Porque fui monstruo

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Francisco Ferrer Lerín

Besos humanos

Edición y epílogo de Ignacio Echevarría

Barcelona, Anagrama, 2018, 176 pp.

Un hombre despierta con la espalda “comida por los ácaros” y tienen que amputársela, otro se empeña en fracasar de todas las maneras posibles, una joven fantasea con ser asfixiada hasta el desmayo en la sacristía de la catedral de Jaén, una bibliotecaria solícita constata que una operación de próstata no ha tenido efectos indeseados: los personajes de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) se entregan a todos sus impulsos y deseos con la solemnidad de quien cumple con una tarea asignada por otro, un deber. Por una parte, el relato que hacen de sus acciones explora a menudo la posibilidad de que haya algún tipo de motivación personal para ellas; por otra, esa motivación está siempre ausente o es de carácter absurdo. En el mundo de Ferrer Lerín se mata, se copula, se ingieren mazapán de Cádiz y patatas fritas, se observa y se habitan edificios de la burguesía y pueblos abandonados como si todo ello agotase su significado en su realización, o como si esta fuera tan extenuante que excluyese la posibilidad siquiera de un pensamiento que reconciliara al sujeto con sus acciones.

Varias catástrofes convirtieron el siglo XX en uno de los más terribles que se recuerdan, pero también tuvieron como resultado una literatura que exploró la enajenación del sujeto respecto del resultado de sus acciones; en algún sentido, este fue el rasgo más saliente del periodo: a través de la burocratización de los procedimientos administrativos (incluidos los necesarios para el funcionamiento de los campos de concentración y de trabajo que están entre las más notables innovaciones de la época), la implementación de la cadena de montaje a la producción industrial, el perfeccionamiento de las técnicas de preservación de la información y de su transmisión a distancia, a través del encuadre y del montaje cinematográficos y del desarrollo de tecnologías militares que posibilitan la guerra a distancia, el siglo XX (junto con sus prolegómenos y postrimerías) crearon un abismo tan considerable entre el sujeto y el producto de sus actos que este ha devenido mayoritariamente incomprensible para él; de forma paralela, la psiquiatría (primero, y el psicoanálisis más tarde) ha proyectado esa escisión también al ámbito de la conciencia. Toda la literatura del siglo XX es una manifestación del malestar que se deriva de ese doble hiato: el sujeto (llámese Franz Biberkopf, Nadja, Molloy o K) no puede saber cuáles son las consecuencias de sus actos, pero tampoco puede comprender realmente cuál es su origen, ya que esos actos responden a una interioridad (un “subconsciente” o una cierta “predisposición genética”) a la que este no tiene acceso.

Naturalmente, esa escisión tiene su antecedente y su manifestación más frecuente en los sueños, y Ferrer Lerín (que lo sabe) atribuye a menudo sus historias a la experiencia onírica, de lo que sirve de testimonio Mansa chatarra, la antología de sus textos que José Luis Falcó editó para la zaragozana Jekyll & Jill en 2014: en esos relatos (algunos reproducidos también aquí), la inminencia de una catástrofe, la anomalía constituida por monstruos que a menudo son el propio narrador, su hieratismo y su indiferencia ante los hechos que narran (a menudo su propia muerte) daban cuenta del carácter soñado del relato. Sin embargo, ese carácter no agota la producción del autor, en la que también se ponen de manifiesto tendencias como el automatismo, el “humor negro” de la tradición recogida por André Breton en su antología de entreguerras, cierta abstracción, un uso singular de la fotografía, el interés por la exploración de la experiencia sexual por parte de los surrealistas, la teratología y (en general) la entrada enciclopédica, una inclinación natural por la onomástica grotesca (los personajes en la obra de Ferrer Lerín se llaman “Nabo Gordo”, “Marcona”, “Ravioli”, “Verdenal”, “Manarras”, “Panotxa”), la reescritura de los géneros y una serie de influencias que el autor resume en “La jornada laboral de un poeta barcelonés”, lo más parecido a una poética que puede ofrecer.

Leer a Ferrer Lerín es ser testigo de una obra que, como recuerda Ignacio Echevarría en su epílogo a este volumen, “obvia las distinciones genéricas, transita sin escrúpulos del verso libre a la prosa, del informe y del documento a lo ficticio u onírico, de lo apócrifo o impersonal a lo autobiográfico, de la apropiación literal de textos ajenos a la invención más desatada”; una literatura, en definitiva, que tiende a la perturbación sin dejar por ello de poner de manifiesto una extraordinaria, contagiosa alegría. En la “felicidad olvidada” del Ferrer Lerín que sueña en el relato “La vida” (y que en “El muro”, un relato de Mansa chatarra, despertaba tan solo para descubrir que el que soñaba no era él), pero sobre todo en su celebración de la anomalía y en la renuncia a cualquier justificación o coartada, hay una demostración de su gozosa pertenencia a la tradición así como una forma de continuar extrayendo de ella literatura y sentido. Ferrer Lerín es un monstruo, pero su monstruosidad es la de la literatura que prefiere no someterse a otra voluntad que la propia; en eso, también, su autor (cuya “Partida de nacimiento” debe ser tomada muy en serio a la hora de su lectura) es uno de los narradores españoles más jóvenes del momento. ~

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Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.


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