Viaje o psicólogo

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Vomitaba cada mañana.

Durante dos meses de mi vida todas las mañanas me despertaba y corría al baño para vomitar. Por ansiedad, por nerviosismo, por estrés. A Howard Hawks le pasó lo mismo durante toda su carrera. Dicen que cada tarde, de camino a casa tras terminar en el estudio, el director de Río Bravo y La fiera de mi niña detenía su coche a un lado de la carretera, abría la puerta y vomitaba. Cuentan que por la tensión del rodaje. Él paría obras maestras. Yo hacía un programa de humor en un canal autonómico. Gran diferencia, aunque teníamos en común la náusea.

A los veinticinco años, tras currar como realizador en un par de reality shows (trabajé en Gran Hermano ediciones 2, 3 y 4 y en el programa de culto Confianza ciega), me ofrecieron dirigir un piloto para la tele vasca. El programa piloto de Vaya semanita era modesto en su presupuesto y medios pero ambicioso en sus ideas. Muchos sketches, mucha variedad, muchos actores. En resumen, quisimos realizar un programa que no podíamos hacer cada semana. Con el equipo que teníamos era imposible. No se podían tener tantas ideas cada siete días. Diseñé una trampa mortal, un regalo para mi ansiedad. Para acabar el piloto dispusimos de un mes, pero claro, si la tele vasca nos daba luz verde para emitir, tendríamos que hacer lo mismo cada semana. En la televisión (y esto es una obviedad pues sirve para cualquier aspecto de la vida) lo que se hace en un mes no se puede llevar a cabo en una semana. Es como tener un número 46 de pie y pretender estar cómodo calzándose un patuco.

De ahí que la aprobación del piloto de Vaya semanita fue una noticia buena y mala. Cinco meses más tarde vomitaba a diario. Baja audiencia, presión de la productora y de la cadena, jornadas laborales de dieciséis horas todos los días de la semana. Estrés de libro. No sé si era el único que tenía arcadas cada vez que sonaba el despertador pero algún miembro del equipo llegó a estar 36 horas seguidas currando, sin salir de una sala de edición.

Tras varios meses de esa rutina de vomitar y trabajar a destajo, reventé. Viví la característica lucha mental de “lo dejo-no lo dejo” y finalmente decidí no seguir soportando esa tensión. Me habría ido aunque me dijeran que el programa lo iba a petar, que iba a ser un éxito hasta entonces desconocido para la etb. Y efectivamente, meses después de largarme, Vaya semanita petó, fue un éxito hasta entonces desconocido para la cadena vasca. Y yo que pensaba que me echarían de menos… Esa fue la primera gran lección de humildad que me dio la vida laboral.

Pero lo único que me importaba en ese momento era dejar de vomitar cada mañana, para lo cual se me ocurrieron dos posibles soluciones: viaje o psicólogo. La desaparición de mi ansiedad por supuesto pasaba por dejar ese trabajo, pero pensaba que un viaje transoceánico o la ayuda profesional me darían un empujón hacia la paz interior.

Mi amigo Héctor estaba en México. Había ido a conocer a su sobrina: la hermana de Héctor vivía con su pareja en Zipolite (Oaxaca) y había dado a luz unos meses atrás. Así que me pareció buena idea juntarme con él, tras concluir que la mejor opción para calmar mis nervios era alejarme una temporada. Elegí viaje pues.

Me planté en el aeropuerto de Oaxaca y allí me esperaba Héctor, con el que había planeado pasar unos días en la capital del estado para luego marcharnos a la costa. Yo estaba contentísimo, por supuesto: no tenía que ir a una oficina temprano tras dormir un par de horas para intentar sacar adelante un programa-monstruo que no tenía éxito en audiencia pero que era lo suficientemente molón como para seguir emitiéndose. En Oaxaca la única decisión que debía tomar era qué tipo de huevos deseaba para desayunar. Fritos, rancheros, esas cosas. Esas decisiones son fáciles de tomar, joder. Eso podía hacerlo. De pronto, tras meses atenazado por el estrés, era capaz de tomar muchísimas decisiones. La mayoría gastronómicas, la mayoría audaces. Quería probarlo todo, quería arriesgar. Y lógicamente al segundo día tenía un problema estomacal de aúpa. De ahí que lo único que recuerdo de Oaxaca capital es comer mole negro e ir al servicio.

