El libro que pudo ser

Manual para el crítico literario en emergencias

Malva Flores

DGE El Equilibrista/Universidad Veracruzana

Ciudad de México, 2024, 188 pp.

AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

La coartada no podía ser mejor: una lectora excepcional, entregada por décadas al estudio y la celebración de la literatura, decide llevar los libros más significativos de su biblioteca a una nueva casa. Los antecedentes no importan –ni se mencionan–: un día se le pide abandonar el lugar donde vivía y ahora debe enfrentarse a un espacio más reducido, donde cabe una fracción de los volúmenes que atesoró y la formaron como una de las lectoras más agudas de su medio –aunque en un pasaje del libro el oficio de “crítico literario” la incomode.

Esta sorpresa, este acontecimiento, aunque habitual, ofrece el acicate perfecto para un examen detenido del acto de dejar atrás los libros. Algo que es, además, desprenderse de dos fuerzas: el amor y el conocimiento. O más todavía: el amor al conocimiento. Las cajas de cartón se apilan como una síntesis sepia de los años de formación que condujeron a la lectora a devorar literaturas enteras –principalmente la francesa y la rusa–, y también de aquellos de trabajo y maduración intelectual y política, que templaron un carácter reacio a las políticas de la identidad, a los eufemismos y a lo woke –la lectora se asume como una mujer negra, sin más apostillas–, así como a la vorágine de redes sociales en las que, no obstante, participa tercamente con amigos y lectores.

Hace unos meses, la ensayista y profesora argentina Graciela Montaldo publicó en su país un librito conmovedor sobre el destino de las bibliotecas que compartió con su pareja, el novelista Sergio Chejfec, muerto por un cáncer que lo liquidó en pocos meses. Para Montaldo, la primera urgencia fue el trabajo extenuante –pero, de algún modo, consolador– de la burocracia: documentos, certificados, la extinción del contrato con la aseguradora. Después –y en realidad como parte del proceso inevitable tanto de tramitología como de duelo–, se propuso rescatar la biblioteca de Chejfec y unificarla con la suya, para poder decidir qué hacer con todos los volúmenes que ya no cabían en el departamento al que se habían mudado hacía no tanto. Pasaron las ciudades: Buenos Aires, Caracas, Nueva York y Buenos Aires de regreso. Los amigos queridos se llevan un par de ejemplares de la colección primera, se multiplican las cajas en la oficina de la académica en la Universidad de Columbia, se modulan los entusiasmos, y se pierde el tesón por conservar los textos fundacionales. Quedan reunidos los afectos, las investigaciones impostergables, los libros-recuerdo y uno que otro pendiente que despierta la curiosidad de la novedad o el cariño por un viaje recién hecho.

Lo que para Montaldo –y para Walter Benjamin, en su escrito sobre la biblioteca y los viajes– se convierte en un motivo para pensar la lectura y la escritura como procesos culturales que exigen desprendimiento –uno no se desprende solo de lo que leyó, sino también de lo que escribió, esa materia que astilla la cabeza hasta pedir fuga en forma de papel–, en este libro se vuelve, o al menos pudo haberse vuelto, el pretexto ideal para el largo debate sobre la relación entre tiempo y texto. Es decir: sobre el canon. El canon propio, que se decanta no por virtud incondicional sino mientras uno crece. Y el canon de época, aquella inapagable disputa por las lecturas que otorgan sentido a un grupo de gentes porque explican su procedencia, su contexto y lo que acaso les depare.

Escribo que todo esto pudo haberse vuelto y soy generoso. Porque el último libro de la ensayista Malva Flores es un proyecto magnífico, pero inconcluso. Es –me atrevo a decir– una idea luminosa y una ejecución descuidada, prejuiciosa y chapucera. Si a los editores cabe reclamarles errores en la diagramación, la tabla de contenidos o el registro ortográfico –el personaje de García Márquez ¿es Eréndida o Eréndira?–, a Flores bien se le puede impugnar cierta prisa al compilar los textos que componen el libro. Según la cuarta de forros, este Manual para el crítico literario en emergencias debería ser una exploración sin autocompasión sobre la erosión de la lectura durante largos años de docencia universitaria y crítica literaria independiente. Una historia de cómo, a partir de un evento tan repetido como traumático –dejar la casa y asirse a otra–, se desembala la memoria de la literatura y de uno mismo. En pocas palabras, abrir las posibilidades oceánicas de tramitar la experiencia.

Conforme transcurren las páginas, sin embargo, uno cae en cuenta de que el collage de textos –que aparecen de forma repentina después de una introducción en la que la autora reflexiona, Calasso mediante, sobre las políticas de selección y ordenamiento de una biblioteca personal– no es más que una recolección apresurada y sin hilo de intervenciones de diversa procedencia. Algunas, de hecho, son conferencias a las que Flores fue invitada y datan de los días pandémicos, aparentemente antes de que le ocurriera el imprevisto de dejar la casa de su padre por otra más pequeña. Y entonces sucede que el asombro es sustituido por la perplejidad: la belleza de las páginas dedicadas a una lectora que descubre que tenía infinitos libros de Klossowski y Bataille se ve ensombrecida por el tedio de leer las mismas palabras –que suenan obligadas– sobre Alfonso Reyes, una suerte de Ministro Plenipotenciario de las Letras Modernas Mexicanas. Las que dicen: “gran literatura es aquella que construye una metáfora tan amplia que nos incluye a todos […] somos capaces de ver el centro de la Tierra, volvernos por instantes Homero en Cuernavaca o acompañar a Maqroll en viaje por la selva”.

Tal vez, hoy mismo, la ocupación de la crítica literaria sea justamente desmontar esa grandilocuencia que, vista incluso de reojo, ya no dice nada. Ni sobre la literatura misma ni sobre Alfonso Reyes, condenado al triste embalsamamiento de la figura-que-no-puede-ser-contestada.

Si al texto le sobrevivieran los destellos de erudición de Flores, su capacidad para asociar lecturas, épocas y citas, su audacia para interpelar la asepsia del biempensante literario preocupado por la etiqueta, otro gallo cantaría en esta reseña. Pero quizá convenga recordar la máxima de Gombrowicz: no se debe hablar poéticamente de la poesía. Flores escribe que aún siente rubor cuando habla de ella. Y lo hace de forma lírica y adjetival, impresionista, sin aportar mucho más que frases como: “si, de veras, el poeta hace esas cosas por todos nosotros, si pone a nuestro alcance el horror y la belleza de su mundo y en un juego de espejos, nos dice el poeta, las palabras se ven y se reflejan; es decir, digo yo, se reconocen y se ayuntan, casi en su sentido bíblico”. Todo esto suena muy bien, de verdad, pero no es particularmente original ni propositivo. No impugna ni defiende. No se ocupa de la filología ni de las relaciones históricas de la producción del poema. Mucho menos de la historia de la lectura de lo que entendemos por poesía. Son, simplemente, convenciones que no esquivan la rémora Sturm und Drang del poeta como vate herido y, al mismo tiempo, chamán de su enceguecida prole.

Mención aparte merece el poco aprecio que Flores tiene por lo woke. Hay un capítulo entero, “Autocensura”, dedicado a estos reflejos defensivos gringos. Y si bien la autora ofrece un detallado muestrario de los ridículos lingüísticos en que han caído estas estrategias de legitimación académica, no va mucho más allá en construir una lectura crítica de uno de los dispositivos más eficaces de instrumentalización de la literatura. Los mismos que, a la larga, han derramado beneficios –y becas– solo a los académicos. Lo mismo con las redes sociales, caricaturizadas como refugio de subnormales y lobos anónimos con hambre de impunidad. Algo más debe haber. Algún quiebre o grieta, alguna explicación que justifique la vastedad y complejidad de las relaciones digitales. No todas, por cierto, material de basurero.

Otro texto pudo ser este. O tal vez hablo del que yo mismo quise leer. Ese que, como decía Martin Amis, hace una guerra frontal e insolente contra los clichés en que, una y otra vez –quizá por descuido, quizá por falta de paciencia–, cae este libro. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: