2020: el año que vivimos en peligro y en el que aprendimos lo complicado que resulta conjugar a futuro cualquier actividad. El teatro ha regresado lentamente a su programación no sin la permanente incertidumbre de un rebrote y el riesgo perentorio de invitar al espectador a un espacio de convivencia cerrado. Subsiste la resistencia en modo virtual, pero se suma a una homogeneidad que enfrenta la ardua competencia con los productos audiovisuales preexistentes. Y aunque sabemos que el teatro siempre ofrece algo más, su crisis es inminente. Volver a la normalidad anterior resulta imposible, no solo por el ritual de los protocolos higiénicos y el miedo al contagio, sino por el malentendido generalizado que ubica al teatro en nuestro país como parte de un entretenimiento insustancial que ensalza la presencia de estrellas televisivas como garantía de taquilla y no como un foro que aluda a una comunidad de sentido, a la potencia del encuentro.
El momento de tensión que vive este ámbito cultural pone en evidencia la precaria subsistencia de un sector de la población dedicado a un oficio muy poco valorado, que a la vez se encuentra en expansión dada la apertura de licenciaturas en artes escénicas a lo largo del país y que estriba en un modo de producción dependiente de un Estado que ha minado sus recursos culturales sexenio a sexenio. Una paradoja abismal que conjugada al tiempo presente requiere del gremio un urgente replanteamiento de una narrativa que sostenga el riesgo de los cuerpos en convivio para dar impulso a esa nueva convocatoria de vuelta a la vida que todos esperamos ansiosamente. Si bien abundan los foros de discusión al respecto, la pregunta “¿Qué nos hará volver a los teatros?” se convierte en la inquisición necesaria para replantear nuestro paradigma.
“Ya no hay caminos trazados, ni fórmulas, todo en el arte se transforma, como ha sucedido cien veces en la historia de la humanidad, solo que ahora la diferencia es que nos está tocando a nosotros padecerlo”,
(( “La creación inmune”, texto citado con autorización de la autora que se puede leer en su totalidad en: www.barbaracolio.com
))
opina Bárbara Colio en un ensayo que reflexiona sobre la condición de los creadores ante un tiempo incierto, en el que es necesario “separar las restricciones físicas, sociales, de convivio que se nos imponen, y procurar dejar libre y al vuelo el espíritu, el latido creativo. Hay muchas cosas a las cuales temerles hoy día, desprendámonos del miedo al intento. Es tiempo de fortalecer y mantener, la creación inmune”. Si bien la dramaturga y directora, quien suspendió el estreno de su obra Julieta tiene la culpa, alude al cuerpo del creador como el motor que sea capaz de reanimar el estado de la cuestión, habría que sumar a este esfuerzo una renovación en el vínculo con el cuerpo del espectador como lo enuncia el director y dramaturgo Luis Alcocer, quien a contracorriente de la adversidad estrenará Coming attractions, un recorrido de escenas del futuro estelarizadas por Goethe y un gran elenco de sombras:
Pienso que la aportación que el teatro presencial necesita hacer en su retorno no se encuentra tanto en el territorio de lo narrativo como en la exploración y el diseño de relaciones posibles entre cuerpos. Cualquier narrativa teatral tendría que colocarnos frente al fracaso, la obsolescencia y la ineficacia de nuestros cuerpos, pero también frente a nuestro potencial como materia animada. Frente al presente horror al cuerpo, hay que poner en marcha una erótica del cuerpo. Frente a la estandarización del entretenimiento, tenemos que pensar el teatro como una posibilidad de las relaciones interpersonales. Ese sería un verdadero teatro de resistencia, un teatro realmente necesario, pero romper con nuestros hábitos requiere algo más que una pandemia.
Aunado a las cuestiones que exponen estos testimonios, habrá que pensar que, si aun los rituales más sagrados como el entierro de un ser querido están experimentando un cambio inimaginable, el teatro tendrá necesariamente que expandir su catálogo de experiencias en un ejercicio de imaginación constante que plantee un desafío interesante a la tentativa de volver a estar juntos. Quizá pueda subsistir el impulso de ofrecer una novedad basada en el roce íntimo y la proximidad, aludiendo a esa posibilidad histórica de lo clandestino como lo que ha permitido al teatro mantenerse en épocas adversas, pero en este tiempo se impone una ética y responsabilidad con el otro. Ante la aparición de estos límites se tendrá que ofrecer una lúdica de los otros sentidos, como puede ser la revalorización de la mirada en presencia –hoy completamente abismada en el vacío virtual– como ejemplo de un bastión en el que el teatro funda sus particularidades.
A todo lo anterior habrá que añadir igualmente una clara conciencia del momento que vivimos con el duelo cotidiano al que la pandemia nos enfrenta por la pérdida exponencial de vidas, pero también de los usos y costumbres que experimentan mutaciones inadvertidas en la inercia de una vuelta a una normalidad que ya no existe. Bajo este panorama el teatro tiene la oportunidad de convertirse en un espacio de canalización para esta afrenta, como lo muestra el proyecto de Isabel Toledo y Aristeo Mora, Cartas sonoras para cuerpos celestes, en donde se invita a participar con mensajes de audio dedicados a aquellos seres queridos a los que no se les pudo despedir adecuadamente y que serán transmitidos posteriormente por radio, una interesante acción de duelo colectivo producido por Cátedra Bergman-UNAM. Un ejercicio de avanzada a los muchos que vendrán en esta y otras artes, ya anticipados crónicamente en forma de diarios de pandemia, cuyo potencial tímidamente ha rozado con el humor, el juego, el goce, elementos necesarios para subsanar la aflicción presente y de los cuales las artes escénicas pueden ofrecer opciones de entretenimiento que se alejen de los terrenos de la apropiación de imaginarios que conforman otras narrativas espectaculares.
Entre la añoranza y la utopía, la incertidumbre y una realidad brutalmente clara. El teatro de nuestro país confronta una encrucijada importante que si bien no puede suspenderse, pues de ello penden económicamente vidas creativas, tendrá que afrontar las consecuencias de una debacle generalizada no sin miedo a fallar, pero con un campo abierto a la potencia de ser un arte sostenido en el encuentro, como reflexiona Lydia Margules, directora escénica y subcoordinadora nacional de Teatro del INBA: “El regreso a los foros nos provoca la aparición del terror al otro como motor humano, pero de forma paradójica ese pánico nos recuerda que somos colectividad y en ese recuerdo dejamos de lado el miedo para recuperar la sensación de calidez, la percepción de la energía del otro en proximidad y así recuperamos la necesidad, el deseo, el gozo de presenciar y sentir desde la colectividad de la butaquería, la vida.” ~
es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.