Teníamos comprado un billete de minibús para ir de Oaxaca capital a Puerto Escondido. Aunque la distancia entre ambas localidades es de doscientos y pico kilómetros, el ratio que aprendí en mi infancia de “una hora para recorrer cien kilómetros” (San Sebastián-Bilbao, una hora en el Peugeot de mi padre) no sirve cuando tienes que atravesar la Sierra Madre. El minibús tardaba ocho horas. Pero nos quedamos dormidos y perdimos el transporte y el dinero de los billetes. No tuvimos más remedio que buscar una alternativa, una alternativa de diez horas de viaje en autobús. Este ya un autobús similar a los que aparecen en la pelis americanas de instituto, el que conduce Otto el de los Simpson, pero en versión mexicana. Muchas vírgenes y estampitas en todo el frontal del vehículo, asientos de dudosa comodidad y una suspensión que deja mucho que desear si tienes que subir y bajar los montes de la accidentada carretera que lleva hasta el litoral.

Puerto Escondido, al menos en aquella época, no era ni Benidorm ni una cala virgen sino un término medio. Un pueblo turístico sin muchos agobios, que tenía completamente separada su parte antigua, habitada por los locales, y la zona turística de la playa, llena de hoteles y cabañas de veraneo.

En este punto he de decir que mi amigo Héctor creció en una familia hippie. Eso no quiere decir que él lo sea porque creo que es tan o más burgués que yo. Esto lo digo para dejar claro que Héctor “se adapta”. Es decir, que si hay que dormir al aire libre en la arena de la playa lo hace y si hay que hacerlo en un hotel, también. Él sabía que yo iba de vacaciones terapéuticas, por lo que mis requisitos veraniegos pasaban por dormir en una cama de hotel con sábanas y toallas limpias. Por eso fuimos a Puerto Escondido, porque mi amigo quería que yo estuviera cómodo y me divirtiera. Que me curase de mi ansiedad en una playa con hoteles con televisión por cable, bares y restaurantes donde un señorito donostiarra con poco mundo y acostumbrado a una vida confortable pudiera pasar unas vacaciones tranquilas.

Así acabamos en un hotel junto al mar, con piscina, cómodas camas y un televisor que escupía sin parar películas americanas con subtítulos en español. Héctor se lo curró para que olvidara que semanas antes estaba temblando en una oficina de producción.

Puerto Escondido, más que a turistas como nosotros, alojaba a una gran cantidad de jubilados, la mayoría australianos. Estos jubilados tenían una rutina que a mí me parecía maravillosa. Desayuno, piscina cerveza en mano, almuerzo, piscina cerveza en mano, cena y copas hasta las tantas. Todo ello sin salir del hotel. Digo que me parecía maravillosa porque venía de dónde venía y siempre me he fijado en los demás cuando he vivido situaciones de presión laboral.

Por ejemplo, voy en metro a la oficina, muy agobiado, pensando que mi trabajo es una mierda. Me fijo en un jubilado, un niño, en cualquiera y pienso: “qué tranquilos parecen, ya me cambiaba yo por ellos”. No importa que sepa perfectamente que es un pensamiento estúpido. Lo es y lo sé, pero siempre caigo en esa tontería cuando estoy estresado. Y si vivo, como ahora, en un barrio con mucha actividad turística, este síndrome se agudiza: bajas a comprar el pan y ves gente de vacaciones por todas partes.

