Las nuevas corrientes de la derecha más extremista, que vemos articularse en Europa y Estados Unidos, América Latina y el Caribe, cargan con panteones heroicos poblados de dictadores. En su lectura de la historia del siglo XX, esas derechas, como sus equivalentes extremos en las izquierdas, tienen preferencias claras y se ofenden con cualquier juicio histórico que establezca analogías entre Hitler y Stalin o entre uno y otro totalitarismo.
Estamos acostumbrados a las protestas contra falsas equivalencias desde las izquierdas marxistas; a la crítica fácil a Hannah Arendt, Carl J. Friedrich y toda la teoría liberal de la primera Guerra Fría, que sostuvo que en la desembocadura en el totalitarismo, a mediados del siglo XX, confluyeron fascismos y comunismos. Pero reparamos menos, en buena medida por una peligrosa subestimación, en aquellas jerarquías simbólicas de la nueva derecha que resultan favorables al fascismo.
Hace unos años, la prensa italiana reaccionaba entre burlona y escandalizada a las reivindicaciones de Benito Mussolini de Matteo Salvini. El entonces ministro del Interior y presidente de la Liga Norte eligió un 29 de julio, día del natalicio del dictador fascista, para reiterar la máxima Tanti nemici, tanto onore (‘Tantos enemigos, tanto honor’), en contra de sus adversarios de izquierda, que deploraban sus constantes expresiones nativistas y xenófobas.
Las declaraciones de Salvini eran solo la superficie de una tendencia más profunda, ya no de justificación sino de admiración por Mussolini, Hitler y el fascismo en Italia y Europa. Cuando el centro estadístico Eurispes realizaba sus estimaciones anuales, uno de cada cinco italianos creía que el Duce fue un gran líder, que construyó carreteras, escuelas, hospitales y todo tipo de edificios públicos, que extendió derechos sociales y rehízo la grandeza de Italia en medio de la decadencia imperial de Occidente.
El regreso de la popularidad de Mussolini generó, como reacción, una nueva historiografía académica, en la que destaca la obra de Emilio Gentile, cuyos énfasis en el peso del nacionalismo y el racismo, tanto en la derecha como en la izquierda intelectual posterior a la Gran Guerra, no son suficientemente atendidos en Estados Unidos y América Latina. Hay pasajes enteros de la obra de Gentile, sobre la explotación simbólica de los mitos fundacionales de los nacionalismos, que serían perfectamente válidos para la comprensión del trumpismo en Estados Unidos o el obradorismo en México.
Un valor central en esa reinvención afectiva de las derechas es el sentimiento del honor, que no por gusto invocaba Salvini en su comentario. La categoría de lo honorable atraviesa todo el proceso de sacralización de la política, que para Gentile es fundamental en cualquier reconstrucción historiográfica de las derechas reaccionarias europeas en el periodo de entreguerras. La religión política de los nacionalismos católicos es el telón de fondo espiritual de lo que se narra e interpreta en libros como Mussolini contra Lenin (2019) o Storia del fascismo (2022).
Gentile, sin embargo, es reacio al uso extendido del término “neofascismo” para describir las nuevas ultraderechas. También es contrario al abuso de la tesis del “ur-fascismo” –o fascismo eterno o fascismo corriente– que popularizó un conocido ensayo de Umberto Eco de 1995. Gentile y otros historiadores académicos, como el profesor de El Colegio de México David Jorge, recomiendan diferenciar el fascismo como régimen o ideología de cada una de las derechas europeas de mediados del siglo XX. La confusión de esos términos, muy propia de los socialismos reales de la Guerra Fría, es tan común que hoy mismo puede celebrarse un gran congreso “contra el fascismo” en Caracas, donde se valida el fraude electoral de Nicolás Maduro.
A pesar de las necesarias distinciones, es evidente que el sentido del honor fascista recorre buena parte de las derechas extremas occidentales. Por la vía del revisionismo histórico, esas derechas, que Enzo Traverso llama “posfascistas”, están pasando de la comprensión al ennoblecimiento de los totalitarismos de derecha del siglo XX. Marine Le Pen, por ejemplo, ha cuestionado directamente la responsabilidad de la Francia de Vichy y el mariscal Pétain en la expansión del poderío de Hitler.
