Daniel en el pozo. Galería Nacional de Arte en Washington D. C.

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¿Recuerdas cuando vimos por primera
vez el temible cuadro de Daniel
que pintó Rubens?
                           Entre angustias, él
ve la boca del pozo y a la vera
de los leones permanece fiel
a Dios
           ¿Su rostro qué nos dice, fuera
del arduo gesto de la fe?
                                     Quienquiera
que lo contemple, calle al ver su piel
desnuda en el asombro. Quien lo puso
en esa enorme sala lo sabía.
Augur bañado en una luz de miel
nos deja ver que, en el color iluso,
el cuadro cobra fuerza en la agonía
que Rubens descubrió con su pincel.

Es difícil pensar en la manera
como la hambrienta banda de leones
lo vio sin avidez.
                                    Respiraciones

hondas quizás él oyó en cada fiera.
Quizás –todas reunidas– las legiones
de Dios, trocaron cándida y ligera
la angustia y el espanto de quien era
su profeta y vivía entre visiones.

Omóplatos, costillas, tibias, cráneos,
esparcidos aquí y allá, callaban
cascados como anuncios momentáneos
del castigo y el tiempo, y embargaban
a Daniel que, no obstante, en ese foso,
él, y solo él, velaba poderoso.

No es nada más la dimensión del lienzo
lo que provoca el golpe de ansiedad
atroz y de impensable vecindad
con lo insufrible, todo en un comienzo
inacabable, todo sumergido
en un extraño claroscuro, en oro
animal y funesto meteoro
que atrapa nuestra vista en un rugido
silencioso; no es nada más la luz
mostrando a los leones ni la umbría
que concibe en las rocas la negrura;
no es nada más la odiosa desmesura
ni la voracidad de la crujía;
es el manto que sangra el tragaluz.

En el centro del cuadro está Daniel,
en la respiración de la blancura,
con los ojos al cielo.
                                  La pintura
en la oblicua pureza de su piel,
con el lechoso velo en la cintura,
revela su destino y el papel
que juega un gesto en los colores.
                                                   Él,
el profeta, suplica, y en él, dura
la luz. No obstante, solo es apariencia,
porque el centro real se halla en la roja
toga que, como sangre, nos cautiva.
El cuadro enorme en su acabada ciencia
no deja de hablar de una paradoja:
la violencia es nuestra pasión furtiva. ~


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