cunden las reseñas en las que se les señalan deslices con respecto a los talmudes de una y otra esquina (cuando no toda clase de infracciones).
Por ello, la lectura de una novela como Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), ofrece la oportunidad de escapar de esta machacona dicotomía. Primero, porque la novela está construida con una prosa audaz, que aprovecha (y disloca y renueva) el lenguaje popular veracruzano y costeño, y porque su estructura episódica elude la linealidad pero triunfa, a la vez, ante el viejo problema del narrador: manejar el tiempo, poblarlo, hacerlo significativo. Es decir, interesar. Segundo, porque el texto ahonda en asuntos cardinales de la vida mexicana: el crimen, la marginación, la miseria, la sangrante misoginia, la imposibilidad de salir del lado oscuro de la calle para quienes han sido relegados a ella. Así, el descubrimiento de que una mujer (la Bruja de un pueblo) ha sido asesinada da pie a un recorrido por las capas casi inabarcables que dan forma a un crimen: el pasado y presente, el entorno, las otras historias, las voces de los demás, sus ideas, prejuicios, terrores y apetitos.
Hay pasajes sórdidos que acercan Temporada de huracanes a Falsa liebre (Almadía, 2013), la primera y memorable novela de Melchor. Pero la apuesta, esta vez, es mayor y el enfoque, tanto estético como narrativo, más amplio. El talento de la escritora veracruzana excede los retóricos elogios de “mano firme” para narrar y “buen oído” para el lenguaje. Desde la primera línea de la novela, el fraseo es arrojado, preciso, inclemente. Cada página rebulle vitalidad. No hay rastro de la pretendida languidez millennial. Temporada de huracanes ocurre en un mundo de sangre, carne y palabras en el que los frapuccinos y el turismo intelectual no existen. La novela arranca con una cita de Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia. Y algo hay, sí, de esa ilustre tragicomedia en sus raíces. Pero el peso de la catástrofe humana, en la novela de Melchor, es demasiado como para intentar el juego de la sátira. Lo que priva es un fatalismo insobornable: al abismo no queda más que devolverle la mirada.
Con su habitual autoironía, Ibargüengoitia recordaba que, en su juventud, al estrenar una de sus obras esperaba una catarata de reseñas entusiastas, bajo encabezados que exclamaran: “¡Por fin!” Aquello, claro, nunca llegó a suceder. Pero hoy, al recordarlo, no encuentro modo de escribir sobre Temporada de huracanes que no sea bajo un encabezado que diga, justamente, eso. Por fin una novela donde las coartadas de la estética, el lenguaje y la estructura no convierten el texto en una sarta de ocurrencias. Por fin, una donde la mirada a la insoportable tragedia nacional no deriva en frases hechas y personajes manidos. Por fin gran narrativa, ambiciosa, rotunda, con todos los matices y todas las letras. ~