Antes de morir en agosto de 2010, mi padre habรญa empezado a trabajar en su siguiente libro. โHa llegado el momento โhabรญa decididoโ de no limitarse a escribir de las cosas que uno entiende; es igual de crucial, si no mรกs, escribir sobre las cosas que le importan.โ Lo que mi padre entendรญa era la historia de Europa del siglo XX. Lo que le importaba โmรกs que casi cualquier cosa o personaโ eran los trenes. Su siguiente libro se titularรญa Locomociรณn: serรญa una historia del ferrocarril.
Mi padre pasรณ la infancia en Putney, Londres, viajando en trenes que no iban a ningรบn sitio en especial, solo por ir en tren. En verano, se subรญa al evocador tranvรญa elรฉctrico suburbano por los barrios perifรฉricos y por las redondeadas colinas britรกnicas, luego volvรญa a Clapham Junction, desde donde regresaba a casa en una hilera de diรฉsels gruรฑones y majestuosos viejos vehรญculos de vapor que avanzaban lentamente en diecinueve plataformas distintas. Yo pasรฉ la infancia escuchando esos recuerdos nostรกlgicos, intentando imaginar a ese Tony de ocho aรฑos que miraba un Londres oscuro y brumoso.
((Mi padre, por su parte, siguiรณ viviendo sus viajes de forma vicaria a travรฉs de mรญ. Cuando me cansaba de construir mis trenes Brio, รฉl lo hacรญa. Muchas fotos familiares se ve a mi padre, historiador de 55 aรฑos, tirado en mitad del salรณn, con vรญas en miniatura esparcidas a su alrededor, mientras Daniel, de ocho aรฑos, observa desde un rincรณn.
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Siempre que podรญa, mi padre nos llevaba en tren por Europa. Nos subรญamos en la Gare du Nord, con sus TGV como serpientes, o en la Gare du Midi, con sus robustos trenes belgas amarillos y azules, o en Waterloo, con sus hileras de Eurostars que cruzaban el canal. Siempre llegรกbamos pronto para que mi padre pudiera tomarse un expreso doble en el vestรญbulo.
Si las estaciones eran sus โcatedralesโ, como escribiรณ mi padre una vez, los horarios eran su Biblia. โMi Europa se mide en horarios de trenesโ, escribiรณ. Recuerdo claramente la navidad en que mi madre le regalรณ un horario de trenes europeo de Cook, lleno de detalles actualizados sobre las idas y venidas de las lรญneas mรกs locales. Estuvo en su mesilla de noche durante meses. A mi padre, eterno socialdemรณcrata y en la mayor parte de los aspectos fieramente igualitario, le producรญa un gran placer que los trenes no esperasen a nadie. โEl viaje en ferrocarril โescribiรณโ era decididamente transporte pรบblico.โ
La otra razรณn por la que a mi padre le importaba tanto el efecto del tren en el tiempo era que el ferrocarril era decididamente histรณrico. โEl elemento verdaderamente distintivo de la vida moderna โescribiรณโ no es el individuo sin vรญnculos ni el Estado sin limitaciones. Es lo que hay en medio: la sociedad.โ
Esta era la metรกfora de los trenes que el historiador Tony Judt, quizรก con una saludable dosis de deformaciรณn profesional, defendรญa firmemente. Lo que sorprende cuando leo lo que escribiรณ sobre los trenes, aun asรญ, es que su escritura guarda poquรญsimos parecidos con el hombre con el que crecรญ: Tony como individuo privado y como padre. Para ese Tony, el tren era decididamente solitario y ahistรณrico. Los dos trenes que le importaban mรกs โuno en una diminuta localidad suiza llamada Mรผrren, otra en una localidad algo mรกs grande pero tambiรฉn pequeรฑa de Vermont, llamada Rutlandโ no estaban relacionados con la idea de ir a un sitio de manera colectiva. Eran una manera de entrar en un estado de atemporalidad donde el pasado no importaba. Donde la historia no existรญa.
