Reparar o sembrar: una conversación sobre política mexicana

Si el debate es un elemento sustantivo del quehacer político, qué mejor quedos prestigiados analistas intercambiando opiniones en la arena de nuestras páginas. Roger Bartra y Jesús Silva-Herzog Márquez ven hacia adelante y polemizan sobre la fórmula ideal para superar los atascos que impiden al país alcanzar su anhelada mayoría de edad democrática.
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México, DF, 5 de mayo del 2003

Estimado Roger:

Veo en las elecciones que vienen una mezcla de señales. Unas alientan, otras preocupan. Lo primero es la celebración del aburrimiento electoral. Éstas parecen las primeras elecciones que escapan de la jaula del dramatismo. Desde el 88 cada elección era presentada por los protagonistas como la votación que decidiría el destino de la nación: la democracia contra el autoritarismo, planteaban unos; el orden frente al caos, respondían los otros. Hoy las cosas suenan mucho más suaves, mucho más irrelevantes, mucho más aburridas. La contienda no es ya por la épica conquista de la democracia sino la disputa por las políticas que la democracia puede producir. Ese achatamiento de las puntas dramáticas de nuestra política representa un gran salto político. Para entender el valor de la elección del 97 habría simplemente que recordar la atmósfera de especulaciones y amenazas que cubrían las temporadas preelectorales hasta la elección presidencial del 2000.

Ya no se esconden minas bajo el suelo de la competencia electoral. El árbitro es confiable, las condiciones de competencia parecen razonablemente parejas, los medios ventilan las ideas y las quejas de los partidos. Ésta ya no es una elección para la democracia sino una elección en democracia. Le hemos dado la vuelta a la página. Pero ahí empiezan justamente las preocupaciones. La página que sigue, la página de la democracia constructiva, sigue en blanco. A seis años de la desaparición de la presidencia omnipotente y a tres años de la alternancia, el pluralismo sigue sin prestigiarse como un mecanismo de gobierno eficaz. Hemos visto que la institucionalización de la diversidad política ha sido capaz de moderar el poder de la Presidencia, pero estamos muy lejos de encontrar en esa diversidad las palancas para decidir. Las viejas cantaletas antiliberales que ridiculizaban la democracia como un régimen discutidor que habla mucho pero que es incapaz de resolver problemas empiezan a encontrar ostentaciones en nuestra experiencia. Pareciera que en los últimos seis años la máquina gubernamental ha flotado sobre el agua. Ninguna decisión relevante se ha adoptado en estos tiempos.

Y lo que parece aún más preocupante es que el futuro que se insinúa en las campañas no ofrece ninguna cuerda para imaginar la superación de nuestros atascos. No la hay por doble cuenta. En primer término, no se encuentra en las propuestas de los partidos nada que salga de la recitación de los lugares comunes. El PAN propone una muy antipanista idea de un gobierno desenfrenado, el PRI despliega sus orgullos de ser el único partido que sabe gobernar y el PRD presume la bondad de sus intenciones. Por otra parte, todo parece indicar que nuestro Congreso repetirá en buena medida su conformación actual. En otras palabras, no habrá castigo ni premio electoral: caminamos hacia un refrendo del empate legislativo del 2000.

¿Qué podemos anticipar en este escenario? Ciertamente no hay peligros de una quiebra democrática. Frente al desastre político de buena parte de Latinoamérica, en donde la democracia se debate entre la vida y la muerte, el pluralismo mexicano aparece como uno de los más saludables. Pero si la quiebra no está a la vuelta de la esquina, sí nos encontramos ante el peligro de una lenta erosión. En la medida en que el pluralismo no se prestigie en sus resultados, la nostalgia del autoritarismo benefactor y la tentación del populismo carismático rondarán como serias amenazas a nuestra inmadura democracia. –

— Jesús Silva-Herzog Márquez
      


 

México, DF, 7 de mayo del 2003

Estimado Jesús:

Observo en tu carta una inquietante paradoja, que me parece un signo de los tiempos. Creo advertir en México —y ello se ve en tus reflexiones— una sorpresa ante el hecho evidente de que la democracia nos ha sumergido en un océano de aburrimiento y previsibilidad. Desde 1988 nos acostumbramos a que cada momento electoral parecía ser una alternativa decisiva que por fin nos abriría la puerta de la democracia y la civilidad. Ahora que la puerta se ha abierto, comprobamos estupefactos el inmenso mar de hastío en el que se baña una clase política carente de imaginación y de audacia. Nuestra mejor carta de navegación política, de ahora en adelante, podría ser esa oceanografía del tedio que invocara Eugenio d’Ors.

Me pregunto si no se trata de una herencia de la vieja cultura política. A fin de cuentas, el sistema mexicano funcionó de manera estable y previsible durante casi medio siglo, desde 1940 hasta 1988. En pocos momentos surgieron sorpresas. Una de las pocas que hubo fue la de 1968: una sorpresa que hirió de muerte al sistema. Pero incluso la agonía que se inicia ese año fue lenta y aburrida, oficiada por políticos y tecnócratas predecibles. Parecíamos estar condenados a una pesadilla nietzscheana, la del eterno retorno de lo mismo. Tal vez no debería ser tan sorprendente que nuestra nueva condición democrática se halle inmersa en la cultura gris y fastidiosa de la tradición institucional revolucionaria. Acaso nuestro pasado nos llevó a una transición tan exageradamente aterciopelada que terminó por apagar las ya mortecinas luces de los partidos políticos. Pues debemos recordar que la clase política se cocinó en el guiso mediocre del priismo.

Desde luego, no pretendo que sea preferible una vida democrática condicionada por los sobresaltos y los riesgos, que ponga en peligro la civilidad tolerante que, mal que bien, gozamos. Basta mirar ciertos países latinoamericanos, como Argentina o Venezuela, para comprender que hay valores rescatables en las tradiciones instauradas por los largos años de revolución domesticada, y que auspiciaron una cultura (y un culto) de la gobernabilidad. ¿De dónde pueden provenir hoy las sorpresas? ¿Qué espacios políticos son los menos previsibles? ¿Cuáles son las fuentes de inestabilidad? Aquí surgen otras paradojas. De los tres partidos más grandes hay uno que es una especie de caja de Pandora, llena de situaciones inesperadas: el pri. En su extraña debacle, en su crisis, es capaz de generar situaciones que contaminen el hábitat político, que corrompan la transición y que envenenen la cultura cívica. No creo que las sorpresas que pueden emanar del antiguo partido oficial sean innovadoras o creativas.

Estamos también enfrentados a otra fuente de sobresaltos políticos, y que tradicionalmente constituía una especie de colchón amortiguador. Me refiero al gobierno de Washington, cuya nueva orientación, desde el fatídico 11 de septiembre, ha colocado a México (y al mundo) en una situación difícil. Ahora ya no es fácil adivinar los virajes del grupo que rodea al Presidente de Estados Unidos.

¿Cómo enfrentar esta difícil coyuntura? ¿Qué respuesta política se puede dar a los extraños efectos que producen estos dos agujeros negros? Esto me lleva a tu idea, con la que coincido, de que el pluralismo debe desenvolverse cada vez más como una forma eficiente de gobernar. Ciertamente, un gobierno más poroso a las diversas tendencias que se alojan en la sociedad podría responder mejor a los retos de Washington y a las amenazas de un pasado encapsulado en el viejo partido oficial. Para ello sería loable dejar de acudir a la supuesta eficiencia de viejos políticos y funcionarios reciclados. Una cierta audacia en la pluralidad podría traer sorpresas saludables. –

— Roger Bartra
      


 

México, DF, 9 de mayo del 2003

Estimado Roger:

Hablas de las herencias de la vieja cultura política. Mi impresión es que, en el desarreglo nacional de nuestros días, no pesa solamente la tradición autoritaria que secretó el monopolio político a lo largo de su reinado, sino también una serie de prácticas y de entendimientos que vienen de tiempos muy recientes. Si el padre de la clase política actual es el priismo, su madre es la transición, o como quiera llamarse al proceso de democratización que hemos vivido. La cultura de los nuevos gobernantes se columpia entre las mañas del partido hegemónico y las tretas de una democracia inmadura y endeble. En los nuevos protagonistas de la política mexicana encontramos, por ejemplo, la transformación de la vieja cortesanía: no se observa la untuosa sumisión al Señorpresidente, sino su mutación en servidumbre al nuevo amo de la opinión pública. Si antes los reflejos de la clase política estaban sujetos a los gestos y señales del Presidente, hoy los gobernantes no dan un paso sin consultar el horóscopo de las encuestas. Desde luego que buena parte de los impulsos de la clase política vienen del antiguo régimen. De ahí proviene seguramente el prestigio de la ilegalidad, la idealización del transgresor con buenas causas. Pero otros vicios importantes de nuestra clase política son frescas emanaciones de un pluralismo al que todavía no lo ata la responsabilidad.

Pero, ¿no crees que con frecuencia exageramos el peso de estos factores al quejarnos de la pequeñez de los jerarcas? Mi impresión es que, considerando el marco institucional que tenemos, difícilmente podríamos esperar otra cosa. Cargamos una estructura institucional hecha para la protección de los impunes (pensemos en el arreglo corporativo y el estatuto de los señores sindicales), un marco constitucional diseñado para podar cualquier mata de experiencia autónoma (pensemos en la imposible legislatura profesional), una estructura jurídica armada para aterrorizar a quien quiera tomar una decisión y leyes que enredan la cuerda de las responsabilidades (pensemos en los embrollos administrativos de la tarea gubernamental).

Estamos padeciendo las consecuencias de la simpleza con la que se concibió la tarea democrática. Por razones obvias, la lucha política se concentró durante lustros en el expediente electoral. Era natural: había que abrir las puertas de la competencia. Pero la casa democrática no se arma solamente con puertas. Tal vez por eso nuestra tediosa política se encierra en la inmediatez y en la ineptitud.

A mi juicio la tarea democrática pendiente se ubica en la reparación de los artefactos institucionales más que en la siembra de la cultura. Y en aquel sitio los partidos son cruciales. Sobre todo, como apuntas, el mayor de ellos: el PRI. Veo en el PRI dos impulsos después de la derrota del 2000. Por un lado una imponente voluntad de sobrevivencia. El PRI no desapareció cuando fue expulsado de la casa presidencial. De hecho, ha sido el partido más votado después del 2000. El PRI puede ser cualquier cosa, menos un animal muerto. El segundo impulso es la repulsa a la imaginación. El PRI sigue cuidándose de adoptar alguna idea. En ese partido hay algo así como un repudio genético a las ideas, porque la idea define y la definición amenaza resquebrajar la unidad. Coincido en lo que apuntas: parece casi imposible que la imaginación pueda brotar en el pri. Y es eso lo que amenaza su sobrevivencia No lo digo esperando la composición de una hermosa sinfonía programática. Lo digo porque, sin un acuerdo procedimental, sin reglas claras para definir la forma en que se ventilarán las ambiciones presidenciales, difícilmente podrá mantenerse entero.

 Pero ésas son especulaciones. Hemos hecho demasiados entierros anticipados del pri. Lo que puede verse ya es que la desaparición del gran árbitro priista ha soltado las disciplinas que fundaban la antigua estabilidad. El PRI ya no manda en Los Pinos, pero sus repúblicas sindicales continúan imponiendo su ley y se fortalecen los caciquismos locales. Por debajo del pluralismo institucional se reaviva el arreglo predemocrático que no ha encontrado sustituto. –

— Jesús Silva-Herzog Márquez

 

México, DF, 10 de mayo del 2003

 

Estimado Jesús:
Me agrada comprobar que coincidimos en tantos puntos.

Ello es estimulante, pero advierto el riesgo de aburrir a nuestros lectores si reafirmo que tus ideas me parecen muy sensatas. Así que forzaré un poco las cosas, a riesgo de ser injusto, para manifestar de entrada un desacuerdo con esta tesis: La tarea democrática pendiente se ubica en la reparación de artefactos institucionales, más que en la siembra de cultura. Entiendo que esta consigna política parte de la vieja dicotomía que opone la eficacia de los sistemas a la labor paciente de educadores humanistas. Pareces sugerir que hoy son más necesarios los aparatchiki capaces de reparar los destrozos ocasionados por la transición, que no los granjeros que riegan las semillas de una cultura por venir. Pareciera que ha llegado la hora de los hábiles políticos sistémicos —ávidos lectores de Niklas Luhmann—, que creen en la eficiencia potencial de las instituciones para legitimarse sin necesidad de recurrir a la “cultura popular”. Pareciera que ya se desgastó el ejemplo de los políticos —ávidos lectores de Jürgen Habermas— que invocan las ideas de la Ilustración para consolidar una cultura de la civilidad moderna.

Si hoy lo principal es la labor de compostura de los aparatos constitucionales, como propones, es lógico que nos fijemos en los maltrechos partidos políticos, y principalmente en el más descompuesto de todos: el pri. Ciertamente, el PRIestá muy descompuesto. Pero no tanto a la manera de un artefacto que funciona mal, sino más bien en el sentido de verse afectado por un proceso de descomposición orgánica. Y sin embargo, como dices, el PRIestá muy lejos de ser una bestia muerta, y lo sostiene una extraordinaria voluntad de sobrevivencia. Lo mismo sucede, por cierto, con el peronismo en Argentina. Yo les tengo mucho miedo a los políticos priistas que, poseídos de una furia sistémica, quieren componer su artefacto institucional mediante una combinatoria de órganos sacados del cementerio.

Me alarma la perspectiva de un partido poderoso, desarreglado y, sobre todo, podrido, capaz de contaminar el conjunto del sistema político. Ante esta situación, los ilusos sembradores nado a desterrar la corrupción.

Aquí se apodera de mí el pesimismo: realizar las reformas necesarias requiere de un ambiente propicio que no existe en el país. Se requiere de trabajos de ingeniería institucional que sólo pueden arrancar con fuerza si se sedimenta una nueva cultura política democrática. Me refiero a la noción antropológica de cultura, que poco tiene que ver con la idea literaria de maestros del pensamiento que imparten cátedra a una sociedad civil ávida de recibir la siembra. Creo, pues, que los artefactos institucionales no se podrán reparar a corto plazo.

— Roger Bartra
      


 

México, DF, 13 de mayo del 2003

Querido Roger:

¿No es a través de las instituciones como se levanta primordialmente la cultura democrática? Con la pregunta quisiera aclarar(me) lo que quería decir con aquella expresión de las tareas pendientes. Sugiero que la tarea más urgente de la democracia se ubica ahí, en la reconstrucción institucional, no porque crea que los hábitos sean irrelevantes para la vida democrática, sino porque me parece que de la pertinencia y eficacia de las reglas dependen los frutos de nuestra cultura política. El cultivo de la democracia está en sus instituciones. Me doy cuenta de que en estas líneas he brincado constantemente de mundos metafóricos: la idea del cultivo institucional suena a sembrar tractores y luego regarlos con la esperanza de que broten tractorcitos. Decídete: tuercas o semillas; organismo o artefacto, Aristóteles o Hobbes; instituciones o cultura. Pero las metáforas nos engañan exigiéndonos esa opción. No existe el jardín de la cultura por un lado y el cuarto de máquinas en un sitio apartado. Por eso la dicotomía que sugería en la carta anterior es francamente absurda. Oponer el cínico cálculo de los mecánicos a la desinteresada prédica de los guías es una ligereza.

La opción institucional no es la opción de los aparatos para sí mismos. Ciertamente nace en los cálculos de los políticos, se origina en las estrategias de los partidos, en sus previsiones de rentabilidad. Pero ahí toma forma la posibilidad de convivencia. Como lo entendieron bien los redactores de la Constitución estadounidense, el edificio institucional no nace del vuelo desinteresado de los héroes, ni supone la virtud ilimitada de los hombres. De la convicción de que los hombres no son ángeles, surgen las instituciones de la democracia posible. No son la renuncia de la civilización, no son la victoria del cinismo o el trofeo de los encumbrados: son simplemente artificios para el entendimiento. ¿Por qué despreciar esa labor como plomería de la codicia?

A los republicanos les aterra la posibilidad de vivir una democracia sin república. La mayor parte de ellos piensa en la necesidad de despertar la virtud en los ciudadanos. Para ellos, el peligro de las democracias occidentales es la erosión del compromiso cívico, la disolución de las organizaciones comunitarias, el ascenso del individualismo egoísta, la derrota de lo que ellos llaman bien común. Leyendo algunos párrafos de Santo Tomás, algunos capítulos de Maquiavelo y de Tocqueville, lamentan la desaparición del nosotros y el reinado absoluto del yo. Frente a ese republicanismo de la virtud que no oculta sus nostalgias y su moralismo, puede levantarse un republicanismo de las instituciones. Ése es el republicanismo que a mi juicio urge cimentar en México. De pronto pienso que, en esta tierra de devociones revolucionarias, la auténtica voz revolucionaria de nuestra historia no es la de Zapata o la de Madero, sino la voz de José María Iglesias hace ciento veinte años: “Nada sobre la Constitución, nadie sobre la Constitución.” ¿Podemos imaginar mayor radicalismo que ése? En tiempos postmexicanos, como los designas, ¿no sería necesario abrazar eso que Habermas llama patriotismo constitucional? Mucho daño nos ha hecho el viejo patriotismo de la identidad. ¿Crees que la propuesta de Habermas es coherente para dotar de sentido nuevo la adhesión colectiva?

Hay quien dice que la democracia es una transformación epidérmica. Que apenas cambiaron los procedimientos para elegir gobernantes, que todo sigue igual. Repitiendo la cantaleta de las superestructuras, sostienen que la democracia electoral no altera nada importante. Me parece que es verdad lo contrario: la democracia altera los fundamentos. Si es un cambio epidérmico es porque hemos perdido la envoltura. Como sostiene Lefort, la democracia resulta en una sociedad sin cuerpo. Será entonces que, más allá de tuercas y tractores, lo que está ante nosotros es el retorno de la gran pregunta. La pregunta de Sierra, de Vasconcelos, de Paz, la tuya: ¿Qué es México? ¿Qué puede ser México tras la decapitación del rey?