Pero esos jubilados australianos no me daban envidia porque yo llevaba en Puerto Escondido una rutina similar a la suya. Héctor y yo ya habíamos dejado de lado la investigación gastronómica zapoteca y apenas nos salíamos de una dieta de sándwiches mixtos, cosa que nuestros estómagos agradecían. El mayor riesgo que asumíamos era comer unas alucinantes hamburguesas que preparaban en un puesto callejero cercano el hotel. El cocinero era el gemelo mexicano de jfk. Un señor de cuarenta y tantos, muy guapo, con el pelo canoso y con pinta de haber hecho doce horas de oficina antes de ponerse el delantal para cocinar carne picada en una plancha. No sé por qué me imaginaba que era su segundo trabajo, el que completaba su sueldo para que sus hijos pudieran ir a una buena universidad.

Héctor no tuvo tanta suerte estomacal como yo. Una noche entramos en un bar de la playa y mi amigo se puso a hablar con una guapa camarera. Tonteaban y el tonteo se traducía en que la chica se acercaba con bastante frecuencia a nuestra mesa y en cada viaje nos invitaba a chupitos. De mezcal. Muchos chupitos de mezcal.

Cuando el bar cerró, la camarera nos llevó a un local que abría hasta tarde. Era un sitio chulísimo al aire libre, a pie de playa. La diferencia con un chiringuito playero a secas es que era un espacio acotado, donde unos altos setos hacían las veces de paredes. En cuanto llegamos al lugar, la camarera se encontró con unos amigos y pasó de nosotros. Pero como íbamos con un pedal tremendo nos dio igual. Estábamos sociables, algo que en los días de Oaxaca capital o el par de noches que llevábamos en Puerto Escondido no había sucedido. Por eso andaba yo hablando con gente y no me di cuenta de que Héctor había desaparecido de mi lado. Le había visto bastante perjudicado, así que pensé que se había vuelto al hotel. Minutos más tarde cerraron el bar y me dirigí a la puerta. Bueno, no era una puerta sino un hueco entre dos arbustos.

Al pasar junto al arbusto, oí un quejido. Me asomé entre la maleza y ahí estaba Héctor. Hecho una mierda. Fatal. Al borde del coma etílico. Lo agarré y nos encaminamos al hotel, que estaba a unos ochenta metros del bar. Pero tras dos pasos Héctor se tiró al suelo y se puso en posición fetal: “Cinco minutos, por favor”, no paraba de repetir desde el suelo. Se le pegaba la arena del camino a la mejilla. Era una carretera polvorienta, casi de poblado de película del Oeste, por lo que no parecía muy buena idea pasar más de dos segundos tirado allí. Héctor se revolcaba por el suelo como una croqueta. “Cinco minutos, por favor.” Pero enseguida lo levanté y nos pusimos en marcha. Dos pasos más y se lanzó al suelo de nuevo. “Cinco minutos, por favor”, rebozado en tierra y lo que hubiera en ese suelo.

Calculo que Héctor echó cuerpo a tierra, dijo “cinco minutos por favor” y lo puse en pie para seguir camino unas quince veces en el trayecto de vuelta. Reconozco que en la número nueve le hice un poco de caso y le dejé dormitar en el suelo dos o tres minutos. Pero la cercanía de nuestro hotel me hacía pensar que esa siesta no llevaba a ningún lado. Mejor intentar llegar a nuestra habitación para que mi amigo pudiera sobrellevar allí su agonía.

Lo más ridículo pasó cuando estábamos en la puerta del hotel. Y es que Héctor volvió a tumbarse en el suelo de la recepción. No digo lo de ridículo porque nos viera el recepcionista. Ni recuerdo que lo hubiera. Hablo de lo absurdo de querer desmoronarte sobre tu cama y en vez de eso hacerlo en un hall a escasos metros de tu dormitorio. Pero sé perfectamente que la lógica no es el fuerte de un borracho. Además los récords del disparate están para batirlos, así que Héctor volvió a pedir esos “cinco minutos, por favor” en la puerta de la habitación. Tras abrirla, me giré y vi a Héctor en el suelo, murmurando su petición de prórroga. Ahí estallé: “¡No puede ser! ¡Tienes la cama a tres metros! ¡La estás viendo! ¡Ahí está! ¡No puedes preferir dormir en el suelo que en la cama!” Así que se levantó y se desplomó en su cama.

