Volveré a leer

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Alguien querría leer un libro en papel durante diez minutos seguidos, pero algo se lo impide. Quizá recuerda u olvida cuando solía leer durante horas, apaciguada la realidad siempre monstruosa en la magia de las palabras, emulsiones inefables que sosegaban los embates del mundo y que ahora ya no apaciguan nada. Teme que el mundo se haya vuelto demasiado interesante, seductor o quizá algo más grave: que los textos hayan perdido la capacidad de esquivarlo. La otra hipótesis, inconcebible, es su propia incapacidad.

Quiere leer un libro pero a media línea se le ha ido la cabeza y ni siquiera sabe a dónde, o en qué dirección, pues un torbellino loco o una agitación de espirales y fulgores zarandea su agitado espíritu (cerebro, compilador, escáner, navegador o lo que sea que haya ahí dentro/fuera), ese mecanismo que en un tiempo ya inverosímil le permitía entrar en cientos de universos y vivir en ellos aunque fueran –o quizá porque lo eran– incompatibles, contradictorios, inconsistentes o tan intrincados e inaprensibles que a menudo pensaba, con secreto gozo, que no podría librarse de ellos. Esa facultad (que ahora sospecha que fue una gracia, espejismo o mero azar) le ha abandonado.

Quiere leer y las letras le rechazan, las líneas se le hacen dardos y el papel pulpea en sus meninges, excitadas por mil millones de estímulos mucho más dopantes que aquella grisura de signos encadenados que ahora ya no consiguen atravesar los destellantes avisos de asuntos urgentes que apenas chispean y ya se extinguen dejando en la sombra ese último fleco del tiempo. Quizá es esta aceleración, piensa según la única frase que ha podido copiar para emular al que la escribió:

Justo cuando más inquieto estaba yo por la fatiga de vivir en mi mente.

((Enrique Vila-Matas, Esa bruma insensata, Barcelona, Seix Barral, 2019, p. 20.
))

Y cuando haciendo un esfuerzo infrahumano consigue leer algo, un párrafo, se pierde enseguida; su vista se abisma en los huecos de las letras, el interlineado es una sima y el agujero de esta “o” le arrastraría al infierno si los mil fulgores exóticos del sinvivir, los niños que piden la merienda, la barredora a gasoil que le persigue, tantas incurias, le dejaran en la paz.

La historia, siempre hay alguna historia, un argumento, un personaje… ya no le interesa. Las ideas, si es un ensayo, se repiten y se combinan, o se lo parece… (¿Será simple estrés?) y enseguida se subsume en el blanco de osario donde, a veces, quizá, cree hallar un descanso para esa eternidad insomne… pero enseguida suena el reclamo de los mundos reales, y los ganchos de las letras le engarfian como a un tocino en la cadena de despiece y lo trasladan al ultramundo donde los números bailan solos, aunque a veces raptan a alguna letra perdida para amenizar sus asépticas bacanales.

Querría leer y culpa a cualquier cosa, las gafas, las luces, los vecinos, el trabajo, su ausencia, el mundo; a los tiempos, los pitidos, los nuevos entes semiinteligentes que se van ocupando de todo o de tanto, excepto de lo que deberían ocuparse, sea lo que sea (y arreglar eso sería el único problema); el revoloteo de la muchedumbre que se ignora en las avenidas, la epilogal vida sin sí. El papel se le enfrenta cara a cara, desafía su velocidad en vano. Solo espera un texto que le rescate, una línea ardiendo como la que ha copiado y apenas entiende.

Lee sin parar en el móvil, saltando en una jungla de enlaces; pincha, toca y clica… envidia en el tren a un chico que lee un libro de vagas cubiertas… ve a un hombre clavado en medio de una acera, enfrascado en una novelita de Pascual Lafuente Estefanía (ver foto): les quiere preguntar y no se atreve, los sigue (a ambos, tal es su fatal dispersión) hasta barrios extremos en los que A) gañanes horrísonos orinan en angostas callejuelas entre crimen y cena y el hombre se desvanece en la niebla fétida de los médanos de Singapur. B) Sigue al chico que se regocija con el novelón de Vila-Matas, lo acorrala en un galpón y lo apuñala con jotas y haches que le bailan como briznas de tabaco por los bolsillos, residuos de su vida anterior, pero la víctima, ya letraherida de muerte, le arroja el libro a la cara y esa persona que ya no puede leer, esa persona aquejada de alecticia o lectiriosis, se trabuca en el párrafo de la página veinte, copia la frase y huye, cobarde jol, con la frase entre los dientes.

Intenta leer de nuevo cosas que le gustaron, pero las palabras han cambiado de universo. El papel se engríe. Ya le llega a los tobillos el agua que están aliviando del reactor de Fukushima; siente el tibio frescor del radio en el húmero, paladea un dírham entre los dedos y entonces se produce el nanomilagro, algo inusual a estas alturas del tiempo ordinario, que (por protección de datos) no se puede contar en toda su insignificancia. Baste consignar que esa persona aneurismal alcanza a leer una matrícula del Tesla que le arrolla a usted pero no hay que preocuparse porque el óbito es tan onírico como sea posible y los números siguen meciendo el lógico vaivén.

Esa persona, que ya vuelve a ser ella en toda su inconmensurable incompletitud, afronta el episodio, asume su disfunción lectora y gracias al párrafo anterior deja de culpar a los textos, clásicos o posmodernos, que hacen lo que pueden, y se echa el macuto a la espalda, palpa el celular que aúlla en sus ijares y se tira a la calle promiscua de rudos extraños seres hermanos en las tinieblas mientras se repite “volveré a leer”. ~

 

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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