El 9 de noviembre tuvimos la oportunidad de ver al presidente de México hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU. En nuestro entorno polarizado, la tentación de alabarlo, ignorarlo o descalificarlo es ya tan grande como la simpatía o la antipatía que genera. ¿Fue un texto tan malo como les pareció a sus críticos o realmente fue un discurso efectivo y memorable, como dicen sus seguidores más convencidos? Afortunadamente, hay una forma técnica de resolver ese dilema, que consiste en analizar los argumentos presentados a la luz de las reglas del discurso.
Un buen discurso parte de un elemento central: el llamado a la acción. Se trata de la propuesta o idea de la que queremos persuadir a quienes nos escuchan para que se sientan motivados para hacer algo concreto y específico. En este discurso, el llamado a la acción es que las naciones financien un “Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar” que sería implementado por la ONU con el objetivo de “garantizar el derecho a una vida digna a 750 millones de personas”.
Un discurso bien escrito para promover ese plan debería tener, como mínimo:
- Un diagnóstico claro del problema que busca resolverse con el plan;
- Una exposición racional de por qué el plan es buena idea, con argumentos respaldados con evidencia sólida y apegada a la veracidad;
- Una argumentación que apele a las emociones de la audiencia para que los gobiernos y las sociedades se sumen con convicción al plan;
- Una visualización de las cosas buenas que pasarían si el plan se pone en marcha y funciona (o las cosas malas qué pasarían si el plan no se pone en marcha) para motivar a los miembros de la ONU a sumarse cuanto antes;
- Y un llamado a la acción que una a todos los que escuchan el discurso, haciéndolos sentir partícipes del plan.
Todo lo anterior debe hacerse de manera congruente con la personalidad del orador. Es decir, la persona que da el discurso debe decir cosas que parezcan y sean creíbles y congruentes con su historia, identidad, posición y reputación.
Lamentablemente, el discurso del presidente no cumple con ninguno de estos criterios.
El diagnóstico del presidente no es el de un líder político que busca resolver un problema global mediante un plan concreto, sino el de un líder espiritual que entiende al mundo en términos de “bondad” y “maldad”. Los problemas que vive el planeta son, para AMLO, producto de la maldad de una élite que promueve la corrupción, a la que describe como “la causa principal de la desigualdad, de la pobreza, de la frustración, de la violencia, de la migración y de graves conflictos sociales”. Por lo tanto, la solución que plantea el presidente está también en el terreno moral: hay que combatir “el egoísmo y la ambición privada”, porque “el espíritu de cooperación pierde terreno ante el afán de lucro”.
La solución, es decir, el Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar, no se presenta en términos de lo que la audiencia desea o necesita, sino a partir de la experiencia de México narrada por el presidente. Así, AMLO se presenta como un líder que puede dar lecciones al mundo sobre cómo “desterrar la corrupción y destinar al bienestar del pueblo todo el dinero liberado”, con lo que él supuestamente ha logrado “acabar con el desempleo, favorecer la incorporación de los jóvenes al trabajo y al estudio, evitar la desintegración familiar, la descomposición social y la pérdida de valores culturales, morales y espirituales”. El discurso no aporta elementos reales para que quienes lo escuchan se convenzan de la solución que plantea el presidente mexicano, sino que es una descripción de las acciones que, supuestamente, realiza con éxito su gobierno. Afirma que al dar empleo a los jóvenes se está logrando detener la violencia y que al plantar árboles se está abatiendo la migración, sin demostrarlo.
Al discurso no le va mejor con los argumentos emocionales, pues el presidente viola un principio básico de la retórica: respetar a la audiencia. Si el propósito del discurso es la denuncia de una situación injusta o inaceptable, entonces es válido sacudir a la audiencia señalando fallas, errores y omisiones de quienes lo escuchan. Pero si el objetivo es lograr que la ONU acepte e implemente un plan mundial, atacar a la organización y decir que “nunca en la historia ha hecho algo realmente sustancial en beneficio de los pobres”, tal vez no es la mejor forma de ganarse su colaboración entusiasta. Lo mismo ocurre con su descalificación a las organizaciones de la sociedad civil en todo el mundo. Lejos de la “fraternidad” del plan que trata de vender, el discurso remite más a la desconfianza y el resentimiento característicos de la retórica de AMLO.
Finalmente, el discurso no está alineado con la personalidad de quien está hablando. En este caso, no me refiero a la persona de López Obrador, quien es poco conocido en la arena mundial, sino a la reputación e imagen que tiene México ante la ONU. Un país que no participa con contingentes militares significativos en las misiones más importantes de mantenimiento de la paz, que no ofrece recursos humanos, financieros o tecnológicos realmente determinantes para el éxito de los programas de la ONU y que se enorgullece de un rancio principio de “no intervención” para aislarse de las discusiones sobre los grandes temas globales, difícilmente tiene el ethos de liderazgo que se necesitaría para sacudir a la organización y proponerle planes audaces. Si a eso le sumamos que el presidente no ha hecho un trabajo diplomático personal y fino de cabildeo en foros internacionales para que su propuesta tenga algún respaldo político real, tenemos un plan que nunca va a pasar de las palabras pronunciadas en una de tantas sesiones del Consejo de Seguridad.
“La mejor política exterior es la política interior”, ha dicho ufano López Obrador. Y en el caso de su discurso ante la ONU, parece que aplicó una receta similar: la mejor demagogia exterior es, para el presidente, la demagogia interior.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.