Para llegar a Mรผrren, tienes que ir en tren. Desde Lauterbrunnen, una pequeรฑa localidad en un valle salpicado por un sol que brilla sobre glaciares de montaรฑa, un funicular te mece suavemente por una abrupta ladera hasta Grรผtschalp. Desde Grรผtschalp, un tren elรฉctrico desastrado de color marrรณn claro y un solo vagรณn serpentea lentamente por la montaรฑa, y solo se detiene en Winteregg โuna cafeterรญa suiza estereotรญpica, con cafรฉ, helado y asombrosas vistas de las montaรฑas Jungfrau y Eigerโ antes de llevarte a Mรผrren. El camino es el mismo desde 1891.
Los pasajeros del tren a Mรผrren eran casi siempre turistas y casi siempre britรกnicos. Mi padre fue por primera vez con su padre, Joe, en 1956. Joe, nacido en Bรฉlgica pero para entonces un curtido londinense con acento britรกnico de clase media baja, veรญa Mรผrren como una escapatoria: lejos de su mujer (al final se divorciaron), lejos de Londres, de nuevo en el continente.
((A diferencia de mi padre, Joe preferรญa los coches a los trenes. Habรญa leรญdo sobre Mรผrren en una revista de automociรณn, e insistรญa en que llevar el Citrรถen familiar por los Alpes nevados (al menos hasta Lauterbrunnen) serรญa la bomba. Un tren suizo, con sus horarios fiables, habrรญa estropeado la diversiรณn.
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Cuando le preguntรฉ a Joe hace unos aรฑos lo que recordaba de Mรผrren, me hablรณ del silencio. โEra tan silencioso, una pantalla silenciosa de hielo, un pueblo pequeรฑo sobrecogido por las montaรฑas que lo rodeaban.โ Y asรญ es: tanto en los aรฑos cincuenta como ahora no hay otra cosa que hacer en Mรผrren salvo escuchar el silencio, que solo interrumpe el habitual traqueteo y zumbido del tren elรฉctrico marrรณn. No hay coches (no hay una carretera que suba a la montaรฑa) y solo hay 426 habitantes. Los hoteles de Mรผrren โcontรฉ sieteโ tienen casi mil quinientas camas, pero casi nunca estรกn llenos, sobre todo en verano, que es cuando a mi padre le gustaba ir.
Como hijo de los aรฑos cincuenta, a mi padre le sorprendรญa que la guerra no pareciera haber afectado a Suiza. Los hoteles eran todavรญa โmadera vieja y sรณlida por todas partesโ, escribiรณ. Los trenes eran metรณdicos, tecnolรณgicamente asombrosos, y una excepciรณn maravillosa a la demolida infraestructura europea. La cita preferida de mi padre โque lograba colar en casi todas las conferenciasโ era de Harry Lime en El tercer hombre: โEn Italia, durante treinta aรฑos bajo los Borgia, tuvieron guerras, terror, asesinatos y matanzas, pero produjeron a Miguel รngel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos aรฑos de democracia y paz, ยฟy quรฉ produjeron? El reloj de cuco.โ Lo consideraba un cumplido.
Pero cuando leo su obra, me cuesta distinguir entre la idea infantil de mi padre de Mรผrren y la adulta. Cuando era niรฑo, quizรก Mรผrren le ofrecรญa una escapatoria de todas las alienaciones infantiles habituales; quizรก fuera un refugio de Londres; o quizรก solo un hermoso lugar de vacaciones que le encantaba a su padre. Pero sospecho que, cuando empezรณ a estudiar la historia del siglo XX, Mรผrren tenรญa un papel distinto. Mi padre decidiรณ convertirse en un historiador de su propia tierra en su propia รฉpoca. Siempre estuvo trabajando: su base de fuentes era el mundo a su alrededor, delante de sus narices. Imagino que Mรผrren se convirtiรณ en un lugar donde mi padre podรญa apagar su radar histรณrico; un modelo de nostalgia infantil, sรญ, pero tambiรฉn de profundo alivio acadรฉmico. Si no pasa nada, no hay historia que hacer.
Entre 1916 y 1918, unos cuatrocientos soldados y oficiales britรกnicos hicieron de Mรผrren su hogar. Eran prisioneros heridos de guerra, parte de un acuerdo de repatriaciรณn angloalemรกn. La ubicaciรณn y la neutralidad de Suiza hacรญan de este paรญs el lugar perfecto para que los ingleses, alemanes, franceses y belgas intercambiaran prisioneros sin riesgo de ver a sus antiguos cautivos en el campo de batalla. El viaje de los soldados hasta Mรผrren era el mismo que hacรญa mi padre en los aรฑos cincuenta, o que yo hago hoy: un funicular seguido de un vagรณn marrรณn.
