Cama Camera

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Solo un año de cada tres podíamos celebrar la nochebuena sin interrupciones. Mis padres eran farmacéuticos en un pueblo en el que había tres farmacias. Era lo habitual que a mitad de cena, cuando nos tocaba guardia y mi padre acababa de meter un pinchito de carne en el aceite hirviendo de la fondue, sonara el timbre de la botica, a la que accedíamos a través de una puerta abierta en el dormitorio de mis padres. En esa puerta mi madre había hecho pintar un Quijote de tamaño natural. Como sea la papilla del niño, “mecagüenlapenanegra”, decía mi padre, de la cena de los mayores no se habrán olvidado, no, que no tienen nada de lo que hay que tener. La acción se detenía entonces, como en un plano cinematográfico congelado, hasta que volvía mi padre dispuesto a comerse su taquito de carne recién hecho, porque mi madre se habría encargado de que no se quedara frío o demasiado hecho.

Desde muy niña, siempre vi a mis padres como personajes de un pequeño teatro. Podía tocarlos con la mano desde mi asiento en primera fila. Me sabía la obra de memoria, con todas sus variantes, y no me gustaba que se saltaran el guion. Aunque, pensándolo bien, también mi madre era espectadora ocasional. Bajaba del escenario mientras mi padre seguía con la función. Cuando mi padre desaparecía de la escena todo se volvía oscuro.

La nochebuena era más que buena, era la mejor noche del año. Mi padre no salía con sus amigos ese día y mi madre por tanto estaba contenta –aunque no le gustaban las celebraciones–, ya que ella prefería cenar pronto, y tener que esperar a mi padre la ponía de mal humor.

A partir de 1970 empezamos a pasar alguna navidad en la montaña. Mis padres compraron un apartamento en Cerler, o más bien compraron un proyecto de apartamento que tardaría cinco años en construirse. Mi padre se enamoró del alto Pirineo desde el día que lo vio en el verano de 1970. Era un disparate comprar una propiedad a casi quinientos kilómetros de casa con aquellas malas carreteras. Más disparate todavía teniendo en cuenta que nunca disponían de más de tres días seguidos fuera de la farmacia. Sin embargo, ningún inconveniente podía impedirles tejer su sueño.

El valle de Benasque era, según mi padre, el más bonito de todos los paisajes montañosos de España. No es que hubiese visto el resto, que no lo necesitaba, pero era tal su convicción que nadie habría osado contradecirle. Compró un coche, un Seat 124 blanco con matrícula de Vitoria que mi madre bautizó “Celedón” y que pronto acabó en la chatarra después de un accidente. Luego hubo otros coches que ya no tuvieron nombre. La Guardia Civil solía darnos el alto por llevar matrícula de Vitoria. Les sabía mal comprobar que no éramos terroristas, sino una vulgar familia burguesa, y siempre –tres veces es siempre en la épica familiar– nos multaban por una cosa o por otra.

Los viajes a Cerler duraban entre siete y ocho horas. Yo siempre iba sentada entre mis hermanos. Desde mi posición central podía ver bien la raya continua o discontinua, y los perfiles de mis padres que irían hablando de sus cosas. La conversación se acababa cuando llegábamos a las curvas. Al tramo entre Campo y Seira mi padre lo llamaba el vals. Nunca me dormía porque pensaba que dependía de mí que el coche no se saliera de la calzada y acabáramos despeñados en el fondo del río Ésera.

Se puso a nevar a partir de Barbastro una de las primeras veces que subimos a pasar la navidad. No había previsiones meteorológicas, ni avisos de la DGT, y cada cual se las apañaba como podía. Mi padre había comprado unas cadenas y temía el momento de tener que usarlas. Como éramos absolutos ignorantes y confiábamos en la divina providencia, apuramos hasta que el coche patinó en una curva y nos quedamos en el arcén. Era de noche y no pasaba ni un solo vehículo que pudiese auxiliarnos. Bajé del coche para ayudar a mi padre. Mi madre y mis hermanos se quedaron dentro. Con una linterna yo iluminaba las instrucciones y la rueda como podía. Me herí en una mano intentando ayudar a mi padre a enganchar una de las cadenas. La herida no sangró, por el frío. No sé cómo lo conseguimos, pero la cosa es que llegamos al apartamento pasada la medianoche.

El apartamento estaba helado, literalmente, como en una escena de Doctor Zhivago. Gélido pero muy bien amueblado. No le faltaba detalle. Mi madre había estado cinco años comprando y empaquetando cosas para Cerler y, como siempre tuvo frágil la memoria, a la hora de abrir las cajas salían cosas repetidas, a veces triplicadas, como cafeteras o carteles de feliz navidad hechos con espumillón. Había, menos mal, muchas mantas y jerséis de lana gordos que se llevaban entonces.

La habitación de mis padres era la más pequeña. No cabía una cama de matrimonio. Mi madre había puesto delante de la ventana una cama de su abuelo. Era una cama camera de soltero rico, con colchón de lana, visiblemente insuficiente para un matrimonio normal. Mi padre pesaba en torno a ochenta kilos y no era un hombre alto. Quiero decir que era robusto, ancho de espaldas y delgado de piernas. Mi madre no pasaba de cincuenta kilos y supongo que dormía en el borde de la cama, agarrada a una manta para no caer al suelo. O quizás dormían abrazados en la posición de las cucharas y sin poder darse la vuelta en toda la noche. Mi madre cree que mi padre nunca la quiso, pero yo pienso lo contrario, que tenían que quererse mucho los dos para dormir juntos en una cama tan pequeña y levantarse de buen humor. Yo no he superado la prueba de la cama camera con mis anteriores parejas. Hace tan solo unos meses quitamos un armario y ampliamos un poco la habitación para poder acomodar una cama de matrimonio. Me dio pena jubilar la cama camera pero yo no podía, a mi edad, poner a prueba una relación estable de siete años.

Mi madre había confeccionado, con un poco de ayuda, una colcha enorme a base de pedazos de tela, de retales de los que se guardaban y de prendas viejas que nunca se tiraban a la basura. Mientras se construía el apartamento mi madre recortaba las telas y las íbamos combinando y cosiendo a mano, y como la espera se hacía eterna la colcha crecía y crecía porque siempre aparecían preciosas telas que no se podían desaprovechar. Nos aprendimos la palabra patchwork, que nos parecía una palabra importante para una labor importante. Mi madre, como la Penélope de Buero Vallejo, era una tejedora de sueños. La colcha sigue allí, sobre la cama de matrimonio y sigue siendo demasiado grande.

Mis padres no esquiaban. Decían que no podían arriesgarse a romperse una pierna dado que en la farmacia tenían que subir y bajar escaleras todo el rato. Creo que era una excusa. Les gustaba quedarse en la Cota 2000 tomando un Martini mientras los niños esquiábamos, con monitor o por nuestra cuenta. Yo odiaba el deporte tanto como ellos, pero no podía decirlo porque era una niña obediente. Y de alguna manera sabía que ellos necesitaban estar solos. Yo también odiaba ser niña porque no me gustaban los niños, que siempre han sido y serán un auténtico coñazo. Así que me resignaba a pasar frío y miedo como solo a una edad temprana puede uno resignarse.

Por las tardes íbamos a visitar a una familia de ganaderos del pueblo que vivían en un caserón de suelos inclinados de madera. En esa casa vivían cuatro hermanos solteros ya mayores que no habían querido irse a la ciudad. La relación venía a través de mi abuelo, que los había conocido gracias a la trashumancia. Los montañeses llevaban las ovejas al llano, hasta los Monegros, y mi abuelo les cedía sus tierras y corrales para el ganado y las aldeas para los pastores. Era una relación que venía de antiguo, como todo en Aragón. Estos hermanos nos trataban muy bien. Mi padre les tomaba la tensión con un aparato antiguo heredado de mi otro abuelo mientras nos apretujábamos todos en una sala de estar donde se encontraba la única estufa de toda la casa. Aquella salita estaba a más de treinta grados mientras el resto de la casa no pasaría de diez. Solían sacarnos un plato de jamón, cortado en chullas, y unos vasicos de vino de Cariñena que se masticaba. Pasábamos muy buenos ratos charlando con aquellas amables personas que además eran instruidas y elegantes a pesar de haber vivido casi aisladas. Si mi padre no iba, en vez de jamón sacaban pastas y vino dulce. Primero se murieron los dos varones, y luego la hermana mayor. La hermana pequeña resistió hasta los cien años. Yo la seguí visitando hasta el final, y solíamos recordar los tiempos en que estábamos todos los actores en el escenario, cuando la muerte todavía no se había presentado.

No debería haberme casado, empezó mi madre a decir después de morir mi padre. Era como si, haciendo balance de sus veinticinco años de matrimonio, saliera claramente perjudicada. Se veía injustamente tratada por la vida. Le podría haber dado por dulcificar la historia de su único amor perdido y así, de paso, dulcificarnos a los demás. Pero le gustaba dramatizar. No tuvo un marido perfecto que estuviese a la altura de sus cualidades como esposa, eso pensaba ella. Los hijos, en su relato, éramos meros accidentes, preocupaciones añadidas. Puede que tuviese razón. Yo también veo con claridad en qué momentos de mi vida forcé un cambio de rumbo que me llevó a lo peor. Aunque lo peor suele superar los límites de la imaginación. Lo peor siempre es mucho peor y todavía no ha llegado.

No tengo ninguna fotografía de la nochebuena en Cerler. Tampoco tengo un recuerdo concreto. Quizás solo pasamos allí algún día entre navidad y año nuevo, o entre año nuevo y reyes. Tengo una foto de mis padres sentados en un telesilla. Parece que sea el final del verano o principios de otoño. Llevan jerséis de lana idénticos, con estrellas de nieve a modo de cenefa, pantalones de pana y botas a las que llamaban “Chirucas”. Mi madre lleva también un pañuelo rosa en la cabeza y unas enormes gafas de sol. Lo más gracioso es que el telesilla estaba parado en esa época del año, pues en aquellas primeras temporadas la estación solo funcionaba en invierno. Pero todo era así, parte del atrezzo para una representación.

Una mañana mi padre se levantó de la cama camera muy contento. Dijo que había tenido un sueño maravilloso. El día anterior había estado tomando el sol en la Cota 2000, viendo a los esquiadores que bajaban por las pistas y derrapaban con elegancia para acabar deteniéndose frente a los bancos donde se sentaban mis padres. Seguramente le había dado una insolación, pues le gustaba lucir luego su bronceado y no se ponía gorros ni protectores solares. En el sueño, según nos contó, había estado esquiando durante horas. Ya no tendría que calzarse unas tablas, ni las horribles botas que nos producían moraduras, para saber lo que se sentía una vez que dominabas la técnica. Incluso podía reproducir el ruidito de los esquíes deslizándose sobre nieve polvo recién caída. Estaba seguro de que sería capaz de esquiar como Paquito Fernández Ochoa. Pero no lo intentó, aunque se sintiera tentado, pues no quería arriesgarse a romper su sueño. Lo contó con tanta emoción que aún ahora lo veo bajando por las pistas con un estilo impecable. Yo también tenía miedo a que las cosas se rompieran, fueran fémures o sueños. Si la epigenética ha demostrado que también se heredan traumas, miedos y toda clase de experiencias, yo soy un buen ejemplo de ello. Heredar los sueños es lo peor de todo porque es una herencia envenenada.

Mi padre se llevó un gran disgusto el día que se sortearon los apartamentos del bloque, que se había construido en régimen de cooperativa. Estaba convencido, porque lo había soñado, de que nos tocaría el tercero izquierda del primer portal –el edificio tenía cuatro portales y tres alturas–, desde donde se veía todo el valle y la estación. Nos tocó el primero derecha del último portal, sin más vistas que los árboles que bordeaban un riachuelo. Ese apartamento, además, era distinto a todos los demás por hacer esquina. Lo que en principio parecía un contratiempo resultó ser una suerte ya que los muebles que mi madre había comprado en Vitoria no habrían cabido de no ser porque el nuestro era más grande. Y no era lo mismo subir un piso que tres si te rompías el fémur.

Años más tarde, tras la muerte de mi hermana, su marido, es decir mi cuñado, aspiraba a quedarse el apartamento aprovechando que mi hermana le había hecho heredero de todos sus bienes, incluso de los heredados de mi padre. Tuvieron que negociar nuestros respectivos abogados para que no sucediera tal cosa. Le pagamos su parte y luego cambié las cerraduras, ya que mi cuñado hizo amago de escupirme a la cara el día que firmamos en el notario. Cuando llegué a Cerler, días después, tenía la sensación de haber resistido y triunfado ante la invasión de los bárbaros. Descolgué de las paredes seis o siete cuadros pintados por mi cuñado y los pisoteé repetidamente, bailando sobre ellos, antes de arrojarlos a un contenedor de la carretera.

Han pasado treinta y cinco años de la muerte de mi padre. Y doce años de la muerte de mi hermana. Seguimos celebrando la navidad, pero menos. Mi madre no quiso volver a la montaña nunca más. Sospecho que no solo el cúmulo de recuerdos se lo ha impedido. Según ella –se lo oí decir una vez–, la montaña es un refugio para inadaptados. Sin embargo fue la que más empeño puso, tanto como yo, en conservar el apartamento cuando estuvimos a punto de perderlo. Le muestro en el móvil las fotos de la pequeña reforma, la cama nueva de matrimonio con la colcha patchwork que ya no está delante de la ventana. Se queda pensativa. Antes de que pregunte qué hemos hecho con la cama de su abuelo, le digo que la hemos cambiado de habitación. Ahora vuelve a ser una cama de soltero. ~

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es escritora. Entre sus obras están Naturaleza infiel (RBA, 2008), Tejidos y novedades (Xordica, 2011) y Nieblas altas (Olifante, 2018)


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