No me resulta nada fácil escribir sobre Fernando de Szyszlo y su esposa Lila: fueron mis amigos durante más de medio siglo y compartimos por aquí y allá una serie de gratas aventuras, encuentros, hechos trágicos (la muerte de su hijo Lorenzo, la de su primera esposa, la poeta Blanca Varela, y la de amigos íntimos como Luis “Cartucho” Miró Quesada), descubrimientos intelectuales y un indeclinable afecto mutuo. Es innegable que, como artista plástico, “Gody” (ese es el apodo que usábamos en el estrecho círculo de amistades que lo rodeaban) es la figura clave del siglo XX y de la actual, en los que trabajó con una tenacidad ejemplar y una maestría que pocos han alcanzado en nuestro continente y aún fuera de él. Su vastísima obra está marcada por dos rasgos capitales: la lección estética y moral de la vanguardia –especialmente la del surrealismo que descubrió de primera mano en sus años juveniles europeos– y, al mismo tiempo, las formas del antiguo arte peruano, en particular las de las culturas preincaicas que florecieron en la costa. Esto sintetiza la paradójica fusión de lo moderno y lo ancestral, lo novedoso y lo primitivo, alianza que hallamos en pintores de la talla de Picasso, Klee y Max Ernst, entre tantos otros.
La extraordinaria elegancia de sus formas jugaron siempre con esa alianza que creó y recreó en busca de la difícil perfección, que, como él bien sabía, es tal vez inalcanzable. Gody solía reírse del vocabulario consabido del lenguaje crítico dominante entre nosotros, lleno de frases que nos hacían sonreír (como “valores cromáticos” y “texturas simbólicas”). Era un convencido de que la mejor crítica de arte no era la que usaban los especialistas, sino la de los que trataban de desentrañar el misterio de las formas visuales usando el lenguaje poético. No es extraño, por eso, que uno de sus críticos favoritos fuese Octavio Paz.
Gody era un gran lector de poesía y novela, desde el desgarrador canto fúnebre por la muerte del Inca Atahualpa que tradujo admirablemente José María Arguedas, hasta Proust, Borges, Neruda, Cortázar, Eielson, Rimbaud y tantos otros que descubrió para él mismo y para nosotros sus amigos. La mención a Proust es significativa no solo para él, sino también para Lila, quien, como nos enteramos por las admirables páginas de las memorias de Szyszlo, La vida sin dueño (Alfaguara, 2017), obtuvo un premio sobre ese autor convocado en París, dato que pocos conocían fuera del Perú.
Aparte de la silenciosa presencia de Lila mientras trabajaba en su taller, Gody pintaba sumergido en el estímulo musical de Mozart, cuyas composiciones escuchaba sin cesar en la colección completa que editó Deutsche Grammophon. Creo que Gody escuchaba a Mozart como un cántico contra la muerte que se correspondía con el tono cada vez más luctuoso de su obra plástica y con sus imágenes, cuya tensión aludía sin duda a la de la vida misma, breve relámpago que ilumina nuestra propia destrucción. Es una dolorosa ironía saber que Gody y Lila murieron juntos al tropezar y caer desde la escalera que daba al living del primer piso. Recuerdo perfectamente esa escalera que era casi aérea, es decir, sin contrapaso y con solo una pala prehispánica de navegación fijada como baranda para apoyar la mano, y que a mí me producía vértigo de solo mirarla. Los cuerpos fueron hallados inertes y tomados de la mano. Creo que cabe recordar aquí que Gody era sobrino carnal de Abraham Valdelomar, elegante poeta peruano de la época modernista, cuyo soneto “Tristitia” Gody podía repetir de memoria. Valdelomar murió a los 31 años al caer de lo alto de la escalera de un hotel. Trágicas ironías de la vida y de la muerte. ~
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.