Los siguientes cuatro o cinco días de Héctor fueron un infierno. No podía comer nada, porque vomitaba cada vez que se llevaba algo a la boca. Se pasó esos días tumbado en la habitación, dormitando o viendo por la tele thrillers americanos de los noventa. Cuando se empezó a sentir mejor me dijo que un poco de arroz blanco no le vendría mal. Fui al restaurante más cercano (que además era el que más nos gustaba, El cafecito) y pedí una ración de arroz blanco. En El cafecito me miraron con extrañeza porque no entendían bien mi petición: “¿Pero blanco? ¿Sin nada?” No estaban seguros de poder proveerme un arroz que no llevara ningún condimento, pero finalmente me dieron una caja de cartón con una buena cantidad. Abrí la tapa y parecía blanco, pero el primer bocado de Héctor reveló que ese arroz no estaba libre de pimientos rojos, quizás chiles, seguro que eran chiles…

Héctor vomitó un par de días más a causa de mi falso arroz blanco, tiempo que yo dediqué sobre todo a bañarme en el mar. Estábamos quedándonos en la playa de Zicatela, una playa surfera, en la que los bañistas rara vez nos alejábamos de la orilla. Sin embargo, algo me pasó ese día. Fui bastante estúpido: me piqué con un grupo de tíos que andaban por allí.

Ellos nunca supieron de nuestra rivalidad, pero cuando vi a unos chavales estadounidenses meterse más en el agua que yo, algo se prendió dentro de mí. Es importante saber que tanto mi padre como mi hermana son excelentes nadadores. Mi padre ostentó en su juventud el récord de Gipuzkoa de cien metros mariposa y mi hermana lo petaba en los campeonatos vascos de natación escolar. Yo nado, pero tampoco muy bien, no tengo mucho estilo. Pero al ver a esos niñatos yanquis adentrarse más que yo en el Océano Pacífico, mi orgullo nadador estalló y me metí más y más en la playa de Zicatela. La surfista. A la que van a hacer surf. El surf se practica en playas con olas. Con bastante olas. Bastante salvajes. Y eso quiere decir que la corriente no es floja y te puede manejar como un pelele a la mínima que te despistes.

Desde que dejé de hacer pie a unos diez metros de la orilla hasta que un socorrista me vio a sesenta metros de la arena transcurrieron ocho segundos. En un abrir y cerrar de ojos pasé de ser un flipado a una víctima. De esas víctimas imbéciles que cometen imprudencias. Como el que hace montañismo en plena tormenta de nieve o el que se queda dormido en la playa sin protección solar. Como un gilipollas inconsciente intenté nadar hasta la orilla, pero la corriente me llevaba más y más adentro. El baywatch mexicano se metió en el agua para rescatarme y yo aún creía que podía llegar a la playa por mis propios medios. He de decir que tardé poco en darme cuenta de que mi tarea era inútil y enseguida me comporté como una boya flotante dispuesta a que un fornido héroe local me llevara hasta tierra firme.

Qué curioso. Todo empezó por hacerme el gallito (para mí mismo, porque nadie de allí se iba a fijar en un gordito vasco que no hacía pie) y acabó en una situación humillante. Lo mejor de todo ocurrió cuando se lo conté a Héctor y él me dijo que era costumbre en México pagar una propina al socorrista. ¿En serio? ¿No salvan almas de manera desinteresada? Por lo visto no. Así que le di unos pesos como quien hace una ofrenda a la Virgen. No sé cuántas veces dije “gracias”, pero quizás tantas como Héctor se desplomó en la carretera tras beber un litro de mezcal.