Quizรก porque tenรญan la impresiรณn de que podรญan quedarse un tiempo en Suiza, los soldados transformaron el pueblo suizo en una patria surrealista en miniatura, un Londres en los Alpes. El 27 de mayo cambiaron el nombre de las pocas calles de Mรผrren. Podรญas ir de โPiccadilly Laneโ a โOld Kent Roadโ, y desde allรญ vagar a โBow Streetโ, donde te podรญas detener y ver el tren que salรญa regularmente desde โCharing Cross Stationโ. (โLa geografรญa estรก un poco revueltaโ, concedรญa un oficial.) Los prisioneros britรกnicos establecieron tiendas y centros de formaciรณn: un carpintero, un sastre, la consulta de un dentista, una autoescuela e incluso una relojerรญa. Fundaron un salรณn de la ymca para entretenerse, y abrieron una biblioteca con mรกs de dos mil volรบmenes en inglรฉs. Formaron equipos deportivos en los hoteles en los que vivรญan โel Hotel Eiger frente al Hotel Jungfrau en fรบtbol, por ejemploโ, y anotaban cuidadosamente los resultados.
Los soldados se comunicaban con sus amigos y familias en Inglaterra (y escribรญan a menudo para pedir dinero), pero pocas veces tenรญan noticias de la guerra que continuaba a su alrededor. A veces no querรญan saber nada. Los editores de la revista local bim, British Interned at Mรผrren, pidieron no recibir novedades de los corresponsales de Londres, quizรก para evitar esperanzas y temores. โA veces los ecos de las armas pesadas nos alcanzan, nos recuerdan dรญas pasadosโ, escribieron los editores de BIM en el primer nรบmero. โEsperamos mรกs o menos pacientemente el dรญa en que, por รบltima vez, bajemos en el funicular de camino a casa.โ
Finalmente, a la ymca se le acabรณ el tabaco barato y, para pasar el rato, los soldados empezaron a especular sobre el lugar del tren en que sentarse, por si el cable del funicular se rompรญa y los arrojaba ladera abajo. โUna parte del pueblo parece muerto y desierto, y la otra no es mucho mejorโ, reflexionaba un lรกnguido escritor en el BIM en octubre de 1917. โNos sentimos totalmente solos y deprimidos.โ
Cuando la guerra terminรณ tambiรฉn lo hizo el pequeรฑo mundo que los soldados habรญan creado en Mรผrren. BIM dejรณ de publicarse, sin avisar. Las calles del pueblo cambiaron de nombre. Sus hoteles dejaron de tener equipos deportivos, y volvieron a atender a adinerados turistas britรกnicos. Era como si un dรญa esa pequeรฑa civilizaciรณn, sin avisar, hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Durante dos aรฑos, cuatrocientos soldados britรกnicos habรญan esperado desesperadamente para subirse al pequeรฑo tren elรฉctrico en โCharing Cross Stationโ, para salir de Mรผrren y volver al mundo.
En 2002, mi padre nos llevรณ a mรญ y a mi hermano a Mรผrren por primera vez. Yo tenรญa ocho aรฑos, la misma edad que tenรญa รฉl cuando fue por primera vez, en 1956. Fuimos en cuatro trenes: un Intercity impecablemente moderno desde Zurich Flughafen hasta Interlaken Ost; un tren regional mรกs lento pero igualmente puntual, con asientos de poliรฉster de color azul claro, de Interlaken a Lauterbrunnen; el ferrocarril de cremallera hasta Grรผtschalp; y el elรฉctrico de un solo vagรณn, de color crema y marrรณn claro, hasta Mรผrren. โTodavรญa no habรญa nada que hacerโ, escribiรณ mรกs tarde. โEl paraรญso.โ
Estoy seguro de que mi padre no sabรญa de los soldados britรกnicos que, unos 85 aรฑos antes, habrรญan estado de acuerdo con โnada que hacerโ pero habrรญan presentado objeciones a la idea de que fuera el โparaรญsoโ. Y sin embargo, si hubiera sabido sobre BIM, sobre calles que cambiaban de nombre y equipos deportivos de hotel, creo que habrรญa dicho que la industria confirmaba sus instintos. El soldado britรกnico y mi padre veรญan el mismo tren y sentรญan la misma huida de la historia, aunque solo uno de los dos la disfrutaba.
Al final de la tarde, mi madre, mi hermano y yo caminรกbamos por la pequeรฑa e inclinada carretera hacia mi padre. Respirรกbamos con fuerza, el aire รกspero de la montaรฑa enfriaba nuestros pulmones y no hablรกbamos. La silueta de mi padre se recortaba en la distancia. Como un jugador de bรฉisbol, robusto, con cuello grueso y la cabeza rojiza, destacaba solo en el aire fresco, la meseta calva de su crรกneo reflejaba la luz de las farolas de Mรผrren hacia el monte Eiger, cuya silueta oscura trazaba un puzle en un cielo entre negro y azul. Yo miraba a mi padre, mi padre miraba la montaรฑa; nada se movรญa. En ese instante, sabรญa que nada lo harรญa.
El tren nos llevรณ, al menos metafรณricamente, desde Nueva York a Rutland, Vermont, en 2004. Habรญa otras razones, tambiรฉn: la conmociรณn del 11 de septiembre nos habรญa enviado a nosotros y a muchos otros neoyorquinos en busca de un refugio, un lugar donde los aviones no chocaran con rascacielos y donde el mundo permaneciera sin cambios. La casa de pizarra donde nos instalamos, ruidosa y hecha con viejas vigas de madera, estaba en lo alto de una colina, a veinte minutos de la ciudad. Al fondo, un muro de conรญferas ocultaba el tren. Mi padre, con un expreso doble en la mano, salรญa al porche trasero dos veces al dรญa para ver un momento el tren de mercancรญas entre los รกrboles. โEscogimos Rutland de forma muy deliberada por la estaciรณn del trenโ, decรญa mi madre. Para mi padre, un tren significaba que Rutland era un Mรผrren estadounidense.
Rutland es la รบltima parada del โEthan Allenโ, de Amtrak, que va cada dรญa desde Nueva York. El motor, un diรฉsel grande y compacto, llega a la estaciรณn de Rutland tarde cada noche y se va a primera hora de la maรฑana. El รบnico otro tren que funciona en la estaciรณn, un mercancรญas que hace que la tierra tiemble, lleva propano, mรกrmol y todo lo que hay en medio desde Rutland a Massachusetts. Pero mi padre nunca preguntรณ por quรฉ este modesto enclave de Vermont (frente a, digamos, ciudades mรกs grandes como Burlington o Mรกnchester) podรญa presumir de un servicio Amtrak o de un tren de mercancรญas junto a nuestra casa.
A los habitantes de Rutland les costรณ algo mรกs que a la mayorรญa de los estadounidenses llegar al ferrocarril. En 1840 habรญa mรกs de cuatro mil kilรณmetros de vรญa fรฉrrea en Estados Unidos, pero Vermont no tenรญa ni uno. Preocupados por quedarse fuera de un boom econรณmico, los empresarios de Vermont impulsaron un ferrocarril desde Rutland hasta el rรญo Connecticut, con una estaciรณn en el centro de la localidad. Las industrias del mรกrmol de las cercanas West Rutland y Proctor prosperaron. En un discurso que dio a los tesoreros de la lรญnea Rutland-Burlington en 1849, un excitado presidente T. Follett proclamรณ que โVermont debe participar por completo en el disfrute de estas grandes empresas que distinguen la era contemporรกneaโ. Cuantos mรกs trenes hubiera, mรกs deprisa avanzarรญa Rutland.
Con los trenes llegaron los inmigrantes. Irlandeses que huรญan de la hambruna en su paรญs iban de Boston a Nueva York para trabajar en la construcciรณn del ferrocarril y se establecรญan en Rutland. Los siguieron suecos que se enteraban de que habรญa trabajo en las canteras de mรกrmol. Luego llegaron los polacos. Despuรฉs, con el cambio de siglo, italianos y griegos; finlandeses, hรบngaros, checos. Rutland, que habรญa sido un pueblo de protestantes de Nueva Inglaterra, en 1900 podรญa presumir de una iglesia catรณlica y otra ortodoxa griega, escuelas polacas e italianas. Rutland era โuno de los municipios mรกs importantes del norte de Nueva Inglaterraโ, se jactaba la Rutland Railroad Company en un panfleto de 1897, porque era โel centro ferroviario del estadoโ.
