En las últimas décadas ha habido menos controversias sobre “la muerte de la poesía” que sobre “la muerte de la novela”. Una explicación obvia es que de cualquier manera se presta mayor atención a las novelas porque pueden convertirse en best sellers o bien adaptarse para la escena, el cine, el radio o la televisión. Otra es que la poesía era considerada un anacronismo ya desde principios del siglo XIX, al comenzar la Revolución Industrial, cuando Thomas Carlyle declaró que la poesía no podría tener ninguna función real en lo que llamó la “Era Mecánica”. Su predicción, por supuesto, carecía de la dialéctica necesaria para dar cabida al movimiento romántico con sus ímpetus antimecánicos y antirrealistas, y su vuelta a paradigmas no solo preindustriales sino preliterarios: baladas, canciones populares y cuentos de hadas.
Ahora, durante la Segunda Revolución Industrial –la electrónica–, es la alfabetización y no el analfabetismo lo que amenaza a la supervivencia de la poesía, aunque no a la de la literatura como medio de comunicación, por más que esta función haya sido disminuida por la preeminencia de los medios electrónicos. La razón es que la literatura todavía sirve para proveer información de varias clases que se considera útil, incluyendo las biografías de los propios poetas. La literatura es parte de la industria de la información, mientras que la poesía, por su naturaleza, nunca ha podido ni podrá serlo. Como dijo Juan Ramón Jiménez: “La literatura es un estado de la cultura, la poesía es un estado de gracia, antes y después de la cultura.”
No pretendo abogar aquí por ningún tipo específico de poesía –la hermética, por ejemplo– sobre otros, y estoy perfectamente consciente de que la poesía ha tenido, y sigue teniendo, diferentes funciones en las distintas culturas y civilizaciones. Ha servido como mnemotecnia (Mnemosine era la madre de las musas), como medio para relatar historias; se ha relacionado estrechamente con la ciencia, la filosofía, ciertos ritos, celebraciones, profecías y revelaciones. Ha sido también juego, entretenimiento, reportaje o sátira social, crítica y exhortación moral. Tampoco quiero decir que alguna de estas funciones sea inadmisible, aunque sean compartidas por otros medios en la literatura.
Para un poeta el lenguaje es todo lo que ha sido y puede llegar a ser, todo lo que ha hecho o puede hacer. En cierto sentido, cualquier otro poeta de cualquier tiempo o lugar es su contemporáneo, su contemporáneo en la intemporalidad.
Así como es anacrónica en el sentido de estar fuera del tiempo, la poesía también es utópica, tanto en el sentido más común de la palabra como en el más literal de estar fuera de sitio o en ningún sitio.
Se ha dicho con frecuencia que ningún poeta será capaz de producir una obra importante y consistente si carece de identificación con su comunidad, y que esta sola comunión es mucho más alentadora que cualquier premio u honor que ninguna nación que haya dejado de ser comunidad puede ofrecer a los poetas, aunque lo cierto es que desde el siglo xviii los poetas han aprendido a realizar su trabajo con un mínimo de respuesta. Gracias al anacronismo y a la utopía inherentes a su arte, pueden dirigirse a cualquier hombre, vivo o muerto.
La incertidumbre es inseparable no solo del acto de escribir y publicar poemas, sino del singular placer que habrá de derivarse de su lectura. Porque corren el riesgo de la incertidumbre, los poetas no pueden estar completamente seguros de que saben realmente de qué se tratan o de si sus mensajes serán alguna vez recogidos. La poesía satisface una necesidad que ningún otro lenguaje puede saciar. Lo opuesto de este lenguaje no es la prosa, puesto que existen textos en prosa que afrontan los mismos riesgos. Tampoco es el silencio, que será siempre la fuente y precondición de la poesía lo mismo que de la música. Es el ruido de la literatura, con su intercambio de bonos de personalidad y reputación: sus escuelas, tendencias, frivolidades; sus continuos altibajos, aclamaciones y rechazos. Los poetas pueden contribuir a este ruido tanto como los críticos y periodistas. Sin embargo, si este mismo ruido los ensordece, cualquier verso que escriban será literatura en el mejor de los casos; y sus genuinos lectores, no aquellos que leen por curiosidad o vanidad, estarán conscientes de ello, porque esos lectores han emprendido, también, la búsqueda de un lenguaje inmediato y urgente que no necesariamente revele de dónde viene o hacia dónde va. Mientras existan tales poetas y lectores, la poesía sobrevivirá. ~