— Jesús Silva-Herzog Márquez
      


 

México, DF, 14 de mayo del 2003

 

Querido Jesús:

Muchos mexicanos somos especialmente sensibles a las “opciones institucionales”. Una larga dictadura institucional ha sembrado en nosotros una gran suspicacia frente a la exaltación de la institucionalidad. Yo también, como tú, aprecio mucho el patriotismo constitucional del que habla Habermas, y que es la cristalización de un orgullo político por haber logrado superar el autoritarismo por vías pacíficas y legales. Pero no me gusta el salto a otra cosa muy diferente: el patriotismo institucional. Considero que un culto excesivo a las instituciones es perjudicial para la salud constitucional de un Estado. Por supuesto creo que las instituciones son indispensables para captar y encaminar la energía democrática en un proceso de transición. Las instituciones dan coherencia y continuidad a los hábitos que organizan las formas legítimas de control social. Además, son el marco indispensable para lograr la satisfacción de las necesidades sociales. Pero rechazo la estatolatría en que fácilmente desemboca la exagerada veneración de las instituciones, sean éstas la familia, la Iglesia, los ministerios o las escuelas públicas.

Tienes mucha razón cuando señalas que una opción institucional no implica encerrarse en la sala de máquinas para controlar los aparatos administrativos que van a regar el jardín de la cultura política. Ciertamente, un conglomerado institucional no se entiende sin la arquitectura cultural que lo modela. Aquí debo confesar que has tocado un punto que descubre que estoy jugando con las cartas marcadas: mi juego consiste en ser, paradójicamente, un hobbesiano de izquierda, y tal vez por eso doy más importancia a la cultura, los organismos y las semillas, antes que a los artefactos aristotélicos, las tuercas eficientes y los aparatos administrativos. Pero no defiendo un principio teórico, sino una consideración táctica relacionada con la coyuntura: estoy convencido de que en estos momentos, en México (y hasta cierto punto en el mundo), es fundamental dar primacía a la cultura política.

Quiero decir que la nueva democracia mexicana ya no podrá obtener su legitimidad y estabilidad mediante el recurso de traducir las culturas populares en identidad nacional, para después con ella generar instituciones eminentemente mexicanas, únicos y originales artefactos surgidos de las entrañas de la patria. ¿De dónde nacerán la legitimidad y la gobernabilidad? Sin duda de esa nueva cultura política que podemos llamar patriotismo constitucional. A mi parecer, lo esencial de este nuevo “patriotismo” es que consolida la autonomía de las esferas de la cultura política, y garantiza su separación de los tres poderes tradicionales (el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial). Es decir: se separan radicalmente las funcionas político-administrativas de las culturales-legitimadoras. En esta nueva condición —postmexicana—, los presidentes, los diputados y los jueces no tienen que competir para demostrar su auténtica y pura mexicanidad, como tampoco los partidos o la muchedumbre de funcionarios. La continuidad de un “estilo” cultural democrático propio emana de los centros de enseñanza, la prensa, las instancias electorales, la televisión, la radiodifusión, la creación literaria o artística, las iglesias y tantas otras instancias más o menos autónomas.

Está claro que en este “cuarto poder” cultural hay instituciones. Quiero poner como modelo dos de ellas: el Instituto Federal Electoral y la Universidad Nacional Autónoma de México. Cada una en su ámbito son el ejemplo de espacios autónomos en los que ha cristalizado la cultura política democrática. El IFE es un símbolo de las nuevas expresiones de libertad política y de representación democrática; la UNAM alberga un proceso antiguo de decantación, renovado con tropiezos desde 1968. ¿Podemos imaginar la transición democrática sin estas dos instituciones? Yo creo que no. Y para completar el panorama, hay que agregar la influyente presencia de los diarios, las revistas y las editoriales independientes.

Me gusta retomar tu estimulante metáfora: las esferas autónomas de la cultura política son como la epidermis del sistema. Todo desprecio de la piel del cuerpo político, por considerarla superficial, es temerario y absurdo. La democracia electoral es una parte fundamental de nuestra cultura política, y en las próximas elecciones los partidos tendrán que exponer su pellejo a la luz del sol. Algunos saldrán quemados en las urnas, por falta de cultura. El PRIes el que más merece salir desollado: sacrificado al dios Xipe Tótec. –

— Roger Bartra

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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