Lejos de acobardarme, a partir de este momento del viaje empecé a sentirme más intrépido. Pero no era porque “hubiera vuelto a nacer” o “la vida me hubiera dado una segunda oportunidad”. Cero épica. En realidad la inconsciencia seguía pilotando mi destino. Así que cuando Héctor me anunció que se iba a Zipolite a ver a su familia, le dije que me quedaba un par de días más en Puerto Escondido. Si había ido allí a relajarme, no me parecía mala idea quedarme solo para pensar en mis cosas, en mi futuro. Acababa de quedarme en el paro por voluntad propia, así que tenía que pensar en algún plan para mi vuelta. Con calma y sin presión, pero algo debía tener previsto.

Hay un plato en un restaurante tailandés de Madrid que se llama “Infierno de entrecot de buey”. En dicho restaurante señalan el nivel de picante con estrellitas. El “Infierno” tiene cinco. Una vez probé un plato con una estrella y me ardió la boca durante veinticuatro horas, así que imaginad cómo está la ternera si los propios tailandeses la denominan “Infierno”. En la carta las cuatro estrellas significa que es “súper picante”. En el pie de página del menú describen las cinco estrellas de manera redundante, incluso en mayúscula: infernal.

Muchos amigos míos adoran el picante y les encanta ir a ese tailandés a sufrir. Sudan, lloran, incluso corre la leyenda de que uno echó humo por un ojo. Yo para eso soy un blando. No aguanto mucho el picante, cosa que en México complica un poco las cosas y a mí me complicó la primera noche solo en Puerto Escondido.

Salí del hotel para cenar algo y a lo lejos vi una especie de verbena. Había fiesta en la parte antigua del pueblo y me pareció buena idea echar un vistazo. Es una de las cosas buenas de viajar solo: las decisiones no se discuten con nadie, piensas en hacer algo y lo haces. Me dirigía a la zona vieja del pueblo cuando vi una pequeña pizzería. Otra decisión rápida: cenaría pizza. Había una con particular buena pinta, de chorizo. Pedí una porción y una Sol.

El primer mordisco me dio tal hostia en la lengua que no volví a probar la pizza. Picante. Muy picante. Seguramente en el tailandés de Madrid le habrían dado dos estrellas, a lo sumo tres, pero para mí aquello era un “Infierno napolitano”. Me bebí la cerveza de trago y cuando se me estaba terminando le hice una seña al camarero para que me sirviera otra. Cogí la segunda Sol con avidez y me di cuenta de que beberla no apaciguaba la que se estaba montando en mi boca. Solo me aliviaba tener permanentemente cerveza en la lengua. Así que me tomé cuatro cervezas de trago. ¿Por qué cervezas y no agua? Ni idea. Solo sé que salí de la pizzería haciendo eses, como si la combinación de picante y birra tuviera los mismos efectos que los hongos alucinógenos de María Sabina, mítica chamán de Oaxaca.

Tras una buena caminata aderezada por el chispeante monólogo interior que crea el alcohol, llegué a las fiestas del pueblo: había un escenario con una banda tocando, puestos de comida, chavales del lugar. Ni un guiri en toda la verbena, solo yo con mi extraña borrachera. No llevaba un pedo gracioso y disfrutable y pintaba poco allí, así que pensé que lo mejor era irme. Me miraban raro, yo me sentía raro. De pronto noté un agudo pinchazo en el estómago. Todo ahí dentro se revolvía y necesitaba un retrete urgentemente.

No había nada a la vista que pudiera contener un lavabo: ni bares abiertos, ni servicios portátiles. Nada. Mi hotel estaba a cinco kilómetros. Así que busqué una calle oscura y cagué entre dos coches. Por supuesto la calle no era lo bastante oscura y un par de peatones me vieron en pleno trance. Yo me limité a apartar la vista y pedirles perdón. Luego encontré un taxi y me fui al hotel.