Pero esto no iba a durar. El automรณvil, la criptonita del ferrocarril, invadiรณ Rutland en 1920. En 1927 una enorme inundaciรณn causada por una tormenta provocรณ daรฑos irreparables a los puentes ferroviarios de Rutland. En 1947, otra derribรณ la renqueante industria. En 1961, una huelga y un cierre le dieron el golpe final. Rutland Railroad acabรณ quebrada, y la fรกbrica de raรญles de Rutland quedรณ abandonada. โEs como si una especie de maleficio hubiera caรญdo sobre Rutlandโ, se quejaba un habitante. La Rutland de mi niรฑez tenรญa una poblaciรณn decreciente, una comunidad homogรฉnea y envejecida, y un Walmart donde habรญa estado la playa de maniobras.
Mi intuiciรณn, y mi madre estรก de acuerdo conmigo, es que mi padre conocรญa la esencia de la historia de Rutland. Que esta ciudad una vez funcionaba gracias al tren; que su silenciosa atemporalidad dependรญa de la ausencia del ferrocarril. Sabรญa que Rutland no encajaba mucho con Mรผrren, igual que la pasiva pastoralizaciรณn americana de los trenes no encajaba con el รฉnfasis europeo en la experiencia de montar en tren. Pero, como con Mรผrren, no prestรณ atenciรณn al pasado.
En 2008, mi padre cayรณ terminalmente enfermo. En 2010, iba en una silla de ruedas y estaba paraplรฉjico. Todo era un calvario, desde lavarse a los dientes a orinar o dormir. Lo peor, sin embargo, era que sus dรญas de tren habรญan terminado. โLa consecuencia mรกs desalentadora de mi enfermedad actual โescribiรณโ es la conciencia de que ya nunca volverรฉ a viajar en tren.โ
Querรญa que lo incinerรกsemos. รl y mi madre barajaron dos lugares para arrojar sus cenizas: Rutland o Mรผrren. Pero les preocupaba que vendiรฉramos la casa de Rutland, y Vermont era, despuรฉs de todo, una versiรณn menor de Suiza. Ademรกs, mi padre ya habรญa hecho pรบblica su preferencia. โNo podemos elegir dรณnde empezar nuestra vida, pero podemos terminar donde queremos โescribiรณโ. Yo sรฉ dรณnde irรฉ: a ninguna parte en particular en ese pequeรฑo tren, para siempre.โ
Los trenes eran para mi padre el antรญdoto de todo lo que pensaba que los trenes debรญan ser para nosotros. โSi perdemos los trenes […] hemos olvidado cรณmo vivir colectivamente.โ Si รฉl perdรญa sus trenes, habรญa olvidado cรณmo vivir solo. โQue haya experimentado los trenes como soledad es, por supuesto, una especie de paradojaโ, concediรณ un vez.
Mi padre disfrutaba de un Mรผrren de ficciรณn y un Rutland de ficciรณn, y al hacerlo violaba una de sus reglas mรกs cardinales: somos responsables de conocer la historia de los lugares donde construimos nuestras vidas. Si examinas su pasado, Mรผrren se convierte en una hermosa prisiรณn; Rutland, en una sombra de su pasado anterior. Estos municipios y sus trenes solo eran atemporales si no tenรญan historia. (En un momento en el que la nostalgia gana elecciones en Estados Unidos, este podrรญa ser un recordatorio sencillo pero รบtil: el rechazo a reconocer la historia de un lugar invita a tener falsas percepciones de su estado actual.)
Mi padre nunca escribiรณ de Rutland o Mรผrren salvo como lugares inmunes al flujo de la historia. Esta decisiรณn no era una negaciรณn pura y simple, ni era una inconsistencia moral. Para mi padre, la historia era un oficio centrado en el diagnรณstico โtenรญa que haber una tensiรณn que mereciera la pena abordarseโ y en el gran esquema de la Europa moderna no parecรญa haber nada problemรกtico sobre Mรผrren o Rutland. โNunca ha habido nada que haya ido mal allรญโ, escribiรณ.
