Qué funciona y qué no para el desarrollo

A menudo, las políticas para llevar salud y educación a las personas se implementan o desaparecen sin tomar en cuenta su efectividad. Para no depender exclusivamente de los intereses políticos, la ganadora del premio Nobel de Economía 2019, plantea ponerlas a prueba y comparar tanto su precio como sus efectos.
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Pocos temas generan tanto consenso como la salud y la educación, considerados a la vez como valores en sí mismos y como factores de crecimiento. Entre los economistas, Amartya Sen es quien más ha subrayado su importancia primordial. Para él, la salud y la educación son “capacidades” esenciales para el desarrollo de la vida humana, sin las cuales las nociones de libertad y bienestar no tienen sentido. Gracias a su influencia, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) creó en 1990 un “índice de desarrollo humano” con la intención de remplazar alguna vez el PIB como medida del desarrollo de una nación. Este índice corresponde al promedio de cuatro indicadores: la esperanza de vida, la tasa de alfabetización, la tasa bruta de escolarización y el ingreso por habitante. Por lo tanto, la salud y la educación representan tres cuartas partes de este indicador.

Incluso los economistas más conservadores reconocen su importancia; por ejemplo, tres de los ganadores del Premio Nobel de Economía de la Escuela de Chicago: Theodore Schultz, quien inventó la noción de “capital humano” (por analogía con el capital físico) para designar el conjunto de talentos y aptitudes de un individuo, cuya educación y salud son elementos esenciales; Gary Becker, quien popularizó esa idea, e incluso Robert Lucas, quien hizo del capital humano el motor de un crecimiento ininterrumpido.

Esta convicción no se limita al mundo académico. Para James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial entre 1995 y 2005, la educación de las niñas parece una solución milagrosa, ya que favorece el desarrollo en todas sus dimensiones: “Permite reducir las tasas de mortalidad infantil y materna; mejorar la educación de sus futuros hijos, tanto niñas como niños; obtener una productividad más relevante y una mejor gestión del medio ambiente. La suma de todo esto implica un crecimiento económico más rápido y, sobre todo, una mejor redistribución de los frutos del crecimiento.”

Más allá de las declaraciones de principios, parece haber una verdadera voluntad, compartida tanto por los países en desarrollo como por los financiadores, de garantizar el acceso de todos a la formación y a los servicios de salud esenciales. De los ocho “objetivos de desarrollo del milenio” que 189 países se fijaron para 2015, tres tienen que ver con la salud (reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud materna, combatir el sida, el paludismo y otras enfermedades) y dos con la educación (asegurar la instrucción primaria para todos y promover la igualdad de los sexos, en particular en materia de educación). El informe de 2009 sobre los “objetivos del milenio” hizo un balance de los avances reales: las inscripciones a la escuela primaria progresaron, a pesar de que el objetivo de una escolarización primaria universal para 2015 no habría de lograrse. En 2007, en los países en desarrollo en su conjunto, 88% de los niños en edad de ir a la primaria estaban inscritos en la escuela (contra 83% en 2000). El informe destaca también los progresos realizados en África en materia de acceso a cuidados de salud, sobre todo en lo que concierne a la distribución de mosquiteros y la vacunación contra el sarampión.

A pesar de estos progresos, el estado de la educación y la salud en el mundo no despierta mucho optimismo. Es cierto que el número de niños que mueren antes de cumplir cinco años debido a enfermedades que, en su mayoría, son prevenibles o curables no superó el margen simbólico de los 10 millones (9 millones en 2007), pero la tasa de mortalidad infantil no mejoró en absoluto en África. La mortalidad materna no se ha movido ni un ápice desde el año 2000 (cada año mueren en el mundo 500 mil mujeres al dar a luz). Y si bien los niños van a la escuela, no es seguro que aprendan algo: en la India, solo la mitad de los niños escolarizados sabe leer un párrafo sencillo. Por desgracia, no es una excepción exclusiva de la India. En todos los lugares en que los conocimientos se midieron de manera sistemática, aparece el mismo fenómeno: los alumnos, en particular los más pobres en las regiones rurales, tienen lagunas preocupantes. Por lo tanto, la inscripción universal a la escuela es en parte una ilusión. El ausentismo del personal en los centros de salud o en las escuelas es tan importante que el informe anual del Banco Mundial –la publicación oficial más destacada de esta institución– concluyó en 2004: “Los servicios sociales les fallan a los pobres.”

