Es frecuente que, al referirse a la llamada globalización como realidad distintiva de nuestro tiempo, se anteponga el significado de la misma como el mercado general de la economía, el de las poderosas empresas industriales, comerciales y financieras. No siempre se valora o destaca su precedente natural y vanguardista, el de la globalización de la comunicación, siendo tan sensible y visible. Pareciera olvidarse no sólo su comienzo histórico, por los atributos naturales que la caracterizan, sino por el asombroso desarrollo de sus tecnologías a escala planetaria de lo instantáneo a lo simultáneo y la influencia de sus medios en la estructura de la sociedad contemporánea, con todos sus componentes. Pero es que, además, la globalización de las comunicaciones forma parte y encabeza ese territorio mayoritario de la nueva economía que es el de los servicios. Un territorio en el que comparte, a menudo, las fragilidades y las especulaciones súbitas que lo gobiernan, propias de los bienes intangibles. A fin de cuentas, vale recordar que la primera profecía de la aldea global se dio desde la perspectiva concreta de la comunicación.
Evidentemente, los vínculos que de forma tan estrecha unen la globalización de la comunicación y la globalización conjunta de la economía tienen que ver con un sentido acentuado y creciente de la pragmática tecnológica y social en un mundo sin fronteras, achicado humana y culturalmente. La universalización de la comunicación, inseparable de la globalización de la economía, ha sido factor decisivo en el derrumbe ideológico del comunismo. Se trata de un pragmatismo que ha obligado a entender que toda promesa de futuro está condicionada, no sujeta a gratificaciones utópicas, por más que el presente esté dominado por las leyes movedizas de la velocidad y el cambio, entre lo inmediato y lo imprevisible. La realidad impuesta por el cultivo recíproco de ambas globalizaciones es la que, en cierto modo, ha erigido al consumidor en principal protagonista cautivo, bajo el emblema de la etiqueta y de la antena parabólica, con un objetivo inocultable y en proceso muy avanzado: el de convertir el mercado en ideología suprema y reinado absoluto del consumismo. Sería el tránsito del Estado monopólico o mixto a un Estado más monopólico y centralista en alas de los privilegios globalizadores.
Si acotamos todo lo que esto representa en el territorio específico de la globalización de las comunicaciones, encontraremos, en lo general, la importancia creciente y concentradora de sus medios, abandonada de hecho la teoría objetiva de la información por el subjetivismo de la comunicación, con el influjo consiguiente de los medios sobre la sociedad y de los anunciantes sobre los medios. Sincronía de intereses y dominios. Este marco de referencia se ejemplifica, inevitablemente, con la situación particular que se deriva de la hegemonía del imperio estadounidense. Concentrada en los sectores vitales de la comunicación, Estados Unidos absorbe hoy no sólo más del 55 por ciento de la publicidad que se produce en el mundo, sino otro tanto de la información periodística y de las imágenes televisivas. Controla, a ritmo ascendente, alrededor del 75 por ciento de las redes de internet, las cuales han iniciado ya su aplicación en los programas educativos del propio país, perfilándose paralelamente como el medio publicitario más poderoso del futuro. En unos cuantos años, más del 85 por ciento del mercado mundial de las telecomunicaciones estará en manos de nueve consorcios internacionales que vienen construyéndose por compras, fusiones o integraciones, con una indiscutible hegemonía cuantitativa y cualitativa de los consorcios estadounidenses. En cuanto a México concierne, las agencias de publicidad de origen y participación estadounidense se han adueñado de las tres cuartas partes de un mercado en el que un solo medio, el de la televisión, recibe alrededor del 80 por ciento de las inversiones totales.
La acción conjunta o separada de los conglomerados industriales y financieros, y los de las telecomunicaciones, con la revolución digital y sus extensiones, alterará indudablemente las actuales reglas del mercado económico, al poder imponerse de uno y otro lado, al amparo de sus privilegios, sistemas comunes y convencionales de fórmulas operativas de carácter cada día más obligado y forzoso. Podría acontecer, según se ha anticipado, que las magnas cadenas de supermercados ya no se limiten, como ahora sucede, por ejemplo, a decretar a sus proveedores tiempos de pagos y descuentos, incluyendo la producción y promoción de marcas propias en competencia inética con las de ellos, verdaderos financieros de la operación distribuidora. En este terreno de hipótesis, se habla de que las macrocadenas internacionales de producción y distribución podrían negociar, directa y adicionalmente, acuerdos mancomunados, de unos a otros países o continentes, para fijar índices normativos de precios y contrataciones en compras y ventas, y también en el orden general de las preferencias de consumo. Por otra parte, se especula que estos sectores monopólicos podrían implantar módulos de contratación y tarifas de telefonías y medios electrónicos, con todos sus anexos: el mundo sujeto a los dictados globales de la comunicación y la mercadotecnia. El empuje de tal tendencia puede advertirse actualmente en el control de otros medios, como las cintas cinematográficas y los espectáculos deportivos, convertidos en inductores subliminales de consumo en complicidad, secreta o abierta, con anunciantes que promueven el uso etiquetado del entretenimiento. O sea, el contenido de éste y sus actores, como agentes directos de la publicidad. Una invasión, actualmente notoria, que podría llegar a la comercialización total: los buenos días y el saludo cotidiano, incorporados a la tutela del crédito publicitario. Una moderna Torre de Babel, inundada de marcas sobrepuestas a nombres de mujeres y hombres, de jugadores y actores, entre la confusión y la anarquía. Lo que hay de exceso en semejante abuso, entre la saturación y el cansancio humano, constituye una amenaza latente de rechazo público, iniciado en algunos países.
El desarrollo tecnológico y la concentración de las comunicaciones, dado el enorme espacio que hoy ocupan, con su masiva influencia sobre el comportamiento humano, han hecho de ellas una especie de instrumento adicional de disuasión, por si no bastara el más irremediable y mortífero de la bomba atómica. Combinadas las dos globalizaciones, libres ahora de la amenaza del comunismo, ¿a dónde pueden llevarnos? ¿Pudiera ser el de una explosiva crisis final del sistema capitalista? No faltan voces autorizadas que han anunciado que el mayor peligro del capitalismo es el propio capitalismo. Si la globalización incrementa, en vez de corregir, la incompatibilidad de un mundo en el que tres cuartas partes viven en la pobreza y un 20 por ciento es dueño de todos los recursos, una catástrofe será inevitable. Quedará en un doloroso mito la esperanza de una sociedad del bienestar, como producto ideal del progreso de todas las tecnologías y el uso real y equitativo de la riqueza acumulada. Se habrá cancelado entonces la promesa de una sociedad con menos horas de empleo y un mayor número de empleos. ~
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