Pero sospecho que hay algo mรกs que eso en la negativa de mi padre. Entendรญa lo poderosa que puede ser la historia. Esto es especialmente cierto en el trabajo de archivo, el tipo de historia profesionalizada que he realizado aquรญ, el tipo de historia que practicaba mi padre y en la que creรญa. La historia oral puede llegar en instantรกneas imagistas, sin un sentido claro de progreso y con mucho espacio para la mitologรญa. Los archivos tienen una manera de aplastar la nostalgia y superar la memoria. Detrรกs de los obvios beneficios, hay algo lamentablemente final en esto. Podemos revisar historias, como hacen a menudo los historiadores. Pero la retracciรณn, el arte de retirar una historia una vez sabemos que existe, es mucho mรกs difรญcil.
Me puse a escribir este artรญculo porque querรญa saber quรฉ pensaba mi padre de estos pueblos, separados por un ocรฉano y unidos por su amor, y por lo que los trenes tenรญan que ver con ellos. Para responder esta pregunta, me dirigรญ a los archivos de forma instintiva. Debo a mi padre ese instinto. Me legรณ su Rutland y su Mรผrren, dos mitos prรญstinos. Pero tambiรฉn me dio las herramientas para deslustrarlos: su devociรณn a la historia, su convicciรณn de que los archivos le ayudarรญan a interpretar el mundo. Heredรฉ los dos dones, pero olvidรฉ mantenerlos separados. Solo ahora me doy cuenta de que para mรญ, el tren elรฉctrico a Mรผrren siempre traerรก recuerdos de soldados britรกnicos ociosos, apartados de la sociedad y arrojados al aburrimiento. El รบnico tren de mercancรญas de Rutland โel tren que, cuando escribo esta frase, se mueve lentamente entre los รกrboles que tengo detrรกsโ ahora parecerรก venir con una dolorosa falta de frecuencia. No puedo deshacerlo. Mi padre lo sabรญa, e iba un paso por delante de mรญ. Los trenes no nos llevan o sacan de la sociedad: lo hace la historia.
Viajamos a Mรผrren para extender las cenizas de mi padre en agosto de 2010. En nuestro camino hacia allรญ, nos dimos cuenta de que dejar una urna con restos humanos dentro de un pequeรฑo vagรณn elรฉctrico era un poco demasiado literal. Esparcir a mi padre en las vรญas tampoco era una opciรณn โmi hermano argumentรณ de forma convincente que, por mucho que mi padre amara ese tren, no querรญa ser atropellado una y otra vez durante el resto de la eternidad.
En vez de eso, hicimos una excursiรณn. Empezamos en la estaciรณn de Mรผrren โes decir, โCharing Crossโโ, salimos de la ciudad por un camino de tierra esparcido de pequeรฑas flores y hierba cubierta por la escarcha. La ruta rodeaba la frontera y luego se igualaba, siguiendo la vรญa unos cincuenta metros por encima. Alcanzamos un prado ondulante. Por debajo, el campo caรญa en un precipicio abrupto; en un desorden de conรญferas, diminutos trozos de vรญa brillaban en el sol gรฉlido. Esparcimos allรญ sus cenizas.
No estoy seguro de que cumpliรฉramos la รบltima peticiรณn de mi padre. Despuรฉs de todo, era europeo y el modelo de Rutland, de ponerse de pie y mirar desde el porche trasero cรณmo pasaban los trenes, era una concesiรณn estadounidense. No tenรญa paciencia con la gente, como los preadolescentes trainspotters de su juventud britรกnica, que se limitaban a ver pasar los trenes. Los trenes, como vehรญculos de la historia, como lo mejor de la modernidad, o como su completo opuesto: todo ese simbolismo solo funciona cuando te conviertes en pasajero. Tenรญas que ir a ninguna parte. โLo bueno del tren โdecรญa mi padreโ es subirse.โ ~
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Traducciรณn del inglรฉs de Daniel Gascรณn.
Publicado originalmente en The Point.
es historiador. Es editor de la revista Brink