Si ya en Cloverfield JJ Abrams – que no dirigió, pero fungió como productor y creador de la idea original – dio importantes muestras de control autoral y de injerencia en la creación de una narrativa híper moderna para el monstruo del siglo XXI, en Super 8 parece perder la brújula. Varios son los inconvenientes que impiden que Super 8 se convierta en ese filme generacional que para muchos (me incluyo) estaba destinado a ser. Aquí, Abrams no interviene creativamente en la narrativa de la forma en que lo hizo en Cloverfield. Quizá el mayor problema de Super 8 es su incapacidad para mostrarse como un proyecto personal, no en el sentido de que no sea una cinta que desde un aspecto visual le pertenezca a JJ Abrams sino en el hecho de que no logra nunca definirse como algo que no sea un pastiche de los mejores momentos spielbergianos ochenteros.
En Super 8 hay una clara influencia de ese cine de aventuras que definió a una generación: de Back to the Future toma, por ejemplo, la perfecta recreación nostálgica del arquetípico pueblito norteamericano; de The Goonies está la pandilla de chicos disímiles, grupo heterogéneo de preadolescentes unidos a prueba de todo (incluyendo invasiones alienígenas o tesoros escondidos); de E.T. está el desarrollo emocional de los niños. Claro, en las tres anteriores teníamos a un Spielberg con treinta años menos, en pleno ejercicio de sus facultades autorales; en genial mancuerna con un joven Zemeckis, en el caso de Back to the Future; o con un siempre solvente Richard Donner, en The Goonies. El resultado ya lo conocemos: dos obras maestras – una incluso con un par de dignísimas secuelas – y un filme de aventuras, parteaguas generacional: los tres filmes sobreviven como hitos cinematográficos. Super 8, por el contrario, carga con la (a veces innecesaria) influencia de Spielberg sobre un JJ Abrams despojado de la firmeza narrativa que ha mostrado en productos como Fringe, Lost, o Cloverfield.
Lo más interesante de la cinta ocurre, increíblemente, en el filme amateur de zombies que los niños filman: un metacine divertido y jovial, construido desde el homenaje y culminando con el acierto estético que implica introducir el metraje y la presencia de la cámara super 8 del título. El resto es Spielberg de manual, volumen uno: una chica encantadora (Elle Fanning) que se introduce en la cotidianeidad de los chicos, un evento extraordinario, misteriosos sucesos, preadolescentes rayando en la orfandad. El regocijo en sus referentes (estéticos, argumentales; su motor interno es la nostalgia en sí y no otra cosa) le impide introducirse con fuerza en la creación (o confirmación) de una narrativa propia, personal. Los primeros dos actos del filme – otro tic muy de Spielberg – funcionan como piezas de relojería. Concisos, precisos, calculadísimos, no exentos de humor y sentimiento, aunados a la mano firme de Abrams, un buen trabajo de cámaras y un gran diseño de producción. El problema del filme comienza hacia el final de la cinta: el desarrollo argumental se deja de lado y la historia se sostiene por las magistrales actuaciones del grupo de niños (cada que un adulto aparece en pantalla es para provocar pena ajena, en todos los sentidos: el único adulto que aporta algo sustancial a la trama y al desarrollo de la cinta apenas y junta cinco minutos en escena, de los cuales pasa prácticamente todos postrado en una cama), y la resolución es facilista, gratuita y casi forzada.
La cinta ostenta, casi con orgullo, una condición de collage. Abrams y Spielberg lucen tan emocionados de poder visitar esos lugares y personajes ya conocidos, que olvidan lo primordial: contar una historia coherente con su propio engranaje y objetivo. El entusiasmo de recrear los momentos que ya probaron su efectividad en las cintas anteriores (y en otras varias que no se mencionan aquí, pero que dejan sentir su presencia) hace que olviden el hecho de que si aquellas cintas triunfaron no fue gracias a momentos sentimentales, hilarantes o asombrosos: fue debido a que todo el guión, el argumento, estaban armados de tal forma que conducían a ese instante memorable de forma natural. E.T. no es el momento en el que Elliott toca el largo índice luminoso del alienígena. Ese momento es el que quedará en nuestra memoria, pero E.T. está narrando la historia de un niño casi huérfano, abandonado, y la búsqueda de un sustituto a esa ausencia paterna que lo lastima profundamente: las líneas convergen en una escena, la citada anteriormente, pero la cinta no es esa escena. Super 8 tiene los instantes equivalentes a esa secuencia memorable, pero carece del aparato que hace coherente y lógico ese momento.
Abrams, no obstante, suma con Super 8 un pequeño triunfo a su obra vista en conjunto: pese a todos sus baches y agujeros, la cinta puede considerarse un más o menos satisfactorio ejercicio de estilo, un revival con cariño nostálgico, de infancia, un trabajo que será más sencillo apreciar cuando su director continúe con su carrera y construya una voz personal. Lo importante de la cinta no será lo que ella haya logrado en sí, sino lo que represente en la evolución de la narrativa de Abrams (esto, claro, si alcanza las alturas de las que muchos lo creemos capaz). Y, por supuesto, el número de veces que la transmitan los sábados por la tarde en los ciclos de “Cine Permanencia Voluntaria” de Canal 5, junto a los clásicos antes mencionados. Lo grave resulta que Super 8, una de las escasas cintas originales que llegaron a la cartelera veraniega este año, es incapaz de desprenderse de sus referentes: una desesperante confirmación de la era cinematográfica remake en la que desafortunadamente se encuentra estancado el cine comercial.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.