El concepto feminicidio entendido como “el asesinato de mujeres por razones de género” ha transformado a los feminismos de México y América Latina porque ha logrado hacer lo que parecía imposible: generar unión. La fuerza del término feminicidio está en que es un concepto-paraguas que tiene la capacidad de diluir la mayoría de las diferencias internas de las luchas (clase, género y raza) en pro del derecho que tenemos las mujeres de vivir una vida sin violencia. Entendida la categoría de mujer en su condición más dinámica y maleable, la amenaza nos concierne a todas. Pero ¿de dónde viene este concepto y cómo es que se ha vuelto tan importante? La respuesta que he encontrado a esta pregunta tiene dos momentos, explicados brevemente a continuación.
Desde el siglo XIX en adelante, gran parte del activismo feminista ha enfocado sus fuerzas en lograr el reconocimiento de las mujeres como sujetos de derechos. La historia del concepto feminicidio forma parte de esta trayectoria puesto que a través de su aplicación las feministas hemos luchado por el derecho de las mujeres a vivir una vida sin violencia. El pensamiento feminista distingue el feminicidio como un fenómeno diferente del homicidio, ya que considera que el primero es el resultado directo de sistemas estructurales de opresión que afectan específicamente a las mujeres. En los últimos cincuenta años, el término feminicidio ha sido articulado en una amplia gama de producción académica informada por las experiencias del activismo de base que demuestran cómo es que la misoginia deja una huella material e inconfundible en los cuerpos agredidos.
Quienes a lo largo del tiempo se han comprometido con el cambio social lo han hecho a través de la resignificación de ideas viejas o de la invención de ideas nuevas. La historia conceptual del feminicidio corresponde al último de estos reinos, pero decir que el concepto fue inventado no le resta valor. Al contrario, la mayor parte de los conceptos sociopolíticos fueron inventados en algún momento. Lo mismo para los conceptos feministas, pero con la particularidad de que estos han sido inventados para mejorar las condiciones que engloban las experiencias de ser mujer.
Preocupadas por la desigualdad de género, las feministas radicales norteamericanas de los años sesenta y setenta organizaban grupos de autoconsciencia donde hablaban sobre distintos aspectos de sus vidas personales, entre ellos su salud y su vida sexual. Epistemológicamente emparentados con el comunismo y el anarquismo, los feminismos radicales –a diferenciar de los feminismos radicales trans-excluyentes contemporáneos– pretendían eliminar los sistemas sociales patriarcales de opresión a las mujeres, asumidos como la primera y más antigua forma de opresión. Así, las campañas de activismo se volcaron en defender que las experiencias personales de las mujeres son resultado de estructuras sociales opresivas bajo el lema de que “todo lo personal es político”.
Inspiradas por estos conversatorios, así como por la experiencia de la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer de la onu en la Ciudad de México en 1975, las feministas radicales organizaron un foro global para nombrar y buscar soluciones a las experiencias de violencia contra ellas. El Primer Tribunal Internacional de Crímenes contra las Mujeres se celebró en Bruselas, Bélgica, en 1976 con la participación de mujeres de más de cuarenta países. El objetivo del tribunal era denunciar todas las formas de opresión violenta contra las mujeres mediante el rechazo de las definiciones patriarcales del delito. Como parte de las actividades, Diana H. Russell convocó a un conversatorio enfocado en definir un nuevo concepto: femicide. Comprendido en este contexto, las participantes definieron femicide colectivamente desde un entendimiento de la feminidad como heterosexual, cisgénero y del norte global, aspectos que se han cuestionado desde entonces.
La transformación de femicide a feminicidio como lo entendemos ahora implicó la redefinición del concepto para que este pudiera designar un contexto totalmente distinto. El contexto era el México de 1993 a 2006, donde más de trescientas mujeres fueron asesinadas mediante el uso generalizado de violencia sexual en Ciudad Juárez. El Tratado de Libre Comercio (TLC) y los cambios geopolíticos de la guerra contra las drogas fueron actores clave en la desolación de Ciudad Juárez, pues la apertura de fronteras en el contexto del neoliberalismo y el comercio hacia Estados Unidos desenfrenó la violencia, y con ello la violencia en contra de las mujeres. Para agravar las cosas, desde 1975 México había firmado más de una decena de convenciones y documentos internacionales comprometiéndose a trabajar a favor de la erradicación de la violencia contra las mujeres. Lo que demostró Ciudad Juárez fue que el Estado no había hecho su tarea y que las cosas se le habían salido de control. Ante esto, México recibió más de veinte informes y doscientas recomendaciones internacionales sobre la urgencia de resolver la violencia de género generalizada. El problema en ese entonces era que nadie podía hacer frente a los hechos porque nadie los podía nombrar. No sabíamos cómo se llamaba eso que estaba pasando.
En esta coyuntura, el gobierno solicitó a un grupo de feministas mexicanas encabezado por Marcela Lagarde y de los Ríos la creación de la Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las Investigaciones Relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana. La comisión se encargó de escribir una investigación diagnóstica, a partir de la cual se promulgó en 2007 la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. Con esta ley, México se convirtió en el primer país del mundo en criminalizar y tipificar penalmente el asesinato de mujeres como algo distinto del homicidio, reconociendo que el asesinato y la muerte también son experiencias de género.
A pesar de los avances en el papel, las cosas en México no han mejorado. La suma nacional de feminicidios en 2022 fue de 947, según los informes del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, y cada año es peor. Pero ¿ha aumentado el número de feminicidios en México o es acaso que esta violencia ha sido visibilizada gracias a la existencia de un concepto que permite registrarlos? Me parece que no hay una única respuesta a esta pregunta. Sin embargo, la existencia del término permite la designación y visibilización del problema. Además, gracias al concepto es posible dar seguimiento a la búsqueda por justicia de los familiares de las víctimas que, entre otras cosas, exigen que la situación cambie en nombre del derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencia feminicida. El primer paso para lograrlo es identificar los problemas a los que nos enfrentamos y que los llamemos por lo que son. A la guerra se le dice guerra, y al feminicidio, feminicidio. Hace 33 años, nadie supo explicar qué le había pasado a Liliana Rivera Garza, pero, como tan desgarradoramente relató su hermana mayor, el concepto feminicidio le dio explicación a lo inexplicable. Como los Rivera Garza, miles más. No es una solución total, pero el concepto esclarece un poco el camino. Nombrarlo nos permite luchar en contra del crimen que señala en pro de la justicia colectiva, porque si tocan a una, respondemos todas. ~
es historiadora.
Actualmente estudia el doctorado en la
Universidad de Texas en Austin y su línea
de investigación es la historia de archivos y
género en América Latina.