La compañía de las mascotas

Si antes los animales domésticos apenas eran vistos como mascotas, hoy parecen ser el centro de la vida familiar y afectiva de las personas que habitan las ciudades. Nuevos oficios y una amplia industria en crecimiento buscan satisfacer la demanda de quienes quieren ofrecerles una vida digna, cómoda y hasta lujosa a sus compañeros animales.
AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

Algo ha cambiado en nuestro trato con los animales. ¿Alcanzarían a comprender nuestros bisabuelos, por ejemplo, que hoy en día hay quienes trasladan por doquier a sus perros sobre carriolas? Práctica cada vez más habitual al punto de que comienzan a resultar imprecisas las definiciones (“coche de niño” o “cochecito para transportar bebés”) que se ofrecen de ese objeto en los diccionarios. Vivimos en un mundo en el que existen microchips para rastrear las vagancias de nuestros gatos y disfraces navideños para conejos y canes que trotan por la calle enfundados en pijamas, y pasteles –hasta más sanos que los nuestros– para celebrar sus respectivos cumpleaños.

Si antes se solía marcar una diferencia notable entre ellos y nosotros, hoy a los animales de compañía se les ofrece un lugar paralelo –si no es que superior– en nuestras vidas. Una consideración tan importante que los erige en nuestro imaginario incluso como monumentos. Y si no, que le pregunten a alguno de los “perritos gordos” de Neza, Zumpango, Cholula o Texcoco que figuran, bajo el calificativo de “atracciones turísticas”, en la plataforma de Google Maps con la dirección exacta donde se pueden apreciar, e incluso acariciar, sus suaves lomitos.

Mientras que antes las abuelas decían que era una gravísima falta de respeto otorgar nombres humanos a los animales, hoy se les bautiza como a otro miembro de la familia e incluso como tocayos de sus propios dueños. Sus nombres, en algunos países, constan en identificaciones que validan su existencia. Tienen perfiles de redes sociales y algunos logran cultivar una fama mundial. Los hay también con cargos honorarios como Ruby, una perrita que se desempeña como directora general de apapachos “Chief Cuddling Officer (CCO)” en la empresa de seguros india Pazcare. O como Bosco, un labrador que, sin aparecer inscrito en la papeleta electoral, superó con creces a sus competidores humanos y fue elegido alcalde honorario de Sunol, California, en 1981.

Qué decir: mientras que a nosotros nos tortura terminar una tesis de grado, hay animales de compañía graduados y galardonados. Ahí tenemos al Dr. Max, un amado gato que recibió el grado honorífico de doctor en literatura –con más precisión: Doctor of Litter-ature; uno de los significados de litter es “camada”– por la Universidad de Vermont. Destacan también todos los perros acreedores al Palm Dog, un premio alternativo anual que, desde 2001, otorgan los críticos del Festival de Cine de Cannes a la mejor actuación de un can vivo o animado.

No se necesita mucho, apenas estos destellos, para notar que nuestra cultura popular está poblada por el deseo de borrar el cerco entre el mundo de las mascotas y el de los seres humanos. Un ímpetu que contrasta con el de décadas pasadas. Por ejemplo, al ojear el libro de texto de primero de primaria del México de los años sesenta saltan a la vista algunas singularidades. Mucho se le podría cuestionar a “La foca que fuma” –una lectura brevísima dotada, sí, de la nostálgica candidez que permea en todo el libro, pero que sobresalta por estar ilustrada con tres de estos mamíferos que, en el circo, sostienen a su vez una pelota, un puro y un rifle–, pero también llaman la atención otros textos, como uno donde un niño relata cómo sus padres, por la noche, lo conminan a sacar a su perro Sultán de la recámara porque “los animales deben dormir afuera” bajo los argumentos de que roban el aire puro y propician enfermedades. Su sitio es el patio, la azotea; nunca el interior del hogar. Se llega a decir también que el perro está tan agradecido de ser cuidado que, en recompensa, protegerá la casa.

Además de la compañía, se apreciaba a las mascotas por cumplir también otra función: ser perro guardián, cancerbero de nuestros hogares; fungir como gato ratonero que mantenía las plagas a raya; perros lazarillos, pastores, de caza. “Jean Cocteau decía que prefería los gatos a los perros porque nunca se ha visto un gato policía”, recuerda Michel Tournier. Pero ahora, más bien, somos nosotros los que nos ponemos a su servicio. Un paseador de perros puede lograr ingresos iguales o superiores a los de un funcionario público a fuerza de mimar a los animales como reyes y sacarlos a trotar en grandes manojos. Su éxito se debe también, por supuesto, a que el equilibrio de nuestras vidas citadinas pende de una hebra frágil: nos hemos acostumbrado a habitar lugares cada vez más pequeños –donde un patio o un jardín resultan inaccesibles– y a carecer de tiempo, incluso, para estirar un poco las piernas y darles un mínimo de atención a los seres que amamos.

