¿Cómo acabó el internacionalismo liberal?

Los liberales han sido demasiado idealistas en su política exterior. Pero la solución no es abandonar el compromiso con los derechos humanos y la democracia en favor de una realpolitik basada exclusivamente en el interés nacional, sino insistir en la defensa de la paz y el orden democrático surgido en 1945.
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¿Cómo debe interpretar un liberal internacionalista convencido como yo el colapso de nuestras esperanzas? El liberalismo internacionalista prometía promover la democracia y, junto a otros países, fortalecer “un orden internacional basado en reglas”. En lugar de mirar hacia dentro, se dio a sí mismo un papel activo en Occidente como defensor de los derechos humanos en el exterior. Pero sus proyectos más emblemáticos –la intervención militar y la construcción de Estados– han fracasado en Afganistán igual que lo hicieron en Siria y Libia. Como manifestación dolorosa de los límites de la potencia militar estadounidense, el colapso del liberalismo internacionalista ha acelerado también el declive del poder global de Washington. ¿Qué es lo que ha fallado? En el fondo, el liberalismo internacionalista padecía de un déficit democrático. Se trataba de un producto de lo que el politólogo Stephen Walt ha llamado “la masa viscosa”: la élite bipartidista que, desde la Guerra Fría, ha dictado los términos de la política exterior. “La masa viscosa”, sin embargo, olvidó que la proyección de poder más allá de sus fronteras dependía a fin de cuentas de la voluntad de los estadounidenses de pelear y pagar para conseguirla. El apoyo interno, que nunca fue robusto, se diluyó conforme la cifra de muertos fue creciendo en Afganistán y la “guerra interminable” trastabillaba sin llegar a un final. Cuando se aleja de la búsqueda de los intereses vitales de la seguridad nacional estadounidense, una posición que quizá le puede garantizar el apoyo del electorado, el liberalismo internacionalista degenera en presunciones de superioridad moral, en un trabajo social en sitios que comprendimos mal y en los que además no teníamos razones de fondo para estar.

Junto a la falta de apoyo interno, el liberalismo internacionalista acusaba el problema de “querer abarcar demasiado”, la tendencia a expandir los objetivos más allá de los parámetros iniciales. Si Estados Unidos hubiera limitado sus metas en Afganistán a hacer frente a la amenaza terrorista y se hubiera retirado cuando se contuvo esa amenaza, las operaciones militares habrían servido a los intereses vitales estadounidenses y habrían mantenido suficiente apoyo doméstico. En cambio, Estados Unidos y sus aliados se dejaron arrastrar a un objetivo irrealizable: un Afganistán democrático y estable. Tanto el ejército de Estados Unidos como la sociedad civil internacional que llegó en masa al país para “reconstruirlo” fueron incapaces de entender la habilidad política de sus enemigos, los talibanes, y de confrontar la corrupción inveterada de sus socios, los políticos afganos. Los organismos de ayuda humanitaria y las organizaciones no gubernamentales estadounidenses dieron esperanzas a sus aliados afganos, y después, una vez que el juego llegó a su fin, Estados Unidos los abandonó a todos.

Con la fría claridad que da la mirada retrospectiva, el proyecto de construcción estatal en Afganistán fue algo peor que un error. Fue una atracción de feria. El principal desafío estratégico era China. En lugar de desarrollar un plan a largo plazo para lidiar con su primer competidor serio desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos gastó tiempo, dinero y vidas en una operación periférica cuyo único final posible era el fracaso.

Aunque Afganistán hizo doblar las campanas fúnebres para el liberalismo internacionalista, estas repicaban ya desde hacía un tiempo. El ascenso del autoritarismo, el fracaso de la acción concertada en temas como el cambio climático o la pandemia de covid-19 han planteado retos para los que el liberalismo internacionalista no tenía herramientas. La respuesta característica del activismo liberal –la denuncia pública en defensa de los derechos humanos– se volvió irrelevante ante la creciente desvergüenza de líderes autoritarios que han consolidado su dominio en potencias mundiales como Rusia y China, así como en países menores como Turquía y Venezuela. El objetivo principal de un liberal internacionalista en política exterior –el fortalecimiento de un “orden internacional basado en reglas”– ha hecho aguas frente a esta nueva realidad. Las grandes potencias han comenzado a actuar como Estados rebeldes. China ha tomado rehenes para forzar la liberación de uno de sus ciudadanos, ha mentido acerca de la pandemia, ha robado propiedad intelectual a sus competidores, ha hecho desaparecer las libertades en Hong Kong y ha amenazado con invadir Taiwán. En Rusia, el régimen de Putin ha envenenado adversarios en países extranjeros, ha echado mano de la guerra cibernética para difundir desinformación en las elecciones estadounidenses y ha dado a los rebeldes ucranianos el armamento para derribar un avión comercial y con ello asesinar a cientos de personas. Tampoco “nuestro” bando ha estado libre de las tentaciones del comportamiento rebelde. Estados Unidos e Israel han asesinado a científicos y comandantes militares en Irak e Irán. Si unimos todas estas piezas, el resultado indica que el mundo hace tiempo que dejó atrás el “orden internacional basado en reglas”.

Ante este giro de los acontecimientos, es tentador para un liberal internacionalista como yo darse por vencido, tirar la toalla y pasarse al bando de los realistas: aquellos que creen que el conflicto y la lucha por el poder es lo que debe definir las relaciones internacionales. Para los liberales desilusionados el atractivo de esta realpolitik radica en su promesa de dejar de lado esos impulsos moralistas que distraen frecuentemente a las democracias de la persecución exclusiva del interés nacional. Un moralismo mojigato que se engaña a sí mismo abunda en la política exterior estadounidense y ha sido la desgracia de varias mentes de renombre, desde el pensador estrella del realismo Hans Morgenthau al estratega de la Guerra Fría George Kennan, personas que no carecen de sentimientos liberales, pero que creen que es un deber del Estado mantener bajo control esos impulsos.

No obstante, antes de sumarnos por completo al realismo, hay que aclarar qué implicaría, en la práctica, abandonar una política exterior liberal. Una política exterior “realista” desecharía cualquier compromiso de defensa de los derechos humanos y la democracia fuera de las fronteras nacionales. Estados Unidos tendría como aliados preferentes a los países democráticos; sin embargo, no perdería el tiempo promoviendo elecciones justas ni derechos humanos entre las democracias rezagadas o los Estados frágiles. El objetivo de Estados Unidos no sería la libertad, sino la estabilidad, incluso a costa de posibilitar regímenes autoritarios. El objetivo invariable de la política sería que el ejército, el Departamento de Estado e incluso los programas de ayuda exterior volvieran a centrarse en el largo juego de contrarrestar al competidor principal de Estados Unidos: China.

Aun asumiendo que nos sintamos cómodos con la áspera amoralidad del realismo, no está para nada claro que la alternativa realista sea siempre la más racional. El interés nacional no es la estrella polar que promete ser. Plantear que un objetivo es un interés nacional no lo transforma inmediatamente en uno. De hecho, es un concepto extrañamente cambiante, tan sujeto a infectarse de la exaltación activista como lo están los imperativos morales del liberalismo. En la Guerra Fría, los realistas emprendieron una fervorosa cruzada anticomunista que, liberada de los escrúpulos morales y de la vacilación, condujo a aventuras “realistas” como la guerra de Vietnam. Todavía vivimos las consecuencias de esos errores realistas, errores a los que se opusieron muchos liberales en su momento. Si el liberalismo internacionalista está muerto, una realpolitik libre de valores no será el refugio para los desencantados.

Tampoco el nacionalismo y el interés nacional deben ser los únicos objetivos de una política exterior creíble. Ningún liberal criticaría que se priorizaran los intereses de nuestros conciudadanos, pero las prioridades domésticas no son el límite de las preocupaciones de los ciudadanos. El realismo denigra los postulados del universalismo humano –que somos una especie– y no comprende la interdependencia humana –que vivimos en un solo planeta–. Incluso una política exterior que pone a su propia gente por delante requiere de la cooperación internacional para hacer frente a las pandemias, el cambio climático o la migración, de modo que los problemas que en un principio parecen muy lejanos no terminen saturando nuestra capacidad para lidiar con ellos internamente. Si no contamos con una política exterior que reconozca las amenazas universales que afrontamos y que intente construir alianzas para alejarlas, tal vez no seamos capaces de proteger ni a nuestros propios ciudadanos.

De modo que si el realismo no ofrece una solución clara, ¿a dónde debe orientarse la política exterior liberal? Primero, no deben abandonarse nuestros principios fundamentales. Sin duda, una política exterior liberal debe abjurar de la intervención y las aventuras militares en nombre de la precaución. Sin embargo, una política que no dice ni hace nada ante los abusos contra los derechos humanos y la recesión democrática global permitirá que los regímenes autoritarios se expandan hasta que la democracia esté tan aislada que no se pueda defender a sí misma. No pasa un día sin que Vladimir Putin, Xi Jinping y otros personajes menores como Viktor Orbán anuncien la decadencia del modelo de la democracia liberal y predigan el inevitable triunfo de la vía autoritaria. Cuando declaran la superioridad de los regímenes construidos a base de intimidación, manipulación y miedo, nuestra defensa de los gobiernos basados en el consentimiento de los gobernados es simple prudencia.

