Sexo, mentiras y género

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La Asociación Estadounidense de Medicina dice que la palabra “sexo” –tal como se emplea al distinguir entre masculino y femenino– es problemática y anticuada; todos deberíamos usar ahora la expresión “más precisa “sexo asignado al nacer”. La Asociación Estadounidense de Psicología está de acuerdo: Términos como “sexo de nacimiento” y “sexo natal” son “despectivos” y de forma engañosa “implican que el sexo es una característica inmutable.” La Academia Estadounidense de Pediatría también está de acuerdo: “El sexo”, declara, es “una asignación que se hace al nacer”. Y ahora los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades nos instan a decir “asignado masculino/femenino al nacer” o “designado masculino/femenino al nacer” en lugar de “biológicamente masculino/femenino” o “genéticamente masculino/femenino”.

Sus partidarios defienden esta revisión léxica tanto por supuestos motivos científicos como porque consideran que la terminología tradicional de masculino y femenino socava la “inclusividad” y la “equidad”. Pero esas justificaciones no se sostienen. Y la jerga de las asociaciones médicas tergiversa hechos científicos sencillos hasta hacerlos irreconocibles.

Casi todos los animales, así como muchas plantas, se reproducen sexualmente. En todas las especies que se reproducen sexualmente, esto ocurre mediante la combinación de un gameto grande, llamado óvulo, con un gameto pequeño, llamado espermatozoide. Aunque algunas plantas y animales hermafroditas producen tanto óvulos como espermatozoides, no hay especies de mamíferos que lo hagan. En los mamíferos, cada individuo produce un solo tipo de gameto. Los individuos que producen (relativamente pocos) óvulos se denominan hembras; los que producen (gran cantidad de) espermatozoides, machos. El hecho de que un embrión de mamífero se convierta en macho o hembra viene determinado por un par de cromosomas sexuales: XX para las hembras, XY para los machos.

En resumen, el sexo en todos los animales viene definido por el tamaño de los gametos; el sexo en todos los mamíferos viene determinado por los cromosomas sexuales; y hay dos y solo dos sexos: macho y hembra. Todo esto, por supuesto, no es ninguna novedad: se sabe desde hace más de un siglo y es material básico de cualquier curso de biología de bachillerato medianamente decente. Es cierto que algunas mutaciones o anomalías del desarrollo prenatal pueden hacer que algunos individuos sean incapaces de producir gametos viables. Pero un individuo infértil con un cromosoma Y sigue siendo varón, igual que una persona con una sola pierna sigue siendo un miembro de pleno derecho de nuestra especie bípeda.

Se habla mucho, espuriamente, del hecho de que una cantidad muy pequeña de humanos nace con patrones cromosómicos distintos de XX y XY. El más común, el síndrome de Klinefelter con cromosomas XXY, se da en aproximadamente el 0,1% de los nacidos vivos; estos individuos son anatómicamente varones, aunque a menudo infértiles. Algunas afecciones extremadamente raras, como el síndrome de De la Chapelle (0,003%) y el síndrome de Swyer (0,0005%), quedan fuera de la clasificación estándar hombre/mujer. Aun así, la división sexual es un binario extremadamente claro, tan binario como cualquier otra distinción que se pueda encontrar en biología.

Entonces, ¿dónde quedan las afirmaciones de las asociaciones médicas sobre el “sexo asignado al nacer”?

El nombre de un bebé se asigna al nacer; nadie lo pone en duda. Pero el sexo de un bebé no se “asigna”; se determina en la concepción y se observa al nacer, primero mediante el examen de los órganos genitales externos y luego, en caso de duda, mediante un análisis cromosómico. Por supuesto, cualquier observación puede ser errónea, y en ciertas raras ocasiones el sexo consignado en el certificado de nacimiento es inexacto y debe corregirse posteriormente. Pero la falibilidad de la observación no cambia el hecho de que lo que se observa –el sexo de una persona– es una realidad biológica objetiva, igual que su grupo sanguíneo o su patrón dactilar, no algo que se “asigna”. Los pronunciamientos de las asociaciones médicas son construccionismo social desbocado.

El sexo es una característica fundamental de la especie humana; es una variable clave en psicología, sociología y políticas públicas. En todo el mundo, los hombres cometen la inmensa mayoría de los homicidios; las mujeres tienen muchas más probabilidades que los hombres de criar a un hijo en solitario. Aunque estas distinciones son estadísticas, no absolutas, importan. Nuestro discurso público se empobrece y distorsiona si no somos capaces de hablar y escribir sin rodeos sobre el sexo. Y en ningún lugar es más clara esta pérdida que en la medicina.

Durante décadas, las feministas han protestado contra el olvido del sexo como variable en el diagnóstico y el tratamiento médicos, y contra la suposición tácita de que los cuerpos de las mujeres reaccionan de forma similar a los de los hombres. Hace dos años, la prestigiosa revista médica The Lancet reconoció por fin esta crítica, pero parece que los editores no se atrevieron a utilizar la palabra “mujeres”. En lugar de ello, la portada de la revista proclamaba: “Históricamente, la anatomía y la fisiología de los cuerpos con vagina han sido ignoradas”. Pero ahora hasta esta concesión contradictoria puede perderse, ya que la negación del sexo biológico amenaza con socavar la formación de los futuros médicos.

La nueva reticencia de la clase médica a hablar con sinceridad de la realidad biológica se debe probablemente al loable deseo de defender los derechos humanos de los transexuales. Pero aunque el objetivo es loable, el método elegido es erróneo. Proteger a las personas transexuales de la discriminación y el acoso no exige fingir que el sexo es algo que meramente “se asigna”.

Nunca está justificado falsear los hechos al servicio de una causa social o política, por justa que sea. Si la causa es realmente justa, entonces puede defenderse aceptando plenamente los hechos del mundo real.

Y cuando una organización que se proclama científica distorsiona los hechos científicos al servicio de una causa social, socava no solo su propia credibilidad, sino la de la ciencia en general. ¿Cómo se puede esperar que el público confíe en las declaraciones de la clase médica sobre otros temas controvertidos, como las vacunas –temas en los que el consenso médico es realmente correcto–, cuando ha tergiversado tan visible y descaradamente los hechos sobre algo tan simple como el sexo? ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón. Publicado originalmente en The Boston Globe.

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es físico y matemático, y profesor en la Universidad
de Nueva York. Es autor, junto con Jean Bricmont, de Imposturas
intelectuales (Paidós Ibérica, 2008).

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es profesor emérito para la comprensión pública de la ciencia en la Universidad de Oxford. Es autor de diecisiete libros, entre ellos El gen egoísta (reeditado por Salvat Editores en 2020).


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