En su defensa del orgullo nacional católico de una vieja Francia imperial, Le Pen rechaza que el régimen de Vichy fuera cómplice de la masacre de Vél d’Hiv de 1942, cuando más de doce mil judíos –entre ellos cuatro mil niños– fueron hacinados en el velódromo parisino y enviados al campo de exterminio de Auschwitz. Negar el papel de la derecha francesa, aliada de Hitler, en aquella masacre, o desconocer el saldo criminal del Estado francés en la colonización de Argelia y el norte de Francia, es un recurso de Le Pen para salvar el honor de un conservadurismo histórico que hoy se alinea con la xenofobia y el racismo.
En España, Vox y su líder, Santiago Abascal, recurren una y otra vez a la relativización de los crímenes del franquismo. Pero no solo eso: el líder de la extrema derecha española piensa, como Salvini en Italia, que Franco gobernó bien y evitó que el comunismo se apoderara de España. La idea del gendarme necesario, de larga data en el cesarismo y el caudillismo latinoamericano, desarrollada por Laureano Vallenilla Lanz para legitimar la dictadura venezolana de Juan Vicente Gómez, pero con equivalentes mexicanos, chilenos y cubanos en la obra de Emilio Rabasa, Alberto Edwards y Lamar Schweyer, tendría un aire de familia con esa manera de entender la tradición autoritaria.
Las derechas latinoamericanas experimentan su propio corrimiento a la región ultra. La forma y el espíritu de las transiciones de fines del siglo XX y, también, de las diversas formas de oposición a la corriente bolivariana, van cambiando de manera acelerada. Las últimas derechas, como ha podido constatarse en Brasil, Argentina, Chile, los Andes y Centroamérica, reinventan el populismo y lo hacen sumándose a una incorrección política que encuentra en Donald Trump a su máximo estilista hemisférico.
La restitución del honor nacional perdido es uno de los focos de esa nueva derecha que llega, incluso, a abrazar el llamado “antiglobalismo”. Curioso que, en una región con una fuerte herencia histórica de izquierdas antiliberales y autárquicas, reaparezcan tendencias aislacionistas y chovinistas por el flanco derecho. Las inercias retóricas de las izquierdas locales siguen refiriéndose a esas derechas como “neoliberales”, pero la adjetivación es una muestra más del estancamiento de los lenguajes políticos en América Latina.
Habría una manera de conectar esos rebrotes del nacionalismo conservador con el discurso del honor fascista que crece en Europa. Las nuevas derechas latinoamericanas, tipo Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, Kast en Chile o Bukele en El Salvador, están operando giros militaristas que se dan acompañados de visiones del pasado con claras autorizaciones de las dictaduras de la Guerra Fría. Según la nueva derecha, esos regímenes autoritarios cumplieron la misión de evitar el avance del comunismo en América Latina.
Sociólogos vinculados a la Teoría de la Dependencia, como el ecuatoriano Agustín Cueva Dávila y los brasileños Ruy Mauro Marini y Theotonio Dos Santos, establecieron afinidades entre aquellas dictaduras y los fascismos europeos. Apuntaban que el antecedente fascista resurgía en la sofisticación de la tecnología represiva, en las implicaciones excepcionalistas de la “doctrina de la seguridad nacional” y en proyectos de exterminio de sujetos sociales, no necesariamente inscritos en las oposiciones o militancias políticas de la izquierda.
Las recientes derechas extremistas de la región proyectan nostalgia de aquellos regímenes ordenados y estables, jerárquicos y seguros de la Guerra Fría. Esas derechas ya impulsan sus propias agendas de revisionismo histórico, que postulan la necesidad de un Pinochet, un Videla o un Castelo Branco en sus respectivos pasados nacionales. Ese fatalismo histórico las lleva a reproducir los lamentos del honor perdido de los viejos nacionalismos europeos. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.