Quizás esta anécdota no resulte especialmente interesante para quien la lea en este relato veraniego, pero al tratarse del suceso de mi vida que en mayor número de ocasiones he narrado a amigos y conocidos he pensado que debía anotarlo aquí. Con menos detalles escatológicos, eso sí.

La soledad me dio un buen escarmiento y al día siguiente puse rumbo a Zipolite, el pueblo donde estaba Héctor, más recogido y menos turístico que Puerto Escondido. De hecho, era tan pequeño que no quedamos en ningún lugar concreto, sino “en la playa”. “Nos vemos en la playa”, nos dijimos por mail. Y allí me planté yo, en la playa de Zipolite, arrastrando por la arena una maleta con ruedas.

Me encontré con la madre de Héctor, que también había viajado a México a conocer a su nieta. Ahí se produjo la típica escena de comedia americana: la madre de Héctor estaba completamente desnuda. El contraste conmigo era brutal. No sé por qué ese día iba vestido con ropa casi invernal. La nudista madre de Héctor me saludó, hablamos y durante ese rato que a mí me pareció que duraba una hora, procuré tener la vista fijada en el horizonte. Ella no estaba incómoda en absoluto y con razón. Yo era el que no pintaba nada allí, con un maletón, una chaqueta de lana y el estómago perforado por salami picante.

Héctor había reservado una cabaña frente al mar y allí pasé con él el resto de mi viaje, en los diez metros que separaban la cabaña del agua. No salí de esa superficie en días. Mientras brillaba el sol bebía cerveza. Cuando anochecía me pasaba a la margarita. Comíamos pescado que cada día nos ofrecía una señora en un cubo. Era el que había llegado a puerto esa mañana, fresquísimo. La señora lo preparaba en una plancha, junto a una cabaña cercana.

En Zipolite tenía una rutina y era maravillosa. Allí no había tele por cable ni thrillers de los noventa pero no nos aburríamos. Tampoco nos emborrachábamos locamente pese a la descripción de mis rituales alcohólicos de unas líneas más arriba. Solo andábamos achispados, maravillosamente aburridos, bronceados, algo desaliñados y muy contentos. Ahí me alegraba de haber elegido “viaje” porque esa rutina era justo lo que necesitaba.

Sonará raro pero el momento más bajo del viaje y el más dichoso tuvieron algo de escatológico. La peripecia del picante, la cerveza y la fiesta de pueblo ya la he contado. Para que quede claro, ese fue el punto bajo. Pero el punto alto, el momento de mayor felicidad del viaje también tuvo algo que ver con el tema.

Una noche de esos días de no hacer nada y no tener la más mínima preocupación apuré mi margarita y me levanté de la arena. Me aproximé a la orilla y me dispuse a orinar. Y puedo decir que uno de los momentos de mayor placidez de mi vida ha sido mear ante ese mar iluminado. Debido al plancton, el mar de Oaxaca brilla. En algunas zonas, como en una laguna cercana a Puerto Escondido, el espectáculo es alucinante. En Zipolite el mar no brilla tanto pero lo suficiente para que un chaval que se acaba de liberar de su estrés y de litros de cerveza y tequila se sienta feliz.

Volví a Oaxaca capital en uno de esos autobuses, tras una última intoxicación que me tuvo todo el trayecto de diez horas en un estado penoso. Volé a España y curiosamente regresé a Vaya semanita, no como jefe, pero sí como guionista y dirigiendo algunos sketches. En esa época de trabajo no me estresé. Todo lo contrario: me lo pasé pipa, es una de las etapas laborales más gozosas que he tenido. El viaje me había cargado las pilas, una expresión que siempre encontré idiota hasta que la viví.

Unos años más tarde, volví a vomitar por estrés y acabé yendo al psicólogo. Y eso también estuvo muy bien. Aunque no tan bien como hacer pis en el océano con el mar iluminado. ~

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