Ya existen las “niñeras” animales –vaya oxímoron–, guarderías, hoteles y spas dedicados a las mascotas. Frente a la ya remota costumbre de alimentar a los animales con sobras de comida –que en los hogares de la Grecia antigua, por cierto, era signo de opulencia–, ahora existe una creciente industria alimentaria que, aunque pareciera estar abocada al cuidado de los seres vivos, es colosalmente contaminante.

Innumerables oficios han surgido a últimas fechas. Si antes a los perros que enfermaban con garrotillo bastaba con ponerles collares de limones para que se aliviaran, hoy se les lleva al veterinario, al etólogo o al fisioterapeuta. Y no solo eso: también las mascotas están contempladas dentro de la medicina alternativa. Existen terapias energéticas de reiki que se proponen alinear sus chakras. Y remedios de flores de Bach en espray y gotero para sus problemas emocionales, según los cuales se les debe administrar álamo temblón a los “animales miedosos y sensibles”, agrimonia a los “que ocultan sus sentimientos” o centaurea a los “animales con falta de voluntad”. Hay para todos: para los inseguros; aquellos con problemas de aprendizaje; los posesivos con sus dueños; para los animales, afirman, sin ganas de vivir.

Símbolos de nuestra compasión y empatía, pero también extensiones de nuestro elitismo y sed de poder, las mascotas desde hace muchos siglos han significado, para algunas personas, un lujo aristocrático, casi un objeto decorativo. Cómo no recordar su presencia en tantas obras del arte occidental que las muestran, arrinconadas, como una posesión más. Como un pregón del derroche: aquella abundancia que, de tan excesiva, alcanza hasta a los seres de cuatro patas. ¿Debemos entender del mismo modo la mansión con muebles de diseñador en donde viven los pomerania de Paris Hilton o el nuevo auge de la moda canina? Firmas de alta costura como Gucci han lanzado colecciones destinadas a vestir a los animales de compañía. Ofrecen, además, conjuntos combinables para que, coordinados con sus dueños, parezcan ser uno solo.

Bulle un efervescente deseo de que nuestras mascotas se parezcan más a nosotros o de nosotros parecernos más a ellas. De lograr una comunión que, en algunos casos, pretende borrar los límites entre la vida y la muerte. Servicios funerarios ofrecen dijes y joyería para portar un poco de la ceniza de un animalito tras su cremación. Si el xoloitzcuintle, en culturas como la nahua, adquiría la consigna de ser un compañero espiritual capaz de guiar a las almas en camino del Mictlán, ahora buscamos el auxilio de otros humanos que nos permitan contactarnos con nuestros amigos animales. Famoso fue el caso de Javier Milei –¿nuestro Calígula latinoamericano?–, a quien no le bastó con clonar a su perro Conan: contrató a una médium interespecie para que le transmitiera los mensajes que quisiera hacerle llegar su mascota “trascendida”. Según me he enterado, el servicio de comunicación interespecie suele ser muy solicitado también por quienes no alcanzan a congeniar con sus mascotas o para quienes las han perdido y buscan, por esta vía, conminarlas a volver a casa.

El apego de los seres humanos hacia sus mascotas no es cosa nueva. Hay conmovedores epitafios latinos sobre la tumba de un perro –“Guardián de mis carros, nunca ladró en vano: ahora guarda silencio y su sombra protege sus cenizas”– o extravagantes noticias como la que Plinio el Viejo da acerca de un delfín amigo de un pequeño niño, el cual “se detenía y llamándole muchas veces por el nombre de ‘Chato’ lo atraía con las migas del pan que llevaba para el camino”. Pero quizás en ningún otro tiempo los seres humanos se afanaron en estar tan al servicio de sus animales de compañía al punto de convertirlo en profesión y en una industria multimillonaria.

El setenta por ciento de las personas en México tienen una mascota. Las adoran los niños, las parejas jóvenes que forman con ellas un hogar, los escépticos, los optimistas, los misántropos. Quizá porque, con su ternura y encanto, nos permiten trazar lazos afectivos de menor riesgo; asumir responsabilidades menos escalofriantes que el criar cachorros de nuestra especie; son un espejismo que dulcifica la acritud de la urbanización; nos redimen. Se han convertido en una forma del consenso. No parece extraño hoy que la hostilidad al acecho nos hace tener miedo de externar públicamente cualquier opinión. Las mascotas son un tema de conversación inerme, feliz y neutral dentro de un ambiente cercado por las asperezas, la polarización y los ataques. ¿Quién se atrevería a poner en duda esa fugaz alegría que nos entregan en los múltiples videos que circulan por la web? Si hoy nos percibimos, más bien, como la compañía de nuestros animales de compañía es porque nos brindan una suerte de anestesia: una forma de suspender esa creciente reclusión en la que vivimos y que suele astillarnos, justamente, cuando menos lo sospechamos. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: