Hace cuarenta años, Peter Brooks publicó un estudio pionero, Reading for the plot, que formaba parte del llamado giro narrativo de la crítica literaria. La narratología se extendió rápidamente a otras disciplinas: derecho, psicología, filosofía, religión, antropología, etc. Pero surgió un problema cuando empezó a filtrarse en la cultura general o, como dice Brooks, en “la órbita del discurso político y la marca corporativa”. Desde la obra de Freud, cuyos conceptos de neurosis, Edipo e inconsciente se convirtieron de manera vertiginosa en moneda corriente, ningún elemento de teoría elevada se había introducido tan fácilmente en el lenguaje cotidiano. Los narratólogos habían producido un monstruo: George W. Bush anunció que “cada persona tiene su propia historia, que es única”; “todos somos novelistas consumados”, escribió el filósofo Daniel Dennett. Se había completado lo que Brooks llama “la toma de control narrativa de la realidad”.
No se trata solo de que ahora todo el mundo tenga una historia: es que todo el mundo es una historia. Quien eres es la historia que cuentas sobre ti mismo. Que la historia de la vida de una persona obligada a trabajar en la industria del sexo refleje o no su verdadero yo o que la narración que uno hace de sí mismo pueda ser también un autoengaño son cuestiones que al parecer no preocupan en esta línea de argumentación. ¿Y si alguien cuenta historias contradictorias sobre sí mismo? ¿Cómo decidimos qué relatos son verdaderos? No podemos recurrir a criterios de evidencia, coherencia, verosimilitud, etc., porque tampoco son más que una fábula. Los hechos, argumenta Brooks, siempre llegan adheridos a un relato, lo que hace difícil ver cómo pueden utilizarse para verificarlo o falsificarlo. La analista rusa Margarita Simonián afirma que lo único que tenemos como verdad es una multitud de anécdotas que compiten entre sí. Esto no importaría mucho si Simonián no fuera la directora del canal de televisión del Kremlin. Las noticias de que Vladímir Putin asesina a sus oponentes, según esta lógica, no son más verdaderas o falsas que las historias de que es la reencarnación de Pedro el Grande. Si no hay forma de dirimir entre versiones contradictorias, es probable que triunfen las que están respaldadas por una mayor fuerza. Brooks rechaza ese relativismo de “eso solo es tu historia”, e insiste en la diferencia entre lo que realmente sucedió y la forma en que se representa.
Hoy en día, todo el mundo está de viaje, lo que puede dar una forma provisional a vidas sin mucho sentido de la dirección. La humanidad también estaba de viaje en la época medieval, pero era una expedición colectiva con un origen, etapas bien señalizadas y un destino definido. La noción de progreso de la Ilustración era más abierta: imaginar el fin del autoperfeccionamiento humano era negar nuestro potencial infinito. Este credo fue heredado por algunos pensadores del siglo XIX–paradójicamente, ya que el modelo de desarrollo dominante en la época era la evolución, que es aleatoria, está plagada de callejones sin salida y largas digresiones y no se dirige a ningún lugar en particular.
Si hoy puedes labrarte tu propio camino a la tumba, se debe a que los grandes relatos de ese tipo se han desmoronado y ya no pueden constreñirte. Los viajes ya no son colectivos, sino autogestionados, más parecidos al autostop que a un viaje en autobús. Ya no son productos de masas, sino que en su mayoría se emprenden en solitario. El mundo ha dejado de tener forma de historia y eso significa que puedes inventar tu vida sobre la marcha. Puedes poseerla, igual que puedes poseer una boutique. Como dice el tópico actual, todo el mundo es diferente, una proposición que, de ser cierta, implicaría el fin de la ética, la sociología, la demografía, la ciencia médica y muchas otras cosas.
La autoautoría, una idea que Shakespeare denuncia en Coriolano, es una fantasía de autogobierno en un mundo en el que los mercados deciden quién se muere de hambre y quién engorda. La queja de Brooks, sin embargo, no se limita a que la idea de narrativa se haya trivializado, sino que critica que algunos relatos sean malévolos y opresivos. Si el más reciente libro de Brooks, Seduced by story: The use and abuse of narrative, es más sombrío y desencantado que Reading for the plot, se debe en gran parte a Donald Trump, aunque al expresidente no se le conceda la dignidad de una mención. Comienza con una cita de Juego de Tronos: “No hay nada en el mundo más poderoso que una buena historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo puede derrotarla.” Uno supone que la historia que Brooks tiene en mente es una crónica de América Perdida y América Recuperada, unas elecciones robadas y un Estado profundo, conspiraciones pedófilas y el asalto a una ciudadela. Las ficciones estimulantes han cedido el paso a los mitos nocivos, mitos que, advierte el libro, “aún pueden matarnos”.
Frank Kermode analizó la diferencia entre ficción y mito en El sentido de un final. A grandes rasgos, los mitos son ficciones que han olvidado su estatus de ficción y se han considerado reales. Los liberales como Brooks temen verse aprisionados por sus propias convicciones, u oprimidos por las convicciones de los demás; el ideal es una disonancia cognitiva donde uno cree y descree al mismo tiempo, más o menos como Otelo cree que Desdémona le es fiel y también cree que no lo es. Dado que la lectura de ficción implica una suspensión de la incredulidad, puede mostrarnos cómo alcanzar esta conciencia dual. El problema es distinguir esa ambivalencia de un simple sentimiento de tibieza. ¿Se puede ser de verdad un antimachista apasionado y a la vez escéptico con respecto al propio antimachismo?
Brooks también habla de los mitos como ideología, pero comete el clásico error liberal de pasar por alto la suya. Al igual que la mayoría de los estadounidenses, probablemente cree en la OTAN, el libre mercado y la educación privada, pero es poco probable que llame a todo eso ideología. Como la halitosis, la ideología es algo que tienen los demás. Quizá la ideología sea un credo más “extremista” de lo que uno suele encontrar, que es la forma en que el Estado veía a las sufragistas y los esclavistas a los partidarios de la emancipación. O quizá la ideología es una forma de discurso más sistemática de lo que uno escucha en el autobús, aunque la geometría también podría describirse como un sistema de ideas y nadie piensa que sea ideológica.
En Things that bother me, Galen Strawson sostiene con un enérgico sentido común oxfordiano que hay personas narrativas y personas que no lo son. Algunos vemos nuestra vida como una historia y otros no. Podría haber añadido que hay quienes tienen unos días narrativos y otros no. También hay “transitorios”, que no consideran que el yo que son ahora estuviera ahí en el pasado o estará ahí en el futuro. Virginia Woolf y Bob Dylan pertenecen a esa categoría, junto con el propio Strawson, que cree que “como ser humano completo” existe de manera continua a lo largo del tiempo, pero que su yo, entendiendo por tal la forma en que se siente ahora, no es el mismo que cuando tenía diez años. También cree que es obvio que no lo es. Frente a los transitorios están los perdurables, que tienen una percepción de continuidad durante largos periodos de tiempo: entre ellos están san Agustín y Graham Greene. La diferencia también afecta a culturas enteras.
En otras palabras, la cuestión del relato plantea el problema de qué persiste en el tiempo, si es que persiste algo. David Hume pensó unos años que nada lo hacía; otros han propuesto el alma, el cuerpo, el cerebro, etc. Sea cual sea el candidato, las narraciones de ficción pueden ayudarnos a ver la continuidad de otra forma que no sea la directamente lineal. Lo que da coherencia a Middlemarch o a La prima Bette no es la recurrencia de un único personaje o motivo, sino una compleja superposición de rasgos. Como observa Wittgenstein, lo que da fuerza a la cuerda que ata un barco al muelle no es una sola fibra que la atraviesa.
En cualquier caso, ¿por qué se considera que la continuidad es una virtud? ¿Es siempre deseable una vida coherente? Alasdair MacIntyre, endurantista por excelencia, sostiene que “la unidad de una vida humana es la unidad de una búsqueda narrativa”, pero no todas las narrativas están unificadas, y muchas de ellas no son peores por ello. En la crítica literaria, el dogma de que una obra de arte debe constituir una unidad se extiende desde Aristóteles hasta nuestros días, excluyendo todo tipo de conflictos y contradicciones vitalizantes. Tanto en estética como en política, la unidad es una especie de fetiche. Una de las razones por las que queremos ver la historia de nuestra vida como una sola pieza es el miedo a la pérdida y al daño. Estar contenido en uno mismo, sin cabos sueltos ni asperezas, es ser menos susceptible a la muerte.
Brooks aborda el argumento antinarrativo de Strawson, pero lo hace de forma superficial. Aunque le inquieta la banalización de la narrativa, sigue sosteniendo que “nuestra vida cotidiana, nuestras ensoñaciones, nuestro sentido del yo se construyen como historias”. Insiste en que esta es “la lógica de los mortales”. Quizá los académicos modelan demasiado su vida a partir de la escritura: “Nos evaluamos a nosotros mismos”, comenta, “en términos de la historia que llega hasta ahora, y proyectamos capítulos futuros”. Es difícil imaginar que alguien haga eso mientras va al colegio o lucha contra los rusos. El caso de Strawson, admite, puede ser útil como polémica. Pero en realidad no es polémico en absoluto. A Brooks puede parecerle que lo es porque la escritura inglesa tiende a ser más afilada y polémica que la anodina prosa del mundo académico estadounidense.
Brooks quiere mantener la tesis de la narratividad al tiempo que anima a la gente a estar más alerta y a ser más analítica acerca de qué historias ponen en peligro la vida y cuáles no. Se aferra al concepto porque no ve una fuente alternativa de valor. “Tenemos ficciones”, escribe, “para no morir de la tristeza que produce nuestra condición en el mundo… la razón de las ficciones [debe afirmarse] contra la oscuridad”. Si todo lo que se interpone entre nosotros y la oscuridad son Huck Finn y Emma Woodhouse, nuestra situación debe de ser realmente terrible. Brooks es el último de una serie de críticos, desde Coleridge hasta I. A. Richards, para quienes el arte, frente a lo que consideran un paisaje político estéril, es una forma sucedánea de comprensión y realización. No es probable que la lectura de Henry James acabe con QAnon, pero, como una buena acción en un mundo travieso, arroja una frágil luz sobre nuestra desagradable situación.
No hay duda de que es difícil ser un liberal de clase media en los Estados Unidos de hoy, pero sentirse desamparado debe entenderse en términos históricos, no como un problema universal. No parece la forma más adecuada de describir a las manifestantes iraníes o a los trabajadores ferroviarios en huelga. El libro habla de la necesidad de contar historias para protegerse del caos de la realidad, pero ¿para quién es caótica la realidad? Para los intelectuales desilusionados, pero probablemente no para los banqueros mercantiles y los planificadores militares. Puede que sea un lugar duro, pero eso es otra cosa. Seguramente a Virginia Woolf el mundo le parecía caótico, pero dudo de que sus criados pensaran lo mismo. En cualquier caso, también se podría considerar que la realidad es asfixiante y constrictiva, y que la ficción es un alivio lúdico de esta camisa de fuerza.
Uno de los grandes tópicos de las vanguardias es que el arte impone orden en una realidad anárquica. En opinión de Brooks, la narrativa confiere a nuestras vidas una forma que de otro modo no tendrían. Pero el mundo no nos llega como materia prima para esculpir, sino como algo ya organizado, aunque sea de forma tosca. Puede que no haya un gran relato inmanente en la historia, pero eso no quiere decir que las situaciones no tengan una cierta estructura independiente de la forma en que las articulamos. Que una vez hubo una revolución en Francia no es solo una forma ordenada de organizar el mundo. Una de las funciones tradicionales de la ficción era dar voz a historias que, de algún modo, eran inherentes a la realidad. Las vanguardias pusieron esa convicción en crisis, como la Primera Guerra Mundial puso en entredicho la fe en la inevitabilidad del progreso humano. Entre otras cosas, las vanguardias son una crisis de la narratividad. Contar una historia es cada vez más difícil. Pero no tiene sentido complicar aún más las cosas adoptando la postura nietzscheana de que la realidad carece de toda forma hasta que nosotros mismos le insuflamos una.
A juicio de Brooks, una de las funciones más valiosas de las narraciones de ficción es cultivar la compasión hacia los demás. Gracias al poder de la imaginación, podemos proyectarnos en personas que de otro modo nos resultarían ajenas u opacas, y el arte puede enseñarnos a hacerlo en la vida. La ficción es un antídoto contra el egoísmo, y nos permite ver el mundo a través de los ojos de los demás. Sin embargo, en lo que respecta a la vida real, eso exagera nuestra inescrutabilidad. Como somos animales lingüísticos, tenemos acceso a la vida interior de los demás todo el tiempo. La creencia empirista en la privacidad del yo, junto con el crecimiento del individualismo posesivo, dio lugar en Adam Smith y otros al culto a la compasión imaginativa que se extendió en el siglo XVIII. Si las personas en su estado natural nos resultan impenetrables, necesitamos alguna facultad especial que nos permita recrear desde dentro cómo se sienten. Y la ficción es un paradigma de ello.
Pero las personas son impenetrables por razones particulares (porque tienen algo que ocultar, por ejemplo), no por su separación natural. Uno de los resultados de esta falsa epistemología fue una enorme inflación de la facultad de la imaginación, generalmente conocida como Romanticismo. Eso significaba que en una época en la que las artes eran cada vez más marginales, meros bienes en el mercado, podían reclamar un estatus moralmente privilegiado. Eran el parangón de la compasión imaginativa, y ¿qué podría ser más valioso, sobre todo en las brutales primeras décadas de la industrialización? Sin embargo, sentir que se entra en la mente de otra persona no transforma necesariamente la opinión que se tiene de ella ni modifica el juicio externo sobre lo que hace. Tout comprendre no es siempre tout pardonner. Puede que eso fuera cierto para George Eliot, pero no para Jane Austen, que en Persuasión comenta con mordacidad que uno de sus personajes habría ahorrado muchos problemas a sus padres si no hubiera nacido. Sentir lo que es ser un asesino en serie puede agudizar la repugnancia, no atemperarla con piedad. La compasión no es la base de una ética. No hace falta saber lo que se siente al pasar hambre para darle un bocadillo a un mendigo. Encontrarlo repelente no hace que el acto sea menos virtuoso. Puede que incluso lo haga más virtuoso.
Parte del valor de la ficción, afirma Brooks, es que puede desestabilizar nuestras ideas preconcebidas. De hecho, cuanto más lo haga, mejor. Eso puede ser cierto para la creencia de que todos los niños son unos mocosos egoístas, pero no para la convicción de que no se debe cometer genocidio. ¿Por qué querríamos cuestionar eso? ¿Hay que admirar una novela que arremete contra la igualdad racial solo porque cuestiona una opinión común? La disidencia no es valiosa en sí misma, como tampoco lo es la ortodoxia. Al liberal le gusta estar abierto a lo desconocido, pero no siempre hay que aplaudir lo desconocido. Reintroducir el trabajo infantil sería a la vez desconocido e inhumano, aunque John Locke, padre del liberalismo, considerara aceptable que niños de tres años trabajaran en las fábricas. De todos modos, las ideas preconcebidas que más importan pueden ser aquellas que no podemos conocer, dado que forman parte del aire social que respiramos. Slavoj Žižek ha señalado que la única contribución de Donald Rumsfeld a la suma de la sabiduría humana –su letanía de conocidos conocidos, desconocidos conocidos y desconocidos desconocidos– carece de una cuarta permutación: conocidos desconocidos, cosas que sabemos pero no sabemos que sabemos, una noción de ideología más sugerente que los sistemas de ideas extremistas de Brooks.
Para ser un volumen tan delgado, Seduced by story abarca una impresionante variedad de temas: la narración oral, la función del personaje, el papel de la narración en el derecho, la afinidad de la narración con el juego de niños, lo que los narradores saben y lo que no saben, los cuentistas que calculan el acto de narrar en sus historias y los que se niegan a adoptar una posición de autoridad. Al final, sin embargo, hay un elemento de desesperación en exigirles tanto a la ficción y a la narrativa al tiempo que se reconoce la facilidad con que se abusa de ellas. No es que Brooks piense que la ficción puede salvarnos, como I. A. Richards creía que podía hacerlo la poesía; es más bien que no se le ocurre ningún otro lugar al que recurrir. La historia y la poesía son importantes, sin duda, pero no tanto. Los literatos, como era de esperar, a menudo han sobrevalorado su poder, cargándose una presión para la que no están a la altura. La esperanza de que el valor y la perspicacia se encuentren principalmente en el arte es un síntoma de nuestra condición, no una solución. ~
Traducción de Lola Rodríguez.
Publicado originalmente en London Review of Books.
es crítico literario y profesor de literatura inglesa
en la Universidad de Lancaster. Su libro más reciente es Critical
revolutionaries. Five critics who changed the way we read (Yale, UP,
2022).