Teoría de los picores

Este microproceso es inconsciente, excepto para quien haya leído estas líneas y se haya ejercitado en la sencilla práctica que sugieren.
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Empezó como un juego de niños, aunque dados los resultados pronto escaló a pasatiempo familiar: obligados a estar en un balcón o tras una ventana durante algunos ratos dieron en fijarse en la gente que pasaba por la calle. Tras unos días de atisbar a los viandantes concluyeron que si miraban a alguien durante unos segundos ese alguien acababa por rascarse. Lo más común era que se rascaran la coronilla o la punta de la nariz, pero también había otras modalidades: algunas de las personas observadas miraban la hora en su reloj de muñeca o hacían gestos automáticos. Con unos días de práctica esos investigadores aficionados podían acertar qué gesto haría la persona observada al recibir el impacto. ¿Acaso el humano es sensible a los fotones emitidos por sus semejantes?

Al verificar tanto acierto en la respuesta y pese al escepticismo que por defecto se aplicaba en esa época todavía regida por los flecos del presunto espíritu crítico de las Luces, dedujeron que había cierta correlación, y hasta un poco de causa-efecto, en esta informal serie de experimentos festivos. Y lo llamaron igual que el título de esta nota, Teoría de los picores. El empaque y la solemnidad de la palabra “teoría” se matizaba con la levedad ontológica de los humildes “picores”, que evocaban el cuplé y la picardía de la revista.

Cuando cesaron las circunstancias que propiciaron este inocente entretenimiento etnológico decayó el interés y la serie estadística se detuvo, pero había sido tan abrumadora la respuesta automática de los viandantes aguijoneados por simples miradas que, de vez en cuando, sin venir a cuento y en cualquier ocasión, repetían el juego y, en cuanto se repetía el efecto prescrito, exclamaban a la vez: “¡Picores!”

Es cierto que a algunos sujetos, quizá ensimismados en sus cavilaciones, acaso ariscos o reacios al universo y sus neutrinos, les costaba rascarse, mirar el reloj o gesticular según los patrones habituales, pero esos casos más bien exóticos que cuestionaban la validez del experimento obligaban a aumentar la intensidad de las miradas y a prolongar el tiempo de seguimiento, para lo cual era necesario disponer de un campo visual amplio. Al final, sometidos al prolongado escrutinio, todos los observados sucumbían al efecto picores. Pero había que esforzarse doble o triple, con el consiguiente desperdicio extra de entropía (la energía que se gasta en rascarse se va en calor, de manera que hoy sería un punible climático).

Como es lógico, cuando los propios investigadores, juntos o por separado, sentían picores y eran conscientes de ello, miraban inmediatamente alrededor y, la mayoría de las veces, descubrían al causante de los mismos. Hay que consignar que cuando alguien detecta en el acto a la persona que le hace picores, y la enfoca de repente, en medio, por decirlo así, de la mirada, esa persona se azora o demuestra de alguna forma que ha sido pillada in fraganti. Viene al pelo el primer ejemplo de azorarse del Diccionario panhispánico de dudas: “Causar, o sentir, turbación o desasosiego”: ”No tengo que volverme hacia atrás para saber que me está mirando. A veces me azora tanta insistencia (Egido Corazón [Esp. 1995]).”

Este microproceso es inconsciente, excepto para quien haya leído estas líneas y se haya ejercitado en la sencilla práctica que sugieren.

Con el tiempo los experimentadores dedujeron que este mecanismo de respuesta automática ante una mirada, ya muy verificado en multitud de casos, debía responder a un sistema de alerta primitivo que se habría ido atrofiando ya que apenas tiene utilidad en la vida moderna, en la que, por lo demás, casi nada tiene utilidad. Aunque también observaron que una vez que se es consciente del mecanismo y se saben interpretar los diferentes puntos de impacto sí que sirve para recibir avisos, evitar encuentros inoportunos o anticipar mensajes y llamadas de teléfono.

Se ha comprobado que los picores no funcionan solo con visión directa, ya que se pueden producir, y recibir (pueden ser tan fuertes y frecuentes que se podría decir “sufrir”), desde otro país o hemisferio. Para provocar su efecto más obvio (rascarse) no requieren presencia ni visión directa, basta con el pensamiento para “hacer picores”. Ese efecto a distancia lo han comprobado muchas veces los conocedores de la teoría llamando en el acto al presunto emisor, que, si es de confianza, confirma o desmiente la emisión. También se ha dado el caso de alguien que ha padecido esta insidia durante periodos prolongados de tiempo –siempre el mismo picor, en el mismo sitio y con la misma brutal intensidad– y no ha conseguido detectar al emisor… hasta pasado un tiempo, cuando ya había cesado la sesión y la propia fuente confesó su actividad (tener en la mente a la otra persona obsesivamente).

La teoría de los picores, si se verifica con los medios adecuados, puede probar que el pensamiento circula más rápido que la velocidad de la luz, lo que eventualmente impugnaría el límite fijado por Einstein y justificaría este prolapso que ya concluye.

Como es una actividad lúdica que rara vez aporta beneficios tangibles y la vida suele urgir con su aullido interminable la Teoría de los picores ha caído en relativo olvido, motivo por el cual las investigaciones, siempre informales e intermitentes, solo avanzan al ritmo de los roces, siendo el más llamativo la aparente conexión de estas impertinencias con frases del animismo y la magia simpática –o antipática, según–, como por ejemplo: “Si pensamos en una persona estamos en contacto con esa persona”. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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