La costumbre de bautizar los años para conmemorar eventos, promover causas o celebrar personajes suele pasar inadvertida. Se devela una placa, se monta una guardia de honor, se pronuncia un discurso y alguien toma un par de fotos para los medios. Como saben todos los gobiernos del mundo, eso es más que suficiente para saldar deudas históricas y promover nobles ideales entre sus pueblos. En México, desde hace algún tiempo, el Congreso de la Unión ha elegido cuidadosamente a un personaje distinto cada año para adornar los documentos oficiales y de paso poner a discutir a historiadoras e historiadores sobre la pertinencia de su decisión. Fuera del gremio, y aun dentro de él, casi nadie nota estas efemérides del Diario Oficial, excepto cuando se trata de personajes polémicos. Y si hay alguien que no es ajeno a la controversia, y que además se presta a la división política, ese es Francisco Villa, para algunos un simple bandolero y para otros el “revolucionario del pueblo”.
¿Cuál es la lógica detrás de nombrar al 2023 como año de Francisco Villa? Repasemos rápidamente lo ocurrido en años anteriores. El primer bautizo del sexenio se dio en 2019, cuando a propósito de los cien años del asesinato de Emiliano Zapata, se declaró el “Año del caudillo del sur”, realizándose algunos eventos en Palacio Nacional en donde los descendientes de Zapata apoyaron abiertamente a la llamada Cuarta Transformación. En 2020 tocó el turno al movimiento de independencia recordando a Leona Vicario, “Madre de la Patria”, quien fuera reconocida por su contribución a la causa insurgente, por su labor como periodista e incluso por su rol como defensora de los derechos de las mujeres.
El siguiente año es uno de los más difíciles de descifrar. Para mala suerte del calendario nacional, los astros hicieron coincidir 1521, año de la caída de Tenochtitlan, con 1821, año de la consumación de la independencia, lo que daba un incómodo protagonismo a Hernán Cortés y Agustín de Iturbide, villanos por excelencia de la historia nacional. Para solucionar la mala jugada del destino, el gobierno decidió que la Ciudad de México-Tenochtitlan se había fundado en 1321, y no en 1325, como sugieren la mayoría de los historiadores. De esta manera, y para conmemorar todo eso al mismo tiempo, se decretó el “Año de la Independencia” y se utilizó de símbolo a Quetzalcóatl, para disgusto de Huitzilopochtli, autor intelectual de la fundación de la ciudad.
En 2022 y 2023 se regresó a la Revolución mexicana y, al igual que con Zapata, se retomó respectivamente el centenario de las muertes de Ricardo Flores Magón, “precursor” de esa gesta, y de Francisco Villa, “revolucionario del pueblo”. Si bien algunos sectores de la izquierda –pocos, en realidad– cuestionaron la recuperación de Zapata o de Flores Magón como simples estrategias de legitimación hacia esas facciones, en el caso de Villa los cuestionamientos vendrían principalmente de la derecha. En ninguna de las votaciones anteriores se habían presentado disidencias, pero como podía esperarse tratándose del personaje, y con los ánimos políticos crispados, la votación para bautizar al 2023 como año del Centauro del Norte enfrentó cierta oposición en el Congreso. Más aún, a la polémica se sumaron algunos políticos, historiadores, e incluso varios medios de comunicación. Por supuesto, no es la primera vez que ocurren debates de este tipo. Veamos un antecedente.
Letras doradas
Se reconoce que el primer intento por incorporar a Villa al panteón oficial de héroes revolucionarios se dio durante el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz. La iniciativa de grabar en letras de oro el nombre del revolucionario en los muros del Congreso existía desde 1963, pero fue hasta tres años después que la propuesta se materializó.
{{Todo este apartado se basa en el documento “Muro de Honor, Salón de Plenos de la H. Cámara de Diputados, Letras de Oro Francisco Villa”, México, Centro de Documentación, Información y Análisis, Colección Muro de Honor, 2007, disponible en línea.}}
Eran tiempos difíciles: la Revolución mexicana había cumplido medio siglo y, a pesar de que el país vivía un auge económico sin precedentes, era claro que un amplio sector de la sociedad estaba al margen de los logros. La consigna era, entonces, que para “realizar plenamente” la revolución había que reconocer también a las figuras que faltaban, y en el muro del Congreso estaban ya los nombres de Madero, Obregón, Carranza y Zapata, pero faltaba Villa. Entronizarlo era darle un segundo aire al PRI, una manera que encontró el régimen para enunciar su compromiso con las reivindicaciones sociales que seguían pendientes.
Como era de esperarse, no todos compartían esta visión, incluso gente cercana al gobierno. Juan Barragán Rodríguez, uno de los más destacados carrancistas y fundador del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, dijo haber recibido varios telegramas de viejos revolucionarios pidiéndole que votara en contra, pero él se negó recordando el compromiso por la “unificación de la familia revolucionaria” que habían adquirido con el presidente. Por otro lado, sorprendió la oposición del diputado priista Vicente Salgado Páez, quien señaló que Villa estuvo en contra de la Constitución de 1917. Declaró también que el recinto se estaba volviendo un templo dedicado a Moloch, dada la cantidad de sacrificios que reflejaba: al lado del nombre de Zapata estaba el de Carranza, quien lo había mandado matar; luego estaba el de Obregón, que mandó matar a Carranza. Ahora pondrían el de Villa y después, decía, seguiría Barraza, el asesino de Villa, y luego León Toral, quien mató a Obregón. Hubo una gran agitación en la sala, pero Salgado quería explicar sus razones para diferenciarse del PAN, al que era contrario.
Por su parte, el diputado del PAN Guillermo Ruiz Vázquez prefirió no entrar directamente a la polémica. En cambio, optó por hacer una serie de comentarios sobre la relación entre política e historia: “Consideramos que los juicios partidaristas, de cualquier matiz, van en detrimento de la objetividad y de la verdad histórica y que los juicios políticos en esta materia, más aún cuando se refieren a cuestiones controvertidas, hacen de la historiografía un arma de partido.”
El discurso de Lombardo Toledano, del Partido Popular Socialista, fue totalmente opuesto al señalamiento anterior, y fue quizás el más ovacionado de la sesión. “Hemos escuchado ya varios discursos llenos de anécdotas –dijo–. Yo usaré otro método: el de examinar, críticamente; es decir, objetivamente; es decir, científicamente; es decir, técnicamente, la figura de Francisco Villa dentro del momento en que aparece y se presenta en el panorama de México.” Reconoció que al homenajear a Villa se saldaba una parte de la deuda histórica, pero que era necesario “cumplir su mandato” y, respondiendo al diputado del PAN, afirmó que, si bien el Congreso no era la Academia de la Historia, era algo más importante que eso porque estaba haciendo “la historia del futuro de México”.
Aunque no se habló explícitamente de los hechos violentos cometidos por Villa como un impedimento para ser reconocido, sí se percibe que fue un tema espinoso. Enrique W. Sánchez dijo que las acusaciones venían del “puritanismo ñoño”, y agregaba que en todas las luchas por los derechos del pueblo “tenía que haber destrucción y fuego, luto y muerte”. Por su parte, Vicente Fuentes Díaz comentó que no podían negarse los excesos del villismo, pero que las revoluciones no eran torneos de las hermanas de la caridad.
Luego de un largo debate, la votación arrojó 168 votos a favor y 16 en contra, consumando ese primer intento del Estado por apropiarse de la imagen de Villa. Sobra decir que esto no solo fue imposible, sino que la figura de Villa siguió adoptándose como símbolo de justicia social en los mo- vimientos populares, incluyendo las guerrillas de los años setenta que se enfrentaron al Estado. Quizá su nombre en oro no había sido suficiente para aliviar las tensiones sociales y, con una lógica impecable, el presidente Luis Echeverría resolvió que era necesario otro acto de justicia simbólica. Por ello, en 1976, los supuestos restos de Villa –ya sin cabeza– fueron desenterrados del panteón de Parral y fueron llevados al Monumento a la Revolución, para que ahí “descansaran” junto a los de Carranza, Madero, Calles y Cárdenas. Aquello quedó convertido en un nuevo templo de Moloch, y por lo mismo la disputa por su memoria no se quedó ahí, sino que se mantuvo latente y ha despertado en 2023 para reavivar la polémica.
El actual campo de batalla
Lejos de los acalorados debates de 1966, esta vez las discusiones en el Congreso tuvieron poco alcance y profundidad. Ya no había personas que hubieran luchado con o contra Villa, ni reflexiones historiográficas, ni interpretaciones desde el materialismo histórico. Para ser justos, de aquel tiempo a esta fecha apareció una numerosa historiografía de la que podía echarse mano, limitando la necesidad de explayarse en los méritos de Villa como revolucionario. Un diputado, incluso, lanzó sugerencias: “Tiempo de que lean y hagan caso de mis recomendaciones literarias, no les va a hacer daño”, les dijo a sus colegas.
La votación en la Cámara de Diputados arrojó 422 votos a favor, tres en contra y 49 abstenciones. Una de las posturas que cuestionaron el decreto la enunció la diputada Elizabeth Pérez Valdez, del grupo parlamentario del Partido de la Revolución Democrática. Aclaró que votaban en abstención “en memoria de las cientos de mujeres violadas por instrucciones de Francisco Villa en Namiquipa”, y reconocía el compromiso de su coordinador y compañeros de bancada con la lucha feminista. Gerardo Fernández Noroña, quien había presentado la iniciativa, intervino para decir que respetaba la decisión, pero que desde su punto de vista se trataba de juicios anacrónicos. Recordó también un señalamiento a la supuesta homofobia de Flores Magón, explicando que se sacaba de contexto la época, donde eran “otros los valores [y] otras las circunstancias”. Por otro lado, en la Cámara de Senadores se aprobó la iniciativa con 84 votos a favor, cinco en contra y cinco abstenciones. No hubo tampoco mucha sustancia en lo que se dijo, y no faltó un exagerado e innecesario grito de “¡Viva Villa, cabrones!” por parte de un senador del Partido del Trabajo.
Una de las senadoras que votó en contra de la propuesta fue nada menos que Lilly Téllez, representante de la “nueva derecha” mexicana, quien mencionó en un tuit que Villa era un “ladrón, violador y asesino”. Entre muchos otros, incluido el expresidente Felipe Calderón, la senadora fue felicitada por Reidezel Mendoza, quien se define como historiador independiente “Anticuatroté”, y cuyos libros han sido el principal asidero para la resurrección de la leyenda negra. También se sumó al reconocimiento de la senadora el periodista Pascal Beltrán del Río, que en va- rias ocasiones ha manifestado su desacuerdo por cómo el gobierno de la Ciudad de México ha “jugado” con la historia, los símbolos y monumentos de la urbe.
Más recientemente, él incluyó en su programa de radio una sección para entrevistar a los descendientes de quienes fueron afectados por Villa. Los casos elegidos están basados en el libro de Mendoza, para quien los autores “filovillistas” han ocultado información importante o dan poco peso a las atrocidades cometidas por el Centauro del Norte. En una entrevista que le hacen en ese programa, Mendoza menciona que la imagen edulcorada del revolucionario se forjó a partir de que su nombre fue escrito en letras de oro en el Congreso, y que se refuerza con la presente conmemoración. Hablan ahí de los “descendientes de las víctimas”, de “fosas comunes”, de la necesidad de trabajos de “antropología forense” para reconocer los cuerpos y de nombrar una “comisión de la verdad”. Su discurso, casi de manera inevitable, está mediado por la narcoviolencia de los últimos años y, por qué no, también por su clara oposición al actual gobierno.
Por otro lado, los historiadores oficiales –por llamarlos de algún modo– han organizado algunos eventos para defender la figura de Villa. No niegan su faceta de bandolero ni algunos de sus excesos, pero cuestionan la leyenda negra. Destacan su extracción popular y su apoyo a los más pobres: la creación de escuelas, los programas de alimentación para los más necesitados, su experimento de redistribución social en Canutillo, entre otras cosas. No falta quien lleve las cosas al extremo: en una conferencia, por ejemplo, un asistente le pregunta a Paco Ignacio Taibo II: “¿Encuentra similitud [de Pancho Villa] con la persona que hoy gobierna nuestro país?” Aunque reconoce que ambos tienen una fuerte empatía popular, el actual director del Fondo de Cultura Económica contesta: “Fíjate que no, para mi gusto Andrés es muy maderista, cada que lo veo nos peleamos.” Quizá sea el elemento institucional, burocrático, lo que explique esa diferencia. Al final de su biografía sobre el Centauro del Norte, y refiriéndose a sus huellas en la sociedad, Taibo señala que “manteniendo sus mejores tradiciones y su muy singular estilo de vida, [Villa] se volvió a fugar, logró escapar, tuvo éxito en huir, una vez más, del sistema”.
{{Paco Ignacio Taibo II, Pancho Villa. Una biografía narrativa, México, Planeta, 2006.}}
Pero si su esencia es estar fuera del sistema, ¿por qué el afán de incorporarlo?
¿A quién le hacemos caso?