Combatir la marea creciente del autoritarismo es más que una cuestión de principios. Podemos limitar nuestra hubris y arrepentirnos del imperialismo moral implícito en muchos impulsos liberales que buscan corregir el mundo, sin olvidar que el modo en el que un régimen trata a su gente es un buen indicador del tipo de amenaza que representa en el ámbito internacional. Nos preocupamos por China no solo porque es poderosa, sino porque es implacable contra sus minorías, desdeñosa de las tradiciones democráticas de los ciudadanos de Hong Kong y tan temerosa de su propia gente que reprime cualquier susurro de disenso. El mandato realista que nos llama a ignorar este comportamiento, porque no debemos permitir que las preocupaciones morales infesten la política exterior, ignora el hecho de que el modo en el que un Estado se comporta en casa da señales de su amenaza en el extranjero.

Será difícil reconstruir el apoyo de los estadounidenses para cualquier tipo de política exterior liberal. Una república continental, protegida por océanos al este y al oeste, y con vecinos amigables al norte y al sur, ha sido aislacionista por instinto e internacionalista a regañadientes. La última vez que el electorado estadounidense de verdad hizo suya la participación internacional fue entre 1942 y 1948, una época en la que se enfrentaron a una amenaza mortal y sabían que su poder económico y militar sería la clave para la victoria. Con la lenta caída de la hegemonía estadounidense, convencer a los ciudadanos de que hay que mantener los compromisos en el exterior será doblemente difícil. Los esfuerzos del presidente Biden para reconstruir el consenso por medio de una “política exterior para la clase media” son un buen comienzo. Persuadir a los estadounidenses de que conservar una alianza global de democracias será beneficioso para sus bolsillos y los mantendrá a salvo es parte de la retórica necesaria para reconstruir la fe en un país que mira hacia afuera. El reto más importante es acostumbrarlos a la idea de que, aunque el poder de Estados Unidos ha decaído, sigue siendo lo suficientemente fuerte como para liderar a sus aliados y disuadir a sus enemigos.

Más allá de reconstruir el apoyo doméstico para los compromisos exteriores, los liberales internacionalistas deben enfocarse en otro bien fundamental: la paz. El objetivo principal del liberalismo internacionalista ha de ser impedir que la guerra, regional o global, eche abajo el vasto edificio de la prosperidad y la oportunidad construido sobre las ruinas de 1945. Es decir: es necesario un enfoque renovado que insista en la no proliferación y el control de armamentos, y que se esfuerce constantemente por salir del punto muerto que mantiene a China, Rusia y a Estados Unidos en una carrera armamentista letal. Cuando esto fracase, como puede suceder en Irán, necesitaremos una disuasión creíble ante la temeridad a la que incita la posesión de armas nucleares. Estados Unidos debe centrarse en el tipo de palanca política que tiene en Estados más pequeños de África y Asia para impedir que las pequeñas guerras se conviertan en guerras mayores. Trabajar con líderes africanos para mantener la paz en África es lo más importante que puede hacer Estados Unidos para lograr que el continente crezca y prospere.

Esto no significa abandonar la fortaleza militar. La paz requiere de una disuasión creíble. Es un embuste de la derecha, repetido tantas veces que los liberales a veces se lo creen, que el liberalismo no es lo suficientemente firme en cuestiones de defensa. Los liberales de la Guerra Fría estaban entre los defensores más obvios de una capacidad militar robusta, y hoy, en el siglo XXI, necesitamos una diplomacia activista que esté respaldada por capacidades militares y cibernéticas avanzadas y, al mismo tiempo, sometidas a un control democrático que escrute los presupuestos y las ambiciones de los mandos militares.

Hay que ser claros: anteponer la paz a todo lo demás no quiere decir “la paz a cualquier precio”. Una democracia exitosa como Taiwán se enfrenta a un gigante, a algunos cientos de kilómetros de distancia, empecinado en completar la revolución de Mao y en forzar su integración en el gobierno continental. Debe impedirse la incorporación de Taiwán a China en pos de la estabilidad global, pero también en nombre de un pueblo libre que quiere seguir siéndolo.

Quizá lo que más necesita la política exterior liberal es una memoria histórica de largo alcance: una memoria de nuestros éxitos, como el Plan Marshall, y una toma de conciencia rigurosa de nuestros fracasos, como Libia, Irak y Afganistán. El pasado es la mejor cura para la hubris y la ilusión de que la historia está de nuestro lado. Después de 1989 fuimos presa de la ilusión de que la política mundial era una historia de libertad. Hemos aprendido desde entonces que la historia es en realidad la historia del ascenso y la caída de los imperios, del orden conseguido por medio de la violencia que poco a poco cede, una vez más, al caos. El imperio que está cayendo lentamente en este momento es el de Estados Unidos, y el liberalismo internacionalista que apostó todo a su ascenso ahora debe hacer las paces con su partida y luchar, sin ilusiones, por mantener el caos a raya. ~

Traducción del inglés de Pablo Duarte.

Publicado originalmente en Persuasion.

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es rector emérito de la Central European University en Viena. Su libro más reciente es On Consolation: Finding Solace in Hard Times.


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