Estos fracasos y –de manera más general– la lentitud de los progresos en materia de educación y salud convencieron aún más a los “escépticos de la ayuda” de que es inútil, incluso pernicioso, tratar de modificar las decisiones de las personas. Si estas deciden no enviar a sus hijos a la escuela o no dormir protegidos por un mosquitero es porque tienen una buena razón para actuar así. Tratar de forzarlos a hacer una cosa u otra es tan vano como intentar limpiar los establos de Augías:

{{ Los establos del rey griego Augías fueron célebres por su enorme suciedad, tanta que los simples mortales no podían limpiarlos; hizo falta que Hércules, en uno de sus doce trabajos, desviara un río para librarlos de estiércol. [N. del E.]}}

un esfuerzo fútil, destinado a tener que recomenzarse una y otra vez. Según William Easterly, si la mortalidad infantil no ha disminuido en África, debe de ser porque los mosquiteros gratuitos se usaron como redes de pesca o como cortinas. Incluso la primacía de la educación como motor de crecimiento se pone en tela de juicio: los países cuyos niveles de instrucción aumentaron más desde la década de 1960 no han prosperado con mayor rapidez que los demás. Si los habitantes de los países más ricos también son los más instruidos, debe de ser solo porque tiene más sentido y provecho serlo cuando la economía florece.

Hay una seductora lógica superficial en esta clase de razonamiento: les da a los habitantes de los países en desarrollo la autonomía que los cabilderos de la ayuda internacional supuestamente les habían robado. Así, en nombre del respeto a la persona humana y sus libertades fundamentales, deberíamos abandonar cualquier esfuerzo por llevar a los individuos a desarrollar sus propios recursos si ellos mismos no tienen la intención espontánea de hacerlo. Esta demostración tiene la ventaja de permitirles a los más ricos dormir con toda tranquilidad, sin desembolsar ni un centavo…

Sin embargo, ignora las enseñanzas esenciales tanto de Amartya Sen como de Robert Lucas. Como lo muestra Sen, la libertad (entendida como la ausencia de trabas) no es nada sin la capacidad. Los campesinos que no sobrevivieron a la gran hambruna de Bengala eran libres de comprar algo para comer. Pero, como su poder de compra estaba mermado por la inflación, eran incapaces de hacerlo. Una madre que no recibió educación y cuyos vecinos son iletrados no necesariamente está en posibilidades de imaginar un futuro diferente para su hijo. Aunque la vacunación constituya uno de los medios más eficaces para salvar vidas, es objeto de una baja demanda espontánea. El desarrollo de las capacidades no puede dejarse por entero a la iniciativa de aquellos cuya libertad se ve restringida por obstáculos de todo tipo (ya sea la incapacidad de imaginar un futuro diferente o la imposibilidad de ahorrar para financiar la escolaridad de sus hijos). Por razones de justicia, concluye Amartya Sen, la educación y la salud deben ser responsabilidad de la sociedad.

En el otro extremo del espectro político, Robert Lucas insiste en los efectos de contagio (o “externalidades”, en la jerga de los economistas) del capital humano: una persona instruida no solo será más productiva en sí misma, sino que además volverá más eficaces a las demás, al favorecer la adopción de ideas nuevas, al proponer una mejor utilización de los recursos existentes, etcétera. Las externalidades son aún más evidentes en lo que respecta a la salud: una persona enferma tiene muchas probabilidades de contagiar a otras. Como los individuos no toman en cuenta esta externalidad, tienden a no invertir en su propio capital humano o en el de sus hijos. La sociedad tiene derecho entonces a motivarlos (incluso a obligarlos) a invertir más de lo que harían de manera espontánea: esto puede justificar la gratuidad de la escuela o los servicios básicos, la obligación escolar o cualquier otra política voluntarista en materia de salud y educación.

Pero ¿cómo lograr que triunfe concretamente el derecho que tiene la sociedad (en particular en los países pobres) a intervenir para asegurar la educación y los servicios de salud mínimos? Sus intenciones son loables, responden los escépticos, pero ¿no están nadando a contracorriente al tratar de invertir la lógica de la demanda? ¿El fracaso de los esfuerzos realizados para la salud y la educación no demuestra, desde hace décadas, que esa empresa es vana? Más allá de su cinismo, estas críticas señalan una dificultad esencial: en la medida en que ella misma fomenta la educación y la salud más allá de la demanda espontánea, la sociedad es la única responsable de garantizar su calidad. Al contrario del sector privado, no puede contar con el libre juego de las fuerzas del mercado para encontrar la mejor manera de organizar la escuela o los cuidados preventivos, puesto que ese libre juego llevaría precisamente a su declive. Por lo tanto, no se puede estar a favor de un derecho a la salud o a la educación sin reflexionar acerca de la organización práctica de dichos servicios.

El deber que consiste en garantizar salud y educación para los ciudadanos es crucial y, por lo tanto, no debe dejarse al azar de las circunstancias o a la improvisación, aunque sea generosa. Cuando ocurre un fracaso, este corre el riesgo de restarle mérito al conjunto de esfuerzos proporcionados (sobre todo mediante la ayuda internacional). Por consiguiente, el desarrollo de la salud y la educación en el mundo debe apoyarse en una tecnología de evaluación y preguntarse: ¿cómo determinar la política más eficaz para lograr el objetivo que nos hemos fijado? Esta pregunta tiene repercusiones muy concretas: ¿la escuela debe ser gratuita o de paga?, ¿cuál es el número óptimo de alumnos por grupo?, ¿se deben construir centros de salud cerca de los pueblos o se debe canalizar a los enfermos de las zonas rurales a hospitales urbanos? Para decidir entre estas diferentes opciones, la intuición y el razonamiento in abstracto son guías muy inciertas. La única solución consiste en poner a prueba de manera rigurosa cada una de estas políticas y comparar tanto su precio como sus efectos.

Para poner a prueba el efecto de los nuevos medicamentos, la investigación farmacéutica desarrolló los “ensayos clínicos”: un nuevo medicamento se prueba en una muestra elegida al azar y un grupo de control recibe un placebo. La elección aleatoria del grupo de control y del grupo al que se le administra el tratamiento garantiza que la comparación entre los dos permitirá aislar de modo exclusivo el efecto del nuevo producto. La aprobación y la venta en el mercado de un nuevo medicamento solo es posible después de un experimento con asignación aleatoria. En el siglo XX, los ensayos clínicos revolucionaron la práctica de la medicina.

Por desgracia, no ocurre lo mismo con las políticas relativas a la educación y la salud. Muy a menudo, no se las evalúa de manera rigurosa antes de generalizarlas. Una vez generalizadas, los intereses políticos son demasiado importantes como para permitir que se realice un balance objetivo. Por esta razón, el entonces secretario general de la onu Ban Kimoon pudo declarar en su momento que se había avanzado hacia los “objetivos del milenio”, en particular gracias a las políticas propuestas por la onu, mientras que Easterly concluía que toda la ayuda externa fue malgastada. La verdad es que ninguno de los dos tiene elementos probatorios para sostener su postura. No obstante, la ausencia de aprendizajes a partir de las experiencias pasadas y la imposibilidad de que un gobierno deseoso de lanzar un nuevo programa tome en cuenta los éxitos y los fracasos de otros países no pueden sino limitar la eficacia de los gastos.

Sin embargo, es posible inspirarse en los ensayos clínicos para llevar a cabo evaluaciones de programas piloto en materia de educación y salud. De ese modo, no solo es posible determinar si los programas son eficaces o no, sino que es posible compararlos para comprender mejor los determinantes de la demanda en esos ámbitos. Estos experimentos aleatorios (o evaluaciones “aleatorizadas”) introducen un componente de azar en la aplicación de un programa. En ciertos casos, un programa se implementa en una submuestra aleatoria (de pueblos, escuelas o beneficiarios) y los resultados obtenidos en los pueblos “tratados” se comparan con los de los pueblos “de control”. En otros casos, se comparan dos intervenciones: por ejemplo, en la mitad de las escuelas los alumnos se reparten al azar en dos grupos y, en la otra, se crean grupos por nivel. Cuando las muestras tienen un volumen suficiente, la selección aleatoria permite asegurarse de que en promedio el grupo de control y el grupo tratado (o los grupos que recibieron intervenciones diferentes) sean similares en todos los aspectos, excepto por la implementación del programa cuyo efecto se quiere determinar.

Debido a su transparencia conceptual, su flexibilidad y su ubicación ahí donde se intersecan el mundo político y el de la investigación, la evaluación aleatorizada resulta ser una herramienta particularmente rica y polivalente. En la primera década de este siglo, a partir de los trabajos pioneros de Michael Kremer y Abhijit Banerjee, el uso de este método para evaluar soluciones viejas e ideas nuevas ha aumentado mucho en los países en desarrollo. Si bien la investigación se lleva a cabo a un ritmo igual de intenso que siempre, hoy disponemos de ejemplos y resultados suficientes para esbozar un panorama rico, en el ámbito de la salud y la educación.

Combatir la pobreza. Herramientas experimentales para enfrentarla da cuenta de estos experimentos para arrojar una nueva luz sobre los desafíos del desarrollo humano. Trataremos de comprender en qué medida las políticas tradicionales han logrado sus objetivos y por qué el avance es tan lento. A lo largo de esta exploración, dejaremos de lado muy pronto la simple comprobación del éxito o el fracaso para tratar de poner en evidencia la riqueza de los comportamientos y las motivaciones de los agentes, ya sean padres, niños, profesores o personal médico. Esta comprensión nos permitirá proponer pistas para una política más eficaz. ~

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Fragmento de Combatir la pobreza. Herramientas experimentales para enfrentarla, ya en circulación bajo el sello Grano de Sal. Traducción del inglés de Alejandra Ortiz Hernández.

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(París, 1972) es doctora en economía por el MIT. En
2015 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales y en 2019 el Premio Nobel de Economía.


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