No cabe duda de que en la retórica de ambas posturas, las antivillistas y las provillistas, campean las exageraciones y se develan filias y fobias políticas. Claro que esto existe también entre los historiadores “académicos”, aunque creo que el sesgo tiende a reducirse, como se ha podido ver en algunas mesas de discusión. En una de ellas, Javier Garciadiego, actual presidente de la Academia Mexicana de la Historia, cuestionó la manera en que el gobierno ha elegido a los personajes: ¿Por qué no se conmemoró a Carranza en 2020? ¿Le gustaría a Flores Magón, un anarquista, ser reconocido por el Estado? ¿Por qué en 2023 no se eligió a Madero por el 150 aniversario de su nacimiento? ¿Por qué no conmemorar los setenta años del voto femenino? Garciadiego reconoce que Villa fue un auténtico revolucionario del pueblo, a diferencia de otros líderes norteños, y que tuvo las propuestas sociales más importantes, pero no está seguro de que sea idóneo para ser homenajeado dada la cantidad de “familias adoloridas” que dejó a su paso (Guadalupe Villa le respondería más tarde que, en la guerra, todos dejan familias lastimadas). En todo caso, Garciadiego propone como posible lectura el enfrentamiento con Estados Unidos, y la existencia de un nacionalismo popular y un nacionalismo gubernamental, ambos enarbolados por López Obrador para manejar sus relaciones con el vecino del norte.
En fin, en medio de la polémica, vale la pena regresar a los clásicos. Si hay un estudioso de Villa que gozó del reconocimiento unánime fue Friedrich Katz, profesor de la Universidad de Chicago que escribió una extensa biografía sobre el personaje.
{{Friedrich Katz, Pancho Villa, traducción de Paloma Villegas, México, Ediciones Era, 2000.}}
Una rápida revisión de su obra desmiente la idea –sostenida por algunos antivillistas– de que los historiadores no han prestado atención a las acciones más controversiales del personaje. Katz expone con detalle, por ejemplo, que Villa encabezó la masacre de San Pedro de la Cueva, que ordenó una violación masiva en Namiquipa y que decidió la ejecución de noventa mujeres en Camargo, algunos de los hechos más referidos.
Sobre el primer hecho, dice que fue “la primera vez que Villa desencadenaba su cólera sobre los pobres”, y que al siguiente día “se mostró profundamente arrepentido y empezó a llorar”. Sobre los otros dos hechos, dice que ocurrieron durante “la fase más oscura” de la revolución, cuando los habitantes de Chihuahua estuvieron expuestos a la creciente violencia tanto de los soldados federales como de las represalias de los villistas. Agrega que en este periodo “no sería exagerado hablar de una declinación moral de Villa”.
Si esta biografía –magistralmente escrita, traducida al español y con múltiples ediciones– reconoce estos hechos, ¿entonces por qué la insistencia, sobre todo de los antivillistas, de que nos han ocultado al verdadero personaje? Considero que se pueden señalar dos cosas. Primero, Katz escribe como lo que es, un historiador, colocando a Villa en una circunstancia determinada, y complejizándolo en el drama de la guerra antes que calificarlo de psicópata o asesino serial, como prefieren hacerlo algunos. En su obra puede distinguirse el análisis crítico de fuentes, la consideración de todas las versiones disponibles y el ejercicio de la duda razonable que utiliza el historiador sobre hechos que no puede comprobar. Estas consideraciones les parecen tibias a los antivillistas y también podrían estorbar a algunos de sus defensores.
El otro argumento va más allá de los interesados en Villa, y tiene que ver con el público en general y la llamada “historia de bronce”. ¿Por qué nadie nos advirtió en la escuela que Villa no era el héroe que imaginamos?, dicen algunos. Va a resultar que es mejor enseñar con lujo de detalle la crudeza de la guerra antes que la educación sexual a la que tanto se oponen. Creo que es bienvenida la discusión sobre la forma en que se enseña historia, pero, por favor, que alguien piense en las criaturas, que suficiente tienen ya con la guerra que les ha tocado vivir en las calles.
¿Qué debemos hacer entonces con los héroes y heroínas que nos dieron patria? ¿Desaparecerlos? ¿Qué hacer con los monumentos? ¿Tumbarlos? ¿Qué hacer con los corridos? ¿Prohibirlos? Me parece que estamos ante juegos de bebés y bañeras, donde no queda muy claro cómo limpiar el agua. Algo podríamos hacer las historiadoras e historiadores, aunque tampoco tengo claro qué. Es sin duda una labor colectiva, pero que sin diálogo es imposible. ~
es doctor en historia por El Colegio de México e investigador posdoctoral en la Universidad de Ginebra.