Reivindicación romántica de la clase

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Gustavo Zagrebelsky es un excelente profesor y jurista italiano, muy admirado en España por libros como El derecho dúctil, con once ediciones en Trotta. Ha dado clase en varias universidades del país transalpino, aunque mayormente su vida académica ha transcurrido en la Universidad de Turín, cuna de excelentes publicistas como Norberto Bobbio o Giorgio Lombardi. Entre 1995 y 2004 llegó a ser magistrado de la Corte Constitucional, por designación del presidente de la República. Este libro es el discurso –ampliado– que dio el 7 de octubre de 2021 en Turín con motivo de la Bienal de la Democracia y que llevó por título original “Una clase sobre la clase”.

No sabe uno muy bien si esta obra breve y enjundiosa es una reivindicación de la clase magistral y su espacio físico en la universidad o en la educación secundaria. No queda claro. Me inclino más por la primera opción, dada la condición académica del autor. La reivindicación está llena de romanticismo y supone una apelación a la relación directa y sin obstáculos entre alumnos y profesores. Según Zagrebelsky, el buen profesor debe ser un compendio de virtudes en el que no hay lugar para el aquí y el ahora, que no es otro que la falta de sentido de una institución en la que ya no se monopoliza el conocimiento: más bien se certifica que se ha adquirido un nivel específico del mismo. Esta es la razón de la multiplicación de universidades privadas de poca monta que pueden suplantar a la pública en la función de proporcionar títulos a la parte del mercado laboral que todavía los exige.

Nos dice Zagrebelsky que los profesores tenemos que aspirar a un equilibrio entre la transmisión de ideas y conceptos y el descubrimiento colectivo de una materia que el alumno desconoce por completo el primer día de clase. Y tiene razón en que el gran problema es que el profesorado cree que el alumno que se sienta mirándole el primer día en el aula conoce el lenguaje de la asignatura. Por ello, este libro tiene una gran virtud: advertir al maestro que la designación lingüística de la realidad es en gran medida una decisión política que implica tomarse en serio las palabras. Muchos de nosotros confundimos las nuevas pedagogías con el uso de los PowerPointy de películas y series en las clases. Ninguna de estas innovaciones ridículas ha servido para mejorar las competencias ni la atención del alumnado, que sigue desarmado ante el mundo y sus hechos porque no es capaz de hablar y escribir correctamente.

No extraña, por tanto, el abandono del aula universitaria, un fenómeno masivo que no parece preocupar a casi nadie. Zagrebelsky sugiere que aquí hay un problema individual de falta de pericia profesoral: estamos expulsando a los alumnos de clase porque no dialogamos con ellos teniendo en cuenta que toda enseñanza es provisional y que la verdad que buscamos siempre está un paso más allá del punto que hemos alcanzado. Un pacto educativo entre Jerusalén y Atenas, nada menos. Las cosas son mucho más terrenales, al menos en mi universidad, la de Cantabria.

Porque la realidad es que la burocratización de la enseñanza superior ha vaciado por completo la libertad de cátedra y que la guía docente, el contrato entre el profesor y el alumno, ha diluido la clase magistral en una serie de hitos cuatrimestrales –prácticas, exámenes y seminarios– que hay que cumplir a rajatabla para llegar al final del programa. Después del plan Bolonia ya no hay sitio para la poesía docente del profesor socrático, que seguramente solo podría tener sentido en las ciencias sociales y humanas, más dadas al diletantismo. Y quizá sea mejor así, porque todos conocemos profesores arbitrarios que han arruinado la vida de algunos estudiantes desde una atalaya moral o profesional que hasta ahora nunca había sido cuestionada. No podía haber sitio en este libro, por su formato, para el análisis del declive de la auctoritas del profesor en la clase, porque antes la perdió con respecto a la sociedad. El rey está desnudo y preferimos seguir ignorándolo.

Pero no es este librito infecundo, todo lo contrario. Nos debe animar a perfilar mejor el papel del profesor y el alumno en la universidad a través de la clase, en el más amplio sentido de la palabra. La educación superior debe empezar a colmar lagunas que vienen arrastrándose de la educación primaria y secundaria. No se trata de enseñar a leer y a escribir a los alumnos, tampoco de renunciar a cierta excelencia, sino de reorientar las funciones del docente convirtiendo el aula y la conversación académica en un ámbito de clarificación intelectual. Lo recordaba Ernesto Castro en estas páginas: las personas somos débiles ante un mundo fragmentado y simulado, donde el conocimiento está externalizado y en el que la sobreabundancia de información tiene que estimular al docente a ordenar las fuentes literarias y los debates críticos de cada materia.

En definitiva, es necesario recuperar el sentido institucional de la universidad, despegando ese sentido de lo puramente organizativo para ofrecer a los alumnos un marco de disciplina donde el saber se encuentre con el rito como forma de vida durante al menos cuatro años. Para ello es importante que el profesor descubra no solo contenidos, sino una tradición cultural alternativa al universo tecnológico, anclada en la lectura y la escritura y en formas protocolarias que permitan a los alumnos protegerse del embrutecimiento social. Es decir, la educación superior como un espacio de resistencia frente a la banalidad populista. Una banalidad que se expresa en todos los planos de la universidad: los contenidos, los modales y la planificación administrativa y financiera. Un desastre que debemos intentar corregir con paciencia, humildad y libros como el aquí reseñado. ~


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