Guardianes y víctimas del patriarcado

El reino de la desesperanza

Carlos Martín Briceño

Lectorum

Ciudad de México, 2024, 154 pp.

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El papel protagónico, en catorce de los dieciséis cuentos que conforman este libro, es de sexo masculino. Y son víctimas. Curioso que en esta época del “empoderamiento de la mujer” y del auge del lema “No todos los hombres son iguales, pero siempre son hombres”, emerjan estas historias. Ciudades pequeñas, y no tan pequeñas, atrincheradas en la cultura patriarcal, lo mismo que pueblos y comunidades. Si bien estas historias tienen lugar geográficamente en México, la mayor parte de ellas en la península de Yucatán, las mismas ocurren, también, con voces, escenarios y vestuarios distintos, en tantos y tantos países. La vigencia de esta universalidad estremece.

Inteligente el abordaje que hace Carlos Martín Briceño (Mérida, 1966) al centrarse, por medio de historias cotidianas y sin irrupciones reflexivas, en la semilla de la cultura patriarcal: la familia. Guardada como un secreto a voces, en la violencia consentida para forjar niños y jóvenes masculinizados –machos rudos y fortachones, fríos y mujeriegos– participan tanto hombres como mujeres, guardianes asimilados del patriarcado, guardianes que son a su vez víctimas. No obstante, es necesario aclarar que estas ficciones de la realidad no compiten y mucho menos aminoran a las víctimas mayores: las mujeres.

Narradas sin estridencias, sin escabrosidad, en las historias “de siempre” pareciera que no pasa nada. Pero si miramos bien nos encontramos, además, ante la “tasación” del valor de la persona por sus bienes: entre hombres y mujeres, únicos géneros válidos, las relaciones son transaccionales. Ellos deben empeñarse por lograr carteras gordas, y ellas, con un cuerpo esculpido, por conseguir a un buen partido. La normalización de la violencia y la mercantilización de la persona preserva esta cultura heteropatriarcal enraizada hasta la médula.

El universo por el que transitan los personajes de estos cuentos (que pertenecen a una clase media arribista, temerosa de perder su statu quo, y media alta, a su vez preocupada por mantener y aumentar sus privilegios) desnuda una sociedad jerárquica, conservadora y, por supuesto, católica. También, hipócrita y, cómo no, alcoholizada. Todos apelan a la ceguera, la cual lacran con alcohol en exceso.

El autor divide los cuentos en una cronología lineal, que agrupa, en lo que llama “Libro primero”, historias de la pubertad, en las que por supuesto la sexualidad es protagónica, al igual que los personajes de género masculino. En “Libro segundo”, el desengaño, nos refriega en la cara la banal idealización de las relaciones binarias y el inevitable enfrentamiento con la realidad. La mercancía adquirida, también llamada pareja, no encaja con las expectativas y, a diferencia de una lavadora, esta no viene con garantía. La última parte, “Libro tercero”, Martín Briceño la dedica a “lo que no se dice del ocaso”, a la merma de fuerzas físicas, que expone a las personas ancianas a la pérdida prematura de su potestad, al despojo de sus bienes y a su infantilización. Ya exprimidos por el mercado laboral, incluidas las labores domésticas sin reloj checador ni salario para el caso de las mujeres, la ancianidad es vista como una carga insoportable; arrumbamos a nuestros viejos como trastos desportillados a la espera de que pronto dejen de incordiar nuestras vidas productivas.

“Me excita el olor a mierda fresca de caballo” es la frase con la que nos recibe “Caballeriza”, el primer cuento del libro, en el que se mezclan y se confunden la búsqueda de identidad, el abuso, la homosexualidad larvaria y el paternalismo exagerado. Rubén, de trece años, luego de forcejear con su primo menor, le dice, “se siente bien rico, ¿verdad?”. El sometido, incapacitado para huir y mucho menos para denunciar, tiene “ganas de llorar”, lágrimas de rabia, él mismo se aclara. El mandato de “los hombres no lloran” va urdiendo la coraza de los futuros machines, que han de soportar la normalización del abuso sexual como parte natural de la exploración de la sexualidad durante la pubertad. Primos toquetones y burdeles obligados son las experiencias primeras para el “descorche”. Aun así, y sin perder de vista el forzado sometimiento, no confío demasiado en que el rechazo sea por convicción sino por la omnipresencia de la figura materna. La frase que cierra el cuento, sumada a la reflexión del inicio, fortalece esa hipótesis.

Para cobrar fuerza, “Desagravio” va y viene en su unidad de tiempo; es una historia que esconde un fondo demoledor, en la que, sin importar las circunstancias, el abusador siempre encontrará la oportunidad para sus atropellos. Tenemos a un protagonista que todo el tiempo baja la cabeza y que se siente débil y cobarde; el abusador desde su prepotencia le grita: “¿Eres maricón o qué?”, “mientras lleva su ma- no a la bragueta y se la aprieta, retador”. Un gesto universal.

“Minecraft”, un cuento coral que habla “del otro asunto”, ¡por Dios, no lo nombremos!, que lleva a un muchacho, enviado al extranjero para enderezarlo, al suicidio. En esta narración el autor se vale de la voz del muro de Facebook, así como del diario íntimo del hermano, diagnosticado con depresión. También, del testigo de la empleada doméstica, más papista que el papa, así como de los amigos del muchacho y las amistades familiares. La noche de la tragedia, el marido viola a su esposa, que le dio un hijo gay, en medio de unos forcejeos en los que ella no tiene más remedio que dejarse para terminar con el asunto lo antes posible. Lo “normal”.

Siguen cinco relatos agrupados en torno a la cacería de pareja. Por ahí emerge sin pudor la voz autoritaria y racista de un cura, la transacción de una mujer que reprime su sexualidad a cambio de convertirse “en una más de las felices mujeres que cargan a la tarjeta de crédito del esposo el cien por ciento de sus gastos”. Alebresta hasta a quien se diga tener atole de agua en vez de sangre en las venas. También, en “Hidden Valley Lake”, se evidencia la salida de honor por medio del matrimonio y del consecuente sometimiento, de la ilusión del extranjero, sobre todo si son gringos.

Una mención aparte se merece la gastronomía yucateca, sobre la cual Martín Briceño acaba de publicar un libro, cuyas exquisiteces ayudan a aminorar el mal trago que la cultura rancia de los señores nos ha hecho sorber: lechón a la leña, pavo en escabeche oriental, salbutes, papadzules, queso relleno, tsi’ik de venado. Y justo al nombrar el sabroso salpicón de venado, pienso en que me ha hecho falta en estos cuentos la incorporación de vocablos en maya, algo llamativamente vivo en la península. Creo que el tono regional que mantiene el libro puede avalar su irrupción e incluso el despliegue de la veta clasista del habla de “la Castilla”.

Carlos Martín Briceño es un escritor seguro de la calidad de su prosa, y no apela al efectismo o al tono trepidante, sino que atiende a su voz propia y a su mirada entornada para atraer al lector. En la apuesta del autor encontramos lo que Ernest Hemingway llamaba la punta del iceberg, para dejar al lector la tarea de desentrañar el volumen y la profundidad. ~


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