Hay una paradoja infravalorada del conocimiento que desempeña un papel fundamental en nuestras democracias avanzadas e hiperconectadas: cuanto mayor es la cantidad de información que circula, más confiamos en lo que llamamos aparatos reputacionales para evaluar esa información. La paradoja reside en que la enorme disponibilidad y acceso a información y conocimiento que tenemos hoy no nos ha empoderado o hecho cognitivamente más autónomos. Más bien, nos ha hecho más dependientes de los juicios y evaluaciones que hacen otros de la información a la que nos enfrentamos.
Experimentamos un cambio paradigmático fundamental en nuestra relación con el conocimiento. Estamos pasando de la “era de la información” a la “era de la reputación”, donde la información tendrá valor solo si está ya filtrada, evaluada y comentada por otros. Hoy día, la reputación se ha convertido en el pilar fundamental de la inteligencia colectiva. Es la guardiana del conocimiento, y las llaves para abrir esa puerta las tienen otros. La manera en que la autoridad del conocimiento se construye en la actualidad nos hace dependientes de las opiniones inevitablemente subjetivas de otras personas, que generalmente no conocemos.
Daré algunos ejemplos de esta paradoja. Si alguien te pregunta por qué crees que están ocurriendo cambios en el clima que pueden dañar la vida en la Tierra, la respuesta más razonable que puedes dar es decir que te fías de la reputación de las fuentes a las que normalmente acudes para informarte sobre la seguridad del planeta. En el mejor de los casos, confías en la reputación de las investigaciones científicas y crees que la revisión por pares es una manera razonable de filtrar o separar las “verdades” de las hipótesis falsas o las tonterías.
Pero lo más fácil es decir que confías en los periódicos, revistas o canales de televisión que tienen un sesgo ideológico que apoya la investigación científica para que te resuman sus descubrimientos. En este último caso, estás doblemente distanciado de las fuentes: te fías de la confianza de otra gente en la ciencia.
O tomemos una verdad mucho menos controvertida sobre la que he reflexionado a profundidad: una de las teorías de la conspiración más conocidas es la de que ningún hombre pisó la Luna en 1969, y que todo el Programa Apolo (incluyendo los seis aterrizajes en la Luna entre 1969 y 1972) fue un simple montaje. El creador de esta teoría de la conspiración fue Bill Kaysing, que había trabajado en Rocketdyne, la empresa que construyó los motores del cohete Saturno v del Apolo. En 1976, Kaysing publicó por sus propios medios Nunca fuimos a la Luna. La estafa estadounidense de 30,000 millones de dólares. Después de que el libro saliera al mercado nació un movimiento de escépticos que comenzó a buscar pruebas del supuesto engaño.
Según la Flat Earth Society, uno de los grupos que todavía niega los hechos, los aterrizajes en la Luna fueron una manipulación de Hollywood y Walt Disney, bajo la dirección artística de Stanley Kubrick. Muchas de sus “pruebas” se basan en un análisis supuestamente riguroso de las imágenes de varios aterrizajes. Los ángulos de las sombras son inconsistentes con las luces, la bandera de Estados Unidos ondea aunque no hay viento en la Luna, las huellas son demasiado precisas y están muy bien conservadas en un suelo en el que no hay humedad. Y también, ¿no es sospechoso que un programa que empleó a más de cuatrocientas mil personas durante seis años se cerrara tan abruptamente? Y un largo etcétera.
La gran mayoría de la gente a la que consideramos razonable y responsable (me incluyo) descartaría estas declaraciones y se mofaría de sus absurdas hipótesis (aunque ha habido respuestas serias y documentadas de la nasa contra estos alegatos). Y, sin embargo, si me pregunto a mí misma en qué me baso para saber que ha habido un aterrizaje lunar, debo admitir que mi base documental es bastante pobre y que nunca he invertido un segundo en desprestigiar las pruebas contundentes acumuladas por los teóricos de la conspiración. Lo que personalmente sé sobre los hechos combina recuerdos confusos de la infancia, imágenes televisivas en blanco y negro, y la deferencia hacia lo que mis padres me contaron sobre el aterrizaje en los siguientes años. Aun así, estos conocimientos de segunda mano y la calidad de esta evidencia personal sin corroborar no me hacen dudar de la verdad de mis creencias.
Mis razones para creer que el aterrizaje en la Luna tuvo lugar van más allá de las pruebas que puedo reunir y verificar sobre el hecho en sí mismo. En esos años, confiábamos en que una democracia como la estadounidense tenía cierta reputación por su sinceridad. Sin un juicio evaluativo sobre la fiabilidad de cierta fuente de información, esa información es, a todos los efectos, inútil.
El cambio de paradigma desde la era de la información a la era de la reputación se debe tener en cuenta cuando intentamos defendernos de las fake news y otros tipos de técnicas de desinformación que están proliferando en nuestras sociedades contemporáneas. Un ciudadano adulto de la era digital no debería ser competente en señalar y confirmar la veracidad de las noticias, sino que debería saber reconstruir el camino reputacional del fragmento de información en cuestión, evaluando las intenciones de quienes lo hicieron circular, e imaginándose los objetivos de las autoridades que le prestan credibilidad.
Cuando estamos a punto de aceptar o rechazar nueva información, deberíamos preguntarnos a nosotros mismos: ¿De dónde viene? ¿Tiene buena reputación la fuente? ¿Quiénes son las autoridades que le dan validez? ¿Qué razones tengo para no estar de acuerdo con estas autoridades? Este tipo de preguntas nos ayudarán a entender la realidad de mejor manera que buscar directamente la fiabilidad de la información en cuestión. En un sistema hiperespecializado de producción de conocimiento no tiene sentido intentar investigar por nuestra cuenta, por ejemplo, la posible correlación entre las vacunas y el autismo. Sería una pérdida de tiempo, y probablemente nuestras conclusiones no serían rigurosas. En la era de la reputación, nuestras valoraciones críticas deberían dirigirse, no hacia el contenido de la información, sino más bien hacia la red social de relaciones que ha dado forma al contenido y le ha dado un cierto “rango” merecido o inmerecido en nuestro sistema de conocimiento.
Estas nuevas competencias constituyen una especie de epistemología de segundo orden. Nos preparan para preguntar y evaluar la reputación de una fuente de información, algo en lo que los filósofos y profesores deberían estar trabajando y elaborando material para las futuras generaciones.
Como dice Friedrich Hayek en Derecho, legislación y libertad (1973), “la civilización descansa en el hecho de que todos nos beneficiamos de un conocimiento que no poseemos”. Un cibermundo civilizado será aquel en el que la gente sepa cómo evaluar con criterio la reputación de las fuentes de información, y en el que sepamos cómo reforzar nuestro conocimiento aprendiendo a medir de manera apropiada el “rango” social de cada fragmento de información que entra en nuestro campo cognitivo. ~
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en Aeon. Creative Commons.
es una filósofa italiana, investigadora en el CNRS de París. Su último libro es La reputazione. Chi dice